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Esta es la tercera entrega de nuestra cobertura sobre estilitas. La primera sobre el monje de Georgia Maxime Qavdtaradzze la segunda el poema por el colombiano Guillermo Valencia. Y la tercera este cuento sobre un estilita moderno en la Gran Manzana.

Por Carlos Danger — Cuando Saúl Vicente escuchó el llamado del Señor, lo  primero que le vino en mente fue: ¿qué me pongo?, ¿qué uniforme?, ¿qué atuendo?, ¿qué combinación?, ¿qué tipo de ropa que me distinga entre la masa humana que se congrega por las calles neoyorkinas?  ¿Qué empaque que me haga destacar entre los muchos profetas callejeros que en la gran manzana predican la palabra sagrada?

Extraña preocupación, podría decirse, preocupación superficial para una persona que acababa de embarcarse en el angustioso y turbado mundo de un predicador callejero.  Predicador sin rumbo ni norte, predicador que unos ven como excentricismo, otros una molestia y la gran mayoría otro especímen más de la fascinante fauna neoyorkina.

Pero en realidad no lo era, si se tiene en cuenta que para Saúl Vicente el cambiar de orientación en la vida, el pasar la hoja, cambiar de ritmo significaba forzosamente romper con un pasado de 33 años, volver a comenzar tábula rasa.  Pero al mismo tiempo significaba cierta continuidad, continuidad porque él esencialmente seguía siendo la misma persona meticulosa, centrada, obstinada, perseverante que abordaba cada empeño como un desafío, cada desafío como de vida o muerte.  Al dedicarse al Señor, Saúl no iba a dejar de ser el mismo que siempre había sido.  Hombre, cuyo éxito en la vida se debía a la combinación de un gran producto en un maravilloso empaque.

Casi invencible, legendario,  Saúl Vicente comandaba una imponente presencia, una gran inteligencia, el dominio total del lenguaje, además de un enorme entusiasmo al expresarse.  Encontraba respuestas rápidas, persuasivas, convincentes a todas las preguntas; su voz tranquilizaba cualquier duda que se pudiera presentar en los muchos empeños en que Saúl Vicente estaba involucrado.  No había proyecto que no le cuajara, no había problema que no solucionara, o montaña que no hubiera cruzado ni objetivo que no alcanzara, era como si las aguas se dividieran frente a él.  Saúl Vicente era una especie de Rey Midas: como si desde el día de su nacimiento le hubiera alumbrado una estrella de la buena suerte. Figuraba como miembro invitado, socio honorario, en toda una gama de círculos y clubes, juntas y mesas, sociedades y asociaciones, hermandades y fraternidades.

Pero a diferencia de sus semejantes, de los exclusivos miembros de los exclusivos círculos y clubes, las juntas y mesas, sociedades y asociaciones, hermandades y fraternidades, Saúl Vicente era un hombre moderado.  Moderado en su trato con los demás.  Moderado su respeto hacia todos.  Moderado en su vivir, se negaba a participar en las orgías de ostentación, al cabo de las cuales un puñado de personas gasta sumas astronómicas, más grandes de las que pueden concebir la mayor parte de las personas; sumas con que se pueden pagar vivienda, nutrición, estudios de centenas de personas, consumiendo más recursos energéticos, alimenticios, morales, sociales, emocionales que cualquier otra persona.

Y desde su alta posición social, él tomaba decisiones que  tenían enormes repercusiones, repercusiones que iban más allá de su círculo.  Repercusiones que muchos consideraban pecados.  Pecados contra los hombres, aunque él nunca los consideraría como tales.  Pecados contra todo aquél que por una u otra razón se metiera en su camino.  Saúl Vicente lo veía como un obstáculo, y lo retiraba como se retira una basura, sin pensarlo dos veces.  Sin piedad ni remordimiento alguno.

Cuántas veces no había tenido que despedir trabajadores de sus empleos; cuántos tratos no había negociado aprovechando la desventaja en que se encontraban sus contrapartes, sin tener en cuenta que para eregir los elegantes edificios que producían gigantescas utilidades estaba quitándole la vivienda a familias enteras; cuántas fábricas no había clausurado, sin pensar que al cerrarlas, familias enteras perdían su fuente de ingresos; cuánta legislación no había hecho implementar, sin ser consciente de que al bajar los niveles de seguridad y protección, exponía a inocentes trabajadores y comunidades enteras al veneno de la contaminación; cuánta construcción no había financiado, sin tener en cuenta que al urbanizar áreas rurales y construir plantas químicas estaba destruyendo especies vegetales y animales, polucionando el aire que él mismo respiraba.  Cuando lo consideraba necesario daba el hachazo con total sangre fría, como un juez que dicta una sentencia a muerte, como un militar que siguiendo un plan de batalla envía a cientos de hombres al matadero.  Saúl Vicente ni siquiera sentía la angustia que precede las decisiones, la angustia que significa que en última instancia uno es libre de tomar esa decisión y responsable por ella.  Era un ser completamente abstraído del hecho que al retirarle a una persona el derecho de ganarse la existencia honestamente, le está quitando todos los soportes que sostienen su vida. Saúl Vicente nunca se había puesto a pensar cuántas personas habían caído en su camino; cuánta hambre, destitución, desilusión, desolación, destrucción; cuánta angustia, cuánto llanto, cuánto dolor había causado en su vida.

Así eran las cosas y Saúl Vicente no las cuestionaba. Eran parte del orden establecido, un orden inmutable de un universo inmutable, que el hombre no podía controlar. Un universo hindú, en que nada cambiaba; todo ocupaba el puesto que le había asignado la creación.

Hasta una noche, la noche de un día en que había tomado grandes decisiones, Saúl Vicente tuvo un sueño singularmente extraño. Mientras se despertaba, Saúl veía, sentía a su espíritu regresar a su cuerpo; casi escuchaba su aleteo a través de las dimensiones etéreas del mundo irreal hasta que iba alcanzando la realidad del mundo. Por algún error bizarro, en vez de que su alma, su ser, su conciencia, regresara al cuerpo que por 33 años había ocupado, se posaba en otro cuerpo.  Al borde del pánico, Saúl Vicente vio cómo su alma iba ocupando otro cuerpo, en un acto muy parecido al de aquellos ermitaños en el fondo del mar que cambian de concha.  Sólo que en su sueño, Saúl no podía decidir cuál cuerpo su alma iba a ocupar. Durante una breve eternidad, Saúl no supo en qué cuerpo había aterrizado su alma.  Sólo sabía que aquella porción de materia en movimento, aquel amasijo ambulante de excremento y tripas con conciencia y memorias, aquel ser no respondía al nombre de Saúl Vicente. Durante una eternidad aún más breve y más eterna, Saúl Vicente fue otro, sin saber quién.  Comprendió en aquel momento que su cuerpo, su nombre, su identidad, su vida, eran el cuerpo, el nombre, la identidad, la vida de una pobre y miserable mujer.  Una pobre madre, una pobre madre sola, una pobre madre sola golpeada por la suerte, aporreada por los años de dolor y de miseria, años de pobreza y sufrimiento, que en ese momento prometía ser más grande, puesto que la pobre madre estaba a punto de perder su vivienda por una de las decisiones que acababa de tomar Saúl Vicente.  En su sueño sentía un enorme odio por ese Saúl Vicente, pero al mismo tiempo sabía que era él y quería volver a serlo, recuperar su cuerpo, su nombre, su identidad, su vida, volver a ser Saúl Vicente el hombre que le había quitado la vivienda a la mujer que él había llegado a ser. El hombre que él odiaba.  Al despertar, no supo si realmente lo estaba, y lo que quedó en él fue una desagradable sensación: física, psicológica, moral.  Porque al comprender que la identidad era el ser, sintió que el cuerpo era una ilusión, un espejismo, y vio su vida vacía, completamente carente de sentido, de dimensión.

A partir de ese día, Saúl Vicente comenzó a sentir una  desesperación enorme, un vacío negro y profundo, algo parecido al dolor existencial. Intentó combatir esta sensación marcándose nuevas metas, fijándose frescos objetivos, fundando otras empresas, escalando montañas más altas, navegando en aguas más turbulentas. Pero, a cada éxito, cada logro, cada victoria seguía una gran tristeza, se hacía más negro y más profundo el vacío, en negritud y oscuridad proporcional al  éxito que la había precedido. Y mientras más duro fuera el desafío, más difícil era alcanzar su meta, más ardua la tarea, mayor el desencanto que seguía.  El vacío existencial: la tristeza poist-coital.  Saúl Vicente sentía que vivía una vida sin sentido, una existencia en vano.  Sentía el peso de los años sobre sus espaldas, sentía que se le iban los días sin que él supiera por qué había venido a este valle de lágrimas.  Cada vez que alcanzaba una meta significaba que el futuro se había vuelto presente, para luego convertirse en pasado, que no era más que polvo.  Y las metas y los objetivos, en realidad, sólo existían en la mente de Saúl.

En poco tiempo Saúl era una sombra de sí mismo, una sombra como su pasado: callado, taciturno, angustiado, solitario, ensimismado.  Saúl sólo quería huir, escapar de su mundo elitista, ese mundo de decisiones, ese mundo de maldad que era Nueva York.  Escapar, romper los barrotes que lo encerraban y marcharse.  Libre.  A la deriva, sin rumbo ni norte, sin nada asegurado pero sin nada que lo atara.  Ir en búsqueda de la paz interna, la tranquilidad, ir adonde pudiera dedicarse a ocupaciones tranquilas, donde no tuviera que ser responsable de nada ni nadie, donde sus decisiones se redujeran a lo mínimo e insignificante, asuntos tales como qué comer, qué ponerse, cómo matar las horas.  Tomarse un merecido descanso, una vacación.

Simeon_Stylites_stepping_downSaúl Vicente tardó unos cuántos días en arreglar su salida.   Dejó a un comité encargado de sus empresas y avisó que se ausentaría por un tiempo. Cuánto, no lo sabía.  La verdad es que Saúl Vicente estaba tan hastiado que no pensaba en el regreso, quería verdaderamente cambiar de vida. Quería que su espíritu se posara en el mismo cuerpo pero con otra identidad, otra vida, otros problemas, otro drama existencial.  Al menos por un rato. Uno que no tuviera que ensuciarse con tragedias mundanas.  Buscó la paz de la naturaleza, el aire de las montañas.

Salió camino a las montañas del norte del estado, en un nublado mediodía de entre semana.  Iba en dirección norte a lo largo del West Side Highway  hasta que llegó a un enorme trancón de tráfico, de aquellos que con gran regularidad tienen lugar en los centros urbanos.  Los carros escasamente se movían, algunos conductores más inquietos intentaban maniobrar, saliéndose de la carretera, para detenerse algunos metros más adelante.  Un tremendo bullicio con las bocinas de mil carros, mil motores que se recalentaban, mil piezas de música diferentes en los vehículos, carros que frenaban, niños que lloraban, padres que gritaban, parejas que se peleaban, conductores que insultaban, perros que ladraban, un helicóptero que sobrevolaba.  Saúl Vicente, sin embargo, seguía ensimismado: hasta el momento había conducido inconscientemente. No le preocupaba ni la conmoción ni el bullicio. Parte de su mente escuchaba atentamente una grabación de las variaciones de un tema de Beethoven, la otra parte veía más allá de su crisis existencial: casi alcanzaba a divisar las primeras luces del amanecer de tranquilidad que comenzaba a despuntar en su vida. Afuera, el tráfico seguía trancado. El ruido no paraba.  Los minutos dieron paso a las horas: varias horas sin que el tráfico se moviera.  Y Saúl Vicente como si se hubiera ausentando del tiempo y del espacio. Hacía rato ya que se habían terminado las variaciones de Beethoven, todos los vehículos se habían vaciado de gente, la muchedumbre miraba atónita, hipnotizada.  Se abrieron las nubes y un reflejo golpeó con toda su intensidad a Saúl.  Ahí lo vió.

En medio de la carretera, caminaba lentamente haciendo un enorme esfuerzo; sus pies descalzos cubiertos de sangre; su túnica sucia, desgarrada, escasamente escondía las llagas que marcaban su espalda, y ésta parecía a punto de doblarse ante el peso de una enorme cruz de madera que arrastraba por el West Side Highway. El mismo. Era el Nazareno, Jesús, el Hijo del Dios. Enmarcado por una corona de espinas, cabellos largos y una barba con tintes rojizos, su rostro convulsionado traducía su enorme sufrimiento: más grande que el que le producían sus pies; mayor que el punzón que le causaban sus llagas que se veían a través de su túnica; que el de los huecos de las espinas que se habían clavado en su frente.  Era el sufrimiento de saber que iba a repetir su calvario, de comprender que nuevamente tendría que morir por los pecados de la humanidad.  El obediente sufrimiento del hijo que iba nuevamente a beber un  amargo cáliz cumpliendo la voluntad de su padre; sufrimiento como el de Isaac a punto de ser sacrificado por Abraham; como el sufrimiento del que se sacrifica por amor.

“¿Quo Vadis Domine?” preguntó Saúl Vicente. “Adónde vas, Dios mío?” las palabras hicieron que levantara la mirada Dios hecho hombre. Se encontraron dos miradas, los ojos temblorosos de Saúl con la mirada adolorida del nazareno, ojos que llevaban a cuestas el dolor de tener que sufrir la terrible muerte por crucifixión, la misma que había sufrido hace 2000 años.  La sensación de que la vida le iba abandonando lentamente por sus desgarrados miembros, el ultraje a su cuerpo.  La primera vez el nazareno había querido evitarlo, esta segunda vez era demasiado.  “Vuelvo a Nueva York,” dijeron los ojos, los pies ensangrentados, la cara adolorida.  “Vuelvo a Nueva York, Saúl, porque tú te estás yendo”.  Ahí mismo, con el sol en sus ojos, y ante la mirada del nazareno, Saúl escuchó el llamado del Señor.

Saúl comprendió entonces que sobre sus hombros recaía una misión apostólica, una misión salvadora, una misión histórica.  De una simple y ajetreada existencia, su vida había adquirido las dimensiones de un destino.  Saúl aceptó el llamado de Cristo: no lo podía rechazar.  Y fue en ese mismo momento que se preguntó, ¿qué me pongo? ¿cómo me empaco? ¿cómo haré para distinguirme de todos?  Esa preocupación, por extraña que pareciera, ocupó su mente por algún tiempo, periodo durante el cual observó cuidadosamente la moda de los predicadores callejeros.

Saúl cambió su clásico y conservador ajuar de Brooks Brothers por una túnica del material más tosco.  En la calle encontró un pedazo de tela cualquiera, le abrió un agujero en la cabeza y se la colocó.  Con un pedazo de llanta fabricó unas sandalias, como sabía que hacían los más pobres del mundo.  Al llegar a su lujoso edificio el primer día, envuelto en su nuevo atuendo, los porteros casi que no lo dejan entrar, hasta que lo reconocieron: todavía el cabello y la barba no le habían crecido hasta tal punto que impedía que fuera reconocido.  A medida que le crecía el cabello, que iba cambiando su apariencia, la gente del edificio acostumbraba al nuevo look de Saúl Vicente.

Metódico, como siempre, enérgetico, más que nunca, Saúl salía con las primeras luces de la madrugada y comenzaba su recorrido por las calles.  Tenía un deseo loco de predicar, divulgar la palabra divina, decirle a los pecadores que todavía había tiempo de arrepentirse, denunciar a los falsos dioses, derrumbar los becerros de oro que han sustituido al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.  Saúl quería recordarles cuán brutales son las llamas del infierno y cuán dolorosa es la muerte por crucifixión, dejarles claro que estaba en poder de ellos el evitar que Cristo tuviera que morir nuevamente por nuestros pecados, pero algo dentro de él le decía que esperara.  Su ser estaba dividiéndose en dos, comenzaba a nacer el nuevo Saúl Vicente, el apóstol, aquél que iba a dedicar su vida a predicar la palabra sagrada.  Pero todavía no había deplazado completamente al antiguo Saúl Vicente, el hombre de sociedad, el capitalista, ansioso de poder y de éxito y éste lo llevaba a observar cierta cautela.  A medida que esto pasaba, iba Saúl Vicente haciendo una especie de estudio apostólico del mercado, dibujando en su mente un perfil psicográfico de los pecadores neoyorkinos, analizando el tipo de pecados, pecadores, tentaciones, profetas, es decir el espectro del bien y del mal en su totalidad.  Saúl Vicente buscaba modelar un discurso, un sermón que se ajustara a las circunstancias.  Quería encontrar la manera de llegarle al mayor número de personas con su mensaje: maximizar el impacto.ssk212b

Así, mirándola desde esta nueva óptica, con sus nuevos ojos, el capitalista Saúl Vicente pudo explicarle al apostol Saúl Vicente por quee a Nueva York, la Gran Manzana, se le llamaba la Sodoma y Gomorra moderna.

Saúl Vicente descubrió que, en números absolutos, hay más pecadores en Nueva York que en cualquier otro centro urbano del mundo.  Igualmente, que en términos relativos, el porcentaje de la población pecadora es más alto en Nueva York que en cualquier otra metrópolis. También es mayor la diversidad de pecados y de pecadores en la Gran Manzana que en cualquier otra parte del mundo.  La razón puede ser geográfica: proximidad al mar, latitud, el rigor de las estaciones, el contenido mineral del agua; o puede ser sociológica: la diversidad de orígenes de los habitantes de la ciudad.  Pero Saúl Vicente también encontró una explicación teológica: Nueva York, con sus rascacielos y sus múltiples culturas e idiomas, es una moderna Torre de Babel, símbolo de la arrogancia del ser humano que se considera por encima del Señor.  Pero Saúl Vicente decidió no perder mucho tiempo analizando a morir las causas, se centró más bien en los efectos.

Para ello bastaba mirar a su alrededor: en cuanto a la codicia, sólo faltaba que Saúl Vicente viera a sus antiguos socios, aquellos que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa, embarcar a la humanidad en el más riesgoso de los rumbos por dinero, sin medir las consecuencias humanas, sociales, ecológicas de su insaciable sed de ganancias.  Un derivado de la codicia, al que se podría llamar la codicia frustrada, es la envidia: aquellos que no han logrado pecar, ni han logrado embarcar a la humanidad en rumbos tan nefastos como la codicia.  Pero el que no lo hayan logrado se debe, no a que tengan algún respeto por el mundo, sino a que no han tenido la capacidad de ejecutar sus deseos.  Los envidiosos son codiciosos frustrados quienes,  incapaces de tener gran efecto en la sociedad en que se desenvuelven, traducen su desprecio por el prójimo en chismes, enredos y mentirillas a nivel individual.  Pronto, Saúl Vicente comprendió que codiciosos y envidiosos son sólo una insignificante muestra de lo que en materia de pecados hay en Nueva York.  Como la glotonería. Basta ver la cantidad de gordos, aquella antiestética conglomeración cuasireptiliana que ensucia las calles y establecimientos públicos neoyorkinos, seres humanos gigantescos, que pujando y resoplando, impulsándose con sus propios gases y en el proceso polucionando el aire, transportan sus centenares de libras de un centro de alimentación al otro, causándole grandes inconvenientes a todos los demás seres; que además de pecar contra la decencia, consumen más recursos que varias familias juntas en muchas partes del mundo.  Pero había más pecadores que codiciosos, envidiosos y golosos: están los perezosos.  Haraganes que quieren que las cosas se hagan sin ellos tener que ensuciarse las manos, porque se niegan a sudar la santa gota del trabajo; personas que para conservar su energía al máximo viven en una búsqueda constante del calor y el confort, que duermen cuando el resto trabaja, se sientan cuando todos están de pie. Además, de codiciosos y envidiosos, golosos y perezosos, Saúl Vicente vio otro tipo de pecadores en Nueva York.  Los que fomentan la tentación de la carne, aquellos que caen en ella en pensamiento, palabra y obra.  Como las hermosas muchachas que en épocas de calor desfilan por las calles exhibiendo sus encantos, compitiendo entre ellas a ver cuál provoca más a los hombres, participando en una macabra y diabólica danza de los sentidos.  Y sus contrapartes, aquella cantidad de hombres que llenan las calles neoyorkinas por donde pasan estas hermosas neoyorkinas, escondiendo en su mente ideas libidinosas de todo tipo, limitándose a pecar en pensamiento por su incapacidad de pecar en obra.  Y en sus análisis de los pecados en Nueva York, Saúl Vicente se dio cuenta de que, además, en la Gran Manzana hay decenas de miles de prostitutas y proxenetas, centenas de miles de lesbianas y sodomitas, e incontables miles más de personas de todas las edades y todos los niveles sociales que participan en actos antinaturales con los animales.  Pero eso no es todo.  En su investigación Saúl Vicente comprendió que las líneas divisorias entre los pecados y pecadores no están completamente trazadas: las afecta una ley de desarrollo desigual y combinado.  Así, habrán codiciosos, cuyo nivel de frustración los convierte en envidiosos y que a su vez son golosos.  O perezosos que son libidinosos, sodomitas y envidiosos.  Que con frecuencia se dan casos de lesbianas  sodomitas codiciosas que son perezosas, y así sucesivamente.  Todas las combinaciones habidas y por haber.  Porque el pecado es una espiral sin fin, como el caso de aquellos codiciosos, que tienen tal falta de respeto por la naturaleza que, motivados por la tentación de la carne combinada con otros pecados, llegan a uno de los extremos más asquerosos, la perversión máxima — perversión que afecta a gente de todos los tamaños, las edades, razas y orientaciones sexuales.  Por las noches estos enfermos salen, operando al abrigo de las sombras, llenan los parques de la ciudad con sus ojos libidinosos y con sus pervertidas miradas, y sus degeneradas manos tocan, manosean, ultrajan, abejorrean las plantas y árboles de los sitios públicos, aquellas escasas especies vegetales que logran sobrevivir el aire contaminado de esta ingrata Nueva York.

Este análisis iba convenciendo a Saúl Vicente el apóstol de que era hora de vencer las vacilaciones de Saúl Vicente el capitalista y lanzarse al agua. Ya completamente acostumbrado a su nuevo look, Saúl Vicente caminaba por las calles de 8 a 10 horas diarias dándose cuenta de la complejidad de su labor, pero todavía viéndose incapacitado de elegir en dónde concentrarse, desde dónde comenzar a divulgar la palabra del Señor.  Igual que se había tardado en decidir el atuendo, analizando los pros y contras de los diversas posibilidades hasta decidirse por lo clásico, Saúl Vicente quería encontrar la manera de llegarle al mayor número de pecadores. Una manera diferente, persuasiva, creativa, única. Quería con su ejemplo y un buen discurso forzar a ociosos y codiciosos, glotones y envidiosos, sodomitas y onanistas, proxenetas y prostitutas y otras almas pecadoras a que se arrepintieran.  Porque en la sinceridad de su arrepentimiento yacía la capacidad de evitarle al nazareno el tener que repetir su calvario.

Saúl Vicente era conciente de que si su empeño iba a tener éxito, necesitaría encontrar la manera de llegar al mayor número de personas.  No quiso utilizar medios como, la radio y televisión, tal como han hecho otros predicadores porque sabía que más que labor apostólica la de aquellos era una empresa con fines de enriquecimiento, mintiéndole a la gente y engañando a los pobres incautos.  El único móvil de las acciones de Saúl Vicente era evitarle al nazareno tener que volver a Nueva York.

Entonces decidió que la mejor manera — la manera más eficiente — de llevar su apostolado a la masa de pecadores en Nueva York era construyendo una enorme columna, apropiado símbolo de la Torre de Babel, por un lado, y siendo a la vez uno de los más clásicos medios de predicar. Una vez construída la columna, subiría a ella y desde allí predicaría hasta el fin de sus días.

Saúl Vicente el capitalista y Saúl Vicente el apostol se unían en un solo Saúl el Estilita.

En un pequeño parque en la Calle 23 con avenida 11, el que compró antes de poner su dinero en un fondo anónimo que se repartiría a los pobres, Saúl Vicente mandó construir una columna.  Una base estilo dórico con un capitel de estilo corintio, traído desde el Medio Oriente; lo suficientemente ancho como para poder vivir allí por el resto de sus días, suficientemente alta como para poder patrullar con su mirada a todos los pecadores que vivían en aquel mar de hombres. Escogió ese sitio porque daba frente a uno de los más grandes antros de perdición en Nueva York, el Hotel Terminal.

Mientras llegaba de Siria la columna, y a medida que arreglaba sus asuntos, comenzó Saúl Vicente la labor de separarse del mundo de los vivos.  Estaba en éxtasis: había aceptado el llamado del Señor, era uno de los Elegidos; estaba más determinado que nunca.  Aún así, le acogía una gran tristeza despedirse de su mundo, deshacerse de sus cosas.  Las más simples.  Tan simples como sus libros, algunos objetos de arte, un viejo suéter de la universidad, una nota de amor; en su mayoría cosas que fuera del valor económico tenían el valor sentimental de haberle acompañado por tantos años. Eran lo más cercano a su vida, sus verdaderos amigos, compañeros del alma, que silenciosamente lo saludaban al abrir sus ojos cada mañana, que le ayudaban a confirmar que su alma se había posado en su cuerpo, que establecían el primer vínculo entre el mundo desconocido de sus sueños y el mundo conocido; objetos que eran la acumulación de sus memorias, que individualmente cada uno marcaba un aspecto, un episodio de sus 33 años, y colectivamente eran la huella de que Saúl Vicente habían vivido.

460px-MHS_Szymon_Slupnik_XVI_w_Kostarowce_pNo obstante, el mismo día que fue terminada la columna, cuando Saúl Vicente se convirtió para justos y pecadores en Saúl el Estilita, dejó tras de sí toda la acumulación de cosas y objetos que habían sido su vida.

Para llegar al tope de la columna, Saúl el Estilita tuvo que montarse en un camión de los bomberos.  Registraban el acontecimiento todos los medios noticiosos de la Gran Manzana, además de representantes de todos los sectores eclesiásticos de Nueva York.  Por la presencia de un estilita moderno, por el hecho que el estilita antiguamente había respondido al nombre de Saúl Vicente, porque muchas veces los medios fabrican la noticia y en este caso era una noticia real y verdadera.  Al bajarse de la canasta del camión de bomberos, al ver que se retraía la escalera, Saúl el Estilita humildemente se puso de rodillas, con profunda y sincera emoción, temblando todo, hasta sus pensamientos; y pronunció una oración silenciosa, “Señor sobre mis hombros recae a responsabilidad de impedir que vuelvan la crucificar a Cristo.  Dame la fuerza para seguir.”

Con su voz de trueno, Saúl el Estilita dirigió a los fieles de Nueva York en una oración multitudinaria.  “Perdónanos Señor por nuestros pecados, perdona a los ociosos y codiciosos, a los glotones y envidiosos,” Y todas las voces de Nueva York rezaron: en las calles, los carros, los hogares, los sitios públicos, los centros de trabajo.  Todos decían, “Señor perdona sodomitas y onanistas, proxenetas y prostitutas y a los que abusan de la naturaleza.”

Inicialmente, la presencia de un estilita en Nueva York fue todo un suceso; venía gente de todas partes de la ciudad, el país y el mundo a verlo, escucharlo, alimentarlo, acompañarlo en una oración.  A veces, se unían en los rezos las prostitutas y drogadictos,  del  que frecuentaban el Hotel Terminal igual que los dos paquistaníes de la cabina antibalas.

Fue pasando el tiempo, el tiempo inmisericorde con justos y pecadores, que convierte las ilusiones en decepciones, los proyectos en memorias, que blanquea las cabelleras, dobla las espaldas, borra las sonrisas; que hace que lo nuevo deje de serlo, que torna la novedad costumbre. Y Nueva York se acostumbró a Saúl el Estilita.  Aceptó su presencia Nueva York: los turistas, los habitantes del Hotel Terminal, todos sus visitantes, amigos, enemigos, los que veneran ese antro de desolación humana, y aquellos que se ofenden por su existencia y quieren borrarlo del planeta.  Dejaron de frecuentar al estilita.  No más medios noticiosos, ni peregrinajes, ni viejas amistades, ni nada ni nadie.  Su voz de trueno seguía retumbando en el  calor de la noche pecadora — pero ya pocos lo escuchaban. Sólo quedaba la solidaridad que se crea entre los que cumplen su condena en el infierno de la vida: las prostitutas, los drogadictos, los paquistaníes que manejan el Hotel Terminal, una mujer que le faltaba una pierna, un hombre excesivamente alto y escuálido; ellos adoptaron al estilita, ellos le subían alimentos con una cuerda.

El tiempo también fue incorporando la columna del estilita al paisaje neoyorkino.  Era un espectáculo majestuoso ver el oeste de Manhattan, con las últimas luces del día, en aquel momento en que las horas luchaban contra el tiempo y en el cielo se encendían mil sombras, los últimos destellos del sol poniente acariciando la enorme columna griega.  Columna desde donde se escuchaba una oración vespertina pronunciada con la voz de trueno de Saúl el Estilita.  Columna que con el tiempo había ido adquiriendo su color y olor propios: el desgaste de los elementos y la cristalización de los excrementos y deshechos de Saúl el Estilita.  Columna cubierta de una costra de mierda, orín, basura, que encajaba más que nunca dentro del desolador paisaje del área que había tratado de salvar.  Arriba, se alcanzaba a ver al estilita, que también con los años había adquirido un color y un olor parecidos a los de su columna: era otro, completamente diferente, totalmente cubierto de pelo; los harapos de lo que había sido su túnica escasamente cubrían su cuerpo: ni su madre lo hubiera reconocido.

250px-Simeon_Stylite_LouvreCon el tiempo, Saúl el Estilita fue comprendiendo que la tarea de salvar a la humanidad era larga, muy larga, que su voz de trueno se ahogaba entre el clamor de los pecadores.  El estilita, como todos los estilitas que han pasado largas y solitarias horas, fue objeto de la tentación. La tentación de un centauro, la tentación del diablo, y mil más. Hasta que cayó.  ¿En cuál?  La más vil de todas, aquella que constantemente arrastra a miles de neoyorkinos, aquella tentación pasiva, en cuyo vórtice se engullen millones que en su mayoría nunca habían pensado que habrían de caer en esa tentación: el voyerismo. Tenía tanto que ver y lo podía ver perfectamente: podía ver los pecadores de la carne pecar: en las esquinas entre las sombras de la noche, en los carros, en las calles y en la habitación # 6 del Hotel Terminal; también podía ver los pecadores de las drogas, que vendían y compraban y consumían sus elíxires y pociones, los unos antes de cometer pecados sexuales, otros al mismo tiempo, otros después; también podía ver la codicia de los codiciosos, la envidia de los envidiosos, la golosería de los glotones; y sodomitas, lesbianas y onanistas libidinosos, además de todos los pervertidos que habían llevado plantas a sus casas, donde abusaban de ellas.  No podía evitarlo: a veces se permitía mirar un pecadito, luego otro y otros más.  No pudo combatir esa tentación omnipresente, aunque a veces trataba en vano de esconderse del Señor mientras miraba.

Con el tiempo, el voyerismo del estilita llegó a ser su ocupación principal.  A veces, medio delirante como para no perder la forma, otras veces con gran ironía, su voz de trueno retumbaba entre los edificios vacíos y las calles negras de soledad.  Pero al cabo de unos breves instantes volvía a mirar, a pegar sus ojos: había tanto para mirar, tantos pecados que se iban cometiendo, y Saúl el Estilita los disfrutaba, iba gozando cada instante, cada suculento detalle.

Y si no se hubiera distraído así, desde su columna, Saúl el Estilita habría logrado ver, en la lejanía del horizonte, más allá de los últimos rascacielos, en medio de un gigantesco trancón de tráfico, a un hombre con su rostro convulsionado por el dolor y el temor, sus pies descalzos sangrando, su espalda lacerada a punto de doblarse, que con gran esfuerzo arrastraba una cruz mientras lentamente se acercaba a Nueva York.