NYC MaratonPor Luar Zorrillo (pseudónimo). ¡Che, corrí el maratón! Cuarenta y pico de kilómetros…

Y te aseguro que el pico es lo más largo.

Todo empezó cuatro años atrás. Mis amigos estaban entrenando para correr el maratón y yo no quería quedar atrás. Nunca fui un atleta ni había participado en carreras anteriormente, pero digamos que estaba en forma y corría por 45 minutos, 3 veces por semana. Por no ser menos, me apunté al maratón de Nueva York a la espera de salir sorteado por lotería dado que mi resumé como carrerista estaba en blanco, y en ése no me animaba a mentir. Para el segundo año de espera, ya se me habían chingado las ganas.

Mis amigos lo habían corrido, yo había dejado de entrenar y poco a poco había ganado unos kilos de más, el vicio de los cigarrillos, la tele y una vida sedentaria.

Entonces fue que recibí la invitación para correr el maratón.

Dejé la carta ahí en la mesa y seguí mirándola de reojo por meses sin decidir. Todos me decían: olvídalo, estás fuera de estado… yo contestaba mirándome la barriguita y poniendo cara de incrédulo sorprendido. Mi madre que ganó el título pesado en negatividad repetía: “si corres te va a agarrar un infarto”.

Dejé de fumar cuatro días antes del maratón vacilando todavía sobre la idea de dar el dinero por perdido, o desafiar loca e irresponsablemente al sentido común una vez en la vida; aunque fuese la última.

Quizás más tacaño que valeroso, me decidí apostando a eso de que “hierba mala nunca muere”.

Llegó esa madrugada y sumergido en máxima concentración me puse los calcetines, acomodándolos perfectamente, luego mi camiseta de poder y me ate los cordones en silencio.

Me despedí de los últimos miedos y dudas al cerrar la puerta de mi apartamento en el Bronx. Como optimista innato, me convencí que la actitud es lo que cuenta.

NYC MarathonTomé el tren 4 y sentí la mirada de la gente inventando historias sobre mí —todo un maratonista— mientras yo trataba de mantener la compostura interior. Emergí en Manhattan, los corredores nos íbamos agrupando como un agua que corre y busca su lugar. Embarqué en el ferry hacia Staten Island. Era como el día D, de la guerra. Miraba la costa con su misterio terminal, mientras el viento frío de la mañana me despertaba a la realidad de que ya no había retorno. Miradas que se cambiaban entre extraños.

Se sabía, algunos iban a quedar en el camino… tirados en la acera, víctimas de una caída o calambre… o sentados exháustos en los escalones de algún edificio contemplando la derrota.

Hubo mucho tiempo de formar columnas, chequear listas y hacer nada.

Todos seguíamos al de adelante entre instrucciones inaudibles, estiramientos y gestos intrascendentes. Éramos un montón… demasiados a mi gusto.

Allá lejos se divisaba el puente Verrazano.

Los nervios al filo de la navaja y la espera interminable hicieron que el disparo del cañón de partida nos sorprendiese a todos… pero no paso nada. Hice trote en el lugar hasta que me cansé. Descubrí un cordón de la zapatilla suelto y me agaché para atarlo en el momento equivocado. De repente, todos arrancaron y los que tenia atrás me empujaron, me pisaron y me saltaron por encima.

Cuando finalmente me incorporé, ya estaba listo para la cama…

Con voluntad férrea, empecé a correr. Seguí corriendo. Corrí implacablemente, como se corre en la vida. Me puse contento cuando alcancé al primer grupo rezagado, pero sólo eran los lisiados, cieguitos y ancianos. Va a ser duro —pensé.

Corrí, corrí, corrí y después, seguí corriendo… y seguí corriendo.

Corrí todo Brooklyn (los desalmados me habían pisado en Staten Island), ya estaba bien entrada la mañana y la gente asomaba desde las ventanas y balcones.

Salió el sol y se puso un día precioso.

Encontré una improvisada estación de servicio, un buen hombre que había conectado una manguera y brindaba el servicio de spray o balde de agua fría… y bueno, aunque pierda un par de segundos, que es la vida sin un gusto: “baldazo, por favor… ¡Ay! Graciasss”… Eficiente y gratis.

No sé las mujeres, pero para nosotros cualquier callejón lateral sospechoso se transformaba en baños improvisados. Como perro de campo. No había pudor, reparos ni pérdida de tiempo. Ese día, basta con que tuvieses un número en la camiseta, te dejaban hacer de todo. Sorprendido de ver lo grande que era Nueva York y extenuado ante la idea de terminar lo empezado, llegué a pisar las calles de Queens.Marathon NYC

Se veían caras de dolor entre los corredores. La gente salía a la calle a darnos ánimo, nos daban agua, naranjas, bananas. Había un entusiasmo casi delirante. Me entró la esperanza de que alguno me invitara a almorzar a la casa y así poder acabarlo todo con dignidad. Ya estaba preparando el anuncio en mi mente para con familiares y amigos: “No terminé el maratón, pero gané un amigo”.

Con esta dialéctica interior llegué a la cuesta arriba del puente de la calle 59. Vi a un hombre en silla de ruedas que con sus brazos estaba luchando arduamente por conquistar la loma. Era flaco y se veía hispano. Me conmovió su valentía… le ayudé empujándole, haciendo mi buen acto anónimo del día, por eso de si me daba el infarto al final… tú sabes, por lo menos, llegar al cielo con algo en las manos…

Se dio vuelta por un momento y fácilmente dejo ver una sonrisa veraz y contagiosa. No podíamos hablar pero nuestra mirada cerró el acuerdo tácito de dos hombres en apuros. Ni bien cruzamos la lomita del puente, nuestro espíritu de camaradería terminó espontáneamente.

Así es la gente: desagradecida, nomás. Puedes creer que protestaba el hombre cuando me subí a su regazo para aprovechar la bajadita. ¡Cuidao –decía el ladino– que nos vamo’ a’ser un bollo! Tu sabes, en momentos de desesperación la gente se “paniquea”, pero siempre hay alguien que, con nervios de acero, mantiene la calma y piensa…

El trigueño estaba blanco tratándo de frenar las ruedas con los guantes… Pedía por su mamá que me baje. Para ése momento el vehículo ya bajaba “a los santos pedos”, mientras yo le tenía los ojos tapados al paralítico para que no sufra. Ya ves, todos esos que me habían pasado por encima anteriormente se abrían a los lados despavoridos ahora que bajaba la caballería con envión e ira de venganza.

Medí el momento justo antes de la curva… y salté mientras el lisiado seguía para la pared. Bueno, es un deporte competitivo… Al salir del puente había alcanzado al tumulto y la gente de Manhattan nos recibía con aplausos. Ya estaba con los buenos.

Maraton NYCDi una mirada atrás para despedirme de mi amigo y me llevé tremenda sorpresa. Para que veas como engaña la gente, lo vi saltar de la silla de ruedas, también, justo antes de que se desmadre contra la pared. Puedes creer que el miserable impostor me gritaba groserías y caminaba hacia mi —bastante rápido, a decir verdad— revoleando el bastón. Viendo el lado positivo, quizás fue la mejor terapia de susto de su vida. Yo, más tranquilo y descansado, apuré el paso.

Iba por la primera avenida hacia el Bronx.

Tenía la lengua por el suelo y se le estaban pegando los papeles del asfalto. Los espectadores nos saludaban y daban ánimo, pero yo estaba tentado a tomarme un taxi a casa. Ya estaba en el Bronx, mi barrio querido, fue la única vez que hubiese querido vivir en el South Bronx.

Miré mis zapatillas nuevas de 110 dólares y ya les había gastado media suela. ¡Nunca más! Esto sale caro. La camiseta empapada seguía rozándome las tetillas y dolían como si estuviesen en carne viva.

¡Vamos… a seguir! Pensé en todos mis amigos, en mi familia, sobre todo en mi vieja. Si hubiera venido a verme, la podría haber encontrado al costado y decirle lo mucho que la quiero y lo olvidada que la tenía “Madre, te acompaño a casa en taxi y hoy te lo dedico a vos –hazme un café con leche, vieja”

Las pensé todas, debía estar al borde del delirio, pero seguía con una voluntad férrea.

Para ese entonces apostaba dinero a que nos habían engañado y que habían reservado las millas más largas para el final.

Mi cabeza y mis piernas no habían parado en toda la carrera.

Cuando crucé la meta estaba tan emputado conmigo mismo por haberme hecho esto que ni miré el tiempo.

Al voluntario que me vino a colgar la medalla casi le pego un tortázo. Me calmé, deambulaba y divagaba en círculos. Pensé que de ahora en más ya nada podía ser tan malo. Sentía las piernas como palos, las tetillas inflamadas y la satisfacción de que lo pude hacer. 4Hrs y 46’ corriendo.

Se lo voy a contar a mis amigos, a mis hijos, a mis nietos… Uy, si es que no se me gastó con tanto sobe. Ay! Me imaginé un posible futuro orinando parado en un orinal público con alguno de esos altos mirones a mi lado que pregunte: qué me pasó ahí abajo

–y yo querer contestar a secas—“erosionado…” o quizás peor, si digo “gastada”. Veo venir la siguiente del curioso: “¿Es usted un play boy?”

–y yo tener que entrar en detalles: –No, vea usted… corrí un maratón sin calzón…

Ya entrando en razón, encaminé tambaleándome a lamerme las heridas a casa de Luisa: mi novia, amiga más querida y sobre todo cercana.

Vivía a sólo unas cuadras…

En ese estado de shock me tentó una farmacia y el vendedor se aprovechó de mí. ¡Gasté una fortuna! -–aspirina, tylenol, ibupufrin, bengay, sal de aquí, y de allá– yo seguía ordenando desde la silla que encontré con tal de no pararme.

A la noche me agarro esa fiebre de moribundo, y ni pena… hasta me atraía la idea del descanso eterno. Escalofríos, chuchos de frío y toda la parentela.

No sabes lo que fue sacarme las zapatillas: parecía que hubiese nacido con las Nike pegadas. Los pies me palpitaban con efectos de sonido, igual que en los dibujitos animados.

Después, el baño de inmersión y un inventario de daños. Ay!. La secada y sacada de la tina fue un asunto delicado. La tenía loca a la Luisa: friegas aquí, no me toques allá, paños calientes, fríos y templados, un tylenol extra strengh con dos aspirinas y quiero un ibupufrin de postre… apúrate que necesito masaje en el talón antes de morir y aparte se me están por caer las uñas de tres dedos.

Ahora corrían los escalofríos.

Le dije a Luisa que cuidáse de mi culebra, que le entregue unos escritos a Juan y Tete, la pipa para Charles, y mis poemas a Alicia, de no despertar.

Le pregunte a mi novia si me quería por el sexo, por mi corazón o por mi mente.

Lo último –replicó. Largué un suspiro de alivio, porque, aunque obviamente no fui muy inteligente, el cuore y el wini corrían grandes peligros al momento. Dormí con cuatro frazadas y lo que quedaba de mis pies afuera a la brisa. No sé si fue un sueño, pero lo último que recueredo fue levantar mi cabeza y ver que a esas patas les salía humito.

No sé cuál será el sentido de correr tanto en la vida.

Cualquier día, y hasta el peor y el más largo, terminan igual: Se desvanecen en un misterioso sueño al rendirnos a ese último suspiro que nos deja ir… y descansar.

Foto (arriba) cortesía Mark Hutchinson via flickr

Fotos cortesía Rebeca Wilson via flickr

Howard Brier (plumaje), via flickrNYC Marathon