476px-How_they_met_themselvesPor Carlos Danger — Cuando me llamaron para anunciarme que mi nombre figuraba junto a los de otros finalistas para el trabajo que por años había buscado, algo me condujo a pensar que esto quizás marcara el fin de una racha de mala suerte que me había acompañado en mis 33 años.

Aunque puntual hasta la neurosis, mi vida había sido una retahila de fracasos: no había empeño en que me hubiera destacado, ni proyecto que me hubiera cuajado.  Nada de lo que me había propuesto había tenido resultados positivos.  Siempre el último: en el deporte; en el mundo académico; en el amor; en la jerarquía social; en el campo profesional.  No era que me faltara ambición, porque mi abundante imaginación me hacía aspirar las estrellas.  Sólo que mi nave casi nunca lograba prender vuelo.  Y cuando lo hacía, cuando finalmente alcanzaba mi objetivo, bueno ya había perdido su valor.

Hombre supersticioso que siempre he sido, traté de encontrar significado en que me hubieran llamado, pero decidí concentrarme en preparar la propia entrevista.  Así, tuve toda una semana para prepararme.  Toda una semana en la que fuí planeando cada palabra que iba a decir, cada gesto, cada ademán, tratando de adquirir desde el primer momento control de la situación, tratando de producir una impresión ciento por ciento positiva en la entrevista que  parecía ser una oportunidad enviada por los dioses.  Oportunidad como la que había venido buscando, de aquellas que hay que aprovechar; lanzarse al agua y nadar, nadar, nadar hasta llegar lo más lejos posible.

Una semana.  Siete días: siete veces 24 horas; siete veces 24 horas veces 60 minutos; siete veces 24 horas veces 60 minutos veces 60 segundos, espacio de tiempo que en tiempos normales se pasa relativamente rápido.  A menos que se esté a la expectativa.  Tal como yo me encontraba. Entonces el tiempo se negó a pasar: como si se hubiera oxidado el rodaje de los relojes, como si el tiempo hubiera vencido a las horas y éstas se hubieran alargado más allá de los límites de mi tolerancia.  Todo se tardaba una eternidad, eternidad que se prolongó aún más una vez que llegó la víspera.

Es durante las vísperas cuando la lentitud aumenta al máximo, cuando los segundos parecen horas y se vive con mucha más intensidad.  La víspera de una ejecución, la víctima vivirá tan intensamente, fracción de segundo por fracción de segundo, minuto por minuto, hora por hora, con tal intensidad que, se podría decir, los años que va a perder los habrá vivido esa última noche.  Cuando sus ojos, al recorrer las paredes de su último encierro, sufrirán la condena postrera de revivir su pasado, de mirar hacia el interior de su vida  para posarse nuevamente en cada evento, cada elección, cada encrucijada, cada decisión, viviendo esa víspera una vida sin futuro, aceptando el cadalzo como un descanso.

Pero mi vida sí tenía futuro: sólo que dependía en mi preparación el que se  realizara.  Había adaptado mi hoja de vida de tal manera que, sin mentir puesto que todos los datos serían verificados, se resaltaran, surgieran, aquellos aspectos de mi vida profesional que yo consideraba más atractivos para el señor Adán Dobles, quien me iba a entrevistar.  El señor Adán Dobles era de lo mejor que había en mi industria; trabajar bajo él para mí significaría un avance profesional y económico, un fin a la racha de mala suerte.

Tenía que destacarme en la entrevista, no sólo por mi manejo de los temas y asuntos que habrían de surgir en ella, sino además mi presencia.  Así que preparé lo que llevaría puesto: entre varias posibilidades, opté por un traje gris, camisa blanca, corbata de seda roja, con franjas azul oscuro.  Me aseguré de que mi maletín tuviera ejemplos de mi trabajo, que mi hoja de vida estuviera actualizada, en fin me preparé para cualquier eventualidad.

También necesitaba prepararme mentalmente.  Esto sólo podía lograrlo en mi habitación, rodeado de lo familiar, de lo mío, de las cosas que me dan el primer saludo en la mañana, que me acompañaban en mi soledad.  Desnudo en mi cama, retraídas mis rodillas contra el pecho, disfrutando la tranquilidad cuasiuterina que esto produce, tranquilidad que durante las horas de insomnio me permitían vencer la soledad, comencé a soportar la peor de todas las torturas: la espera.  Esperar, ver pasar lentamente los minutos, sin poderme concentrar en nada, sólo en el tiempo que no pasaba.

Entonces con un gran esfuerzo de mi imaginación pude observarme a mí mismo, dejé de ser sujeto y me convertí en objeto: así podría saber cómo me vería mi intelocutor, cómo iría él a reaccionar ante mis ademanes, mi manera de expresarme, mi modo de gesticular; cómo reaccionaría ante mis respuestas, propuestas y observaciones.  Yo simplemente tenía que dar una mejor impresión que los demás candidatos.  En una industria tan pequeña como la nuestra había dos maneras de destacarse: a través de las amistades, mediante el clientelismo, paternalismo, amiguismo; la otra mediante el desempeño profesional.  Mi naturaleza huraña me había aislado socialmente; en términos de mi desempeño profesional, no obstante la modestia que necesariamente tiene una persona acostumbrada a siempre ocupar el último lugar, yo todavía mantenía cierto respeto por mí mismo, en realidad me consideraba capaz de mantenerme a flote: sólo necesitaba que me dieran una oportunidad.  Sólo tenía que vencer la entrevista.  La lucha contra mi vida tendría lugar en la oficina de Adán Dobles, oficina que poco a poco me fui imaginando, para verme en el medio en que habría de desenvolverme.  ¿Cómo la imaginé? Tal como yo la hubiera querido tener, porque nuestra imaginación sin horizontes está limitada por nuestras preferencias.  En mi mente la fui decorando con los mismos colores, las mismas plantas y cuadros, los mismos libros y fotos que yo habría puesto si la vida me hubiera dado este tipo de posición, de oficina.  En ese sentido yo era muy específico: igual que mi habitación, yo estaba convencido de la enorme importancia que revisten los alrededores.

En la tangibilidad imaginaria de la oficina del señor Adán Dobles, yo  fui encontrando respuesta rápida y acertada a toda una serie de preguntas, cuestionamientos, opiniones; opiniones, cuestionamientos, preguntas que combinaban los de rigor, con las posibilidades, que pintaban todos los escenarios que mi mente inquieta podía concebir.  Pasaba de un escenario al otro, analizaba mis movimientos, siempre mirando, observándome con un ojo crítico.  Miraba el reloj y lo volvía a mirar, viendo que escasos minutos habían pasado.  Luego me decía: tengo que dormir, es preciso que esté alerta, debo dar una buena impresión, no puedo estar cansado, ni distraerme, no puedo llegar a la entrevista con ojeras ni con los ojos irritados.  Dejaba nuevamente que volara mi mente — ya los muebles, los cuadros, los colores, la luz me eran familiares: tantas vueltas les había dado  dentro de mi mente.  Hacía y volvía a hacer el recorrido que debería hacer una vez que despertara del sueño que no me vencía: me bañaba, vestía en mi traje gris, salía, caminaba hasta el tren, llegaba a la oficina, esperaba en una sala de espera, pasaba a la oficina, oficina idéntica a la que yo hubiera querido, decorada tal como yo la habría decorado, donde el señor Dobles había de entrevistarme al día siguiente, una vez el sueño me hubiera vencido y yo hubiera despertado y transcurrido en realidad los pasos que en aquel momento estaba imaginando.  Ahí, me di cuenta que por más que mi mente produjera una imagen completamente clara de la situación no podía imaginarme el rostro del señor Dobles.  Nunca había visto su foto y cuando el recorrido de mi mente llegaba a él, me trancaba, cambiaba, para volver a comenzar las vueltas que me daba mi imaginación.

Por más que se demoraran en pasar los segundos, los minutos, las horas, el tiempo se impuso finalmente y, aunque tardío, el día llegó con un torrente de luces.  Luces que golpearon mis ojos con la intensidad de un reflector.  Y, en igual medida que antes el tiempo se había demorado en pasar, ahora adquirió una velocidad vertiginosa, un tobogán cuesta abajo: era como si la máquina me afeitara sin que yo tuviera que mover un dedo, la toalla me secara con igual velocidad, como si la corbata misma se hiciera el nudo, mientras que la brocha me peinaba, mi maletín saltaba a mi mano, y el tren paraba en la estación para conducirme a la ansiada entrevista.

La emoción era intensa, yo ya operaba en base a la adrenalina, mis reflejos respondían a las circunstancias, y éstas corrían más rápido que el tren que me llevaba de un extremo al otro de Manhattan. Fue por esto que no cuestioné los saludos que fui encontrando, ni me preocupé por las razones de las sonrisas y las múltiples cortesías matutinas de que fui objeto.  Incluso la familiaridad que sentía se la atribuía a la confianza en mi mismo.  Así, sonrisas y cortesías, saludos y miradas agradables formaron para mí un corredor que me condujo a la oficina del señor Adán Dobles.

Tardé unos instantes en darme cuenta de que la oficina era exactamente igual a la que había imaginado la noche anterior. Tal como la hhubiera deseado, hasta el último detalle. Por un segundo tuve que pellizcarme para cerciorarme de que estaba despierto: luego vi en esta coincidencia otro símbolo más de que estaba mejorando la mano que me había dado el destino.  Mientras esperaba a Adán Dobles comenzaron mis ojos a patrullar los objetos que había en la oficina, los objetos que de una u otra manera resumían el carácter de quien en aquellos momentos tenía en sus manos la capacidad de cambiar mi vida.

Y fue precisamente mi vida la que fue desfilando ante mis ojos.  Fracaso por fracaso.  Desilusión por desilusión.  Frustración por frustración.  Sentí un enorme dolor al ver que colgaba en la pared  un diploma de la universidad a la que yo había querido asistir pero que me había rechazado, explicándome en una carta que si hubiera solicitado antes podría haber encontrado el cupo.  Aumentó mi frustración cuando noté los premios, la cantidad de ellos, frutos simbólicos en nuestra profesión a los que todos aspirábamos, que significaban reconocimiento por parte de mis colegas.  Eran los mismos premios a los que yo aspiraba, sólo que nuevamente Adán Dobles los había cosechado.  Esta oficina, tal como yo la había imaginado la noche anterior — y como yo la había deseado desde siempre — resumía el fracaso que había sido mi vida.  Ponía al descubierto las limitaciones de un ser injustamente condenado a ocupar el último lugar en todo empeño.  El que llegaba tarde, el que nunca alcanzaba a reír con los victoriosos, el que en su boca siempre llevaba el amargo sabor de las lágrimas de la derrota.  Pensé entonces que había llegado al fondo; ahora tendría que levantarme, que no me iba a dejar vencer por la vida, a pesar de mis fracasos a mí me habían fabricado con una gran tenacidad, sabría superarme, podría aguantar el dolor existencial.

Volvieron mis ojos a patrullar la oficina de Adán Dobles, suspirando con fatídica resignación al nuevamente pasar por el diploma, volviendo a sentir un punzón al ver los premios, hasta que distinguieron en la pared una foto.  Una hermosa mujer.  La mujer más hermosa que había habido — la novia, la esposa de Adán Dobles — y al enfocarme en ella se produjo un tremendo salto en mi corazón, que volvió a abrir antiguos dolores de heridas cicatrizadas, dolor como ningún otro: el dolor del despecho.  Al abrirse la llaga, brotó un borbotón de recuerdos, desbordándose de mi mente imágenes de la mujer que yo había amado hasta la locura, la mujer que nunca supo que yo existía.  Lo que para mí había sido un amor estéril, había traído suculentos frutos para Adán Dobles.  La sorpresa me tenía atónito, los recuerdos me torturaban nuevamente, las injusticias de la vida ejercían sobre mi lacerada humanidad el peso de mil toneladas. Y como un condenado a muerte me encontraba obligado a revivir mis dolores, obligado a presenciar un desfile de mis frustraciones, una colección de mis limitaciones.  La angustiosa situación me tenía lelo, estupefacto, tanto que no se me hizo extraño el que en dos ocasiones vinieran a la oficina del señor Dobles y me hablaran con una familiaridad sobre asuntos de los que yo no tenía la menor idea, ¡cómo si yo trabajara allí!  Pero en aquel momento mi dolor vencía cualquier capacidad analítica.

Miraba como desde el fin de un túnel.  Estaba en un trance total.  Por la adrenalina.  Por el cansancio.  Más los nervios.  Porque la situación me había recordado mis fracasos con más franqueza que yo me los recordaba.  Porque así como duele saber que uno ha fracasado, duele aún más el que se lo digan.  Así me encontró el señor Dobles.  Adán Dobles.  Con un esfuerzo infrahumano, por vencer lo que turbaba mi ser, salté de mi silla para darle la mano y escuché su voz.  La voz del triunfo, en la que, sin embargo, percibí un timbre extraño, nasal.  Al mirar su apariencia, la apariencia del triunfo, vi que Adán Doble vestía el mismo conjunto — chaqueta blazer azul marino, pantalón gris, corbata roja — que había pensado ponerme aquella mañana, pero que había descartado por el traje gris.  Pero su voz me seguía molestando.  Por otro lado, encontraba en su cara una extraña familiaridad.  Teníamos que haber estado en el mismo sitio alguna vez, al menos habernos cruzado; porque aunque yo no recordara el nombre, esa cara, la había vista y yo nunca olvido una cara.  Sin embargo, él parecía no percatarse de ninguna semejanza, seguía hablando animadamente, preguntando, cuestionando.

A medida que yo iba respondiendo a sus múltiples preguntas, comencé a estudiar detalladamente esa cara. La cara del triunfo.  Me intrigaba el aire de familiaridad. Me dí cuenta que teníamos el mismo lunar, sólo que el de él estaba del otro lado; igualmente teníamos una arruga idéntica, los mismos rastros de un barrito, la misma cicatriz. Sólo que al otro lado, diametralmente opuesto. Igual con sus ojos, sus labios, su nariz.  Me di cuenta que él y yo éramos iguales pero invertidos, como la imagen que produce el reflejo de un espejo.  Tenía que estar alucinando, la vida me estaba jugando una mala pasada.

A menos que fuera mi gemelo — mi doppelganger.  Aquel gemelo cuya existencia siempre había desconocido, hermano de quien yo había sido separado desde el comienzo de mis días.  Adán Dobles, sin embargo no se daba cuenta de la semejanza, y si se daba cuenta de ella no le atribuía la menor importancia.  En vívido contraste con su calma, yo estaba a punto de levantarme, abrazarlo, besarlo: era mi gemelo, la imagen uno del otro, mi otro yo, mi otra mitad, aparte desde que nos habíamos separado del útero materno.  El se encontraba allí, frente a mis asombrados ojos, ambos en la ridícula posición de discutir cuestiones relativas a un empleo.  Un encuentro tan transcendental reducido por la enajenación del mundo moderno a una vulgar entrevista de trabajo. ¡Qué importaba mi carrera!, pensé, ¡cuán insignificantes eran las aspiraciones profesionales! había encontrado algo mayor, más profundo, la alquimia de la misma vida, la solución al eterno dilema de la existencia.  Culminaba allí la atávica búsqueda del uno por el otro, del ser por su contraparte, el otro, el semejante, aquel que lo acompaña a uno de la mano, paso a paso, por los avatares del destino, aquel el soporte, que surje de la intimidad con otro ser, como sólo es posible en los casos de gemelos. Rebasaba en satisfacción de haber encontrado la otra mitad de mi alma.  Mi complemento.  Castor y Pollux frente a frente.  Se renovaba la unidad primordial, que me permitiría superar toda la crisis de mi existencia — vencer mi soledad, reconciliarme ante el mundo y conmigo mismo.  Mi gemelo, que al ayudarme a descubrir la realidad del mundo, descubriría el mundo que se escondía dentro de mí.

Pero mi gemelo no sentía nada, seguía una animada discusión, como si nada estuviera pasando.  Al otro lado de la conversación, en medio de una emoción sin límites, mi ser convulsionado por la ternura fraterna que escasamente podía controlar, yo, seguía respondiendo. En algún momento, vi mi reflejo en la lámpara que había sobre el escritorio, y me tardé una fracción de segundo en darme cuenta que vestía la ropa del triunfo, la que llevaba Adán Dobles, la que no me había puesto ese día.  Me froto los ojos, siempre tratando de mantener la calma, pero en el reflejo no me veo frotar los ojos.  Seguía la conversación y yo no podía despegar los ojos de mi reflejo, hasta que ví a Adán Dobles mirar de perfil y me dí cuenta que estaba viendo a Adán Dobles reflejado en el espejo.  Entonces me dí cuenta que él era exactamente igual a mi. No era mi gemelo, era mi doble, no éramos el reflejo uno de otro, éramos un duplicado del mismo.  Comprendí por qué su voz me sonaba extraña: era mi mismo timbre, sin la resonancia de mi garganta, como cuando me he escuchado grabado en una cinta magnetofónica.  Por eso me habían dejado entrar hasta su oficina, incluso por eso me parecía que su imagen era el revés de la mía ya que yo estoy acostumbrado a mirarme en el espejo y no en una inversión.

Inicialmente pensé que se trataba de una gran coincidencia, una de las casualidades de las que poco se dan en la vida, de aquellas que registran los libros científicos.  Yo había observado que los prototipos humanos son en realidad pocos, y muchas veces las caras conocidas las había visto en otros sitios, respondiendo a otras vidas, diferentes géneros, razas, distintas ocupaciones.  Caras que había aprendido a conocer como la de una mujer rica, las encontraba formando parte del cuerpo de un hombre en la más humilde de las ocupaciones.  Igualmente había visto ciertas semejanzas entre los rostros de personas de mi época con los que aparecían en los cuadros de los clásicos: eran reproducciones de reproducciones.  Sólo que nunca había visto nadie idéntico a mí.

Siempre en medio de nuestra entrevista, mientras que mi doble mantenía una total compostura, y yo al borde del colapso mental, comprendí que así como mi gemelo hubiera sido mi complemento, la solución a mi crisis existencial, mi doble era mi némesis. Mi antítesis: el eterno sol de alegría y esperanza que alumbraba su vida, se convertía en la obscuridad total de las tinieblas, la eterna noche sin luna que pesaba sobre mi vida; para que él pudiera amar yo había sido despreciado; para que él venciera, yo había sido derrotado; para que el riera, yo había llorado; para que el fuera el primero yo tenía que ser el último.

Entonces me sentí robado.  Porque su éxito se debía simplemente a que había llegado antes que yo, ya fuera por una fracción de segundo.  Eramos imágenes idénticas,  nuestra esencia era totalmente opuesta.  Igual que Adán había sido imagen y semejanza del Creador, ambos diferían en que uno era divino, el otro humano. Adán Dobles era un triunfador, yo un perdedor: yo bajaba en exacta proporción a la que el subía.  El me estaba robando.  Me robaba mi voz.  Me robaba mi ropa.  Mi robaba mi apariencia.  Mi mujer.  Mis estudios.  Mi carrera.  Incluso mi oficina. Me estaba robando mi ser.  Porque ¿quién era el verdadero yo: la suma de mis aspiraciones, o la triste y amarga realidad de mis fracasos?  Si hay un ser idéntico a mí, que habla como yo, se viste como yo, que tiene exactamente las mismas aspiraciones educativas, profesionales, emocionales y que alcanza cada uno de sus objetivos, cada una de sus aspiraciones, mientras que yo fracaso en cada una de ellas, es porque ese ser está viviendo en el espacio que me ha asignado la creación: es un impostor.  Porque, por lo menos tengo el mismo derecho que él a cosechar los triunfos, los logros y las aspiraciones.  Mis fracasos se deben a que él está ocupando mi realidad, mi existencia: por una cuestión de tiempo me está quitando mi espacio, y al hacerlo me cierra cada puertas que se le abre a él.  Y yo dejo de existir para la humanidad, pierdo mi ser, pierdo mi identidad, pierdo mi substancia, me reduzco a la sombra de otro.  A la sombra de Adán Dobles.

Entonces al conocer a mi doble, al encontrarme frente a frente con un ser idéntico a mí, uno que siempre se había anticipado a mis logros, descubrí que era capaz de odiar —  desear la destrucción de una persona.  De usar cualquier medio necesario para recuperar lo que él me había quitado.

Señalo aquí que al encontrar a mi doble también pude hacer otros descubrimientos.  La alegría que produce ser el primero. Alcanzar el éxito: social; profesional; emocional.  El dulce sabor que produce tener una mujer que amo y que me ama. El formar parte de una serie de juntas directivas, asociaciones y fraternidades exclusivas. El ocupar una de las mejores oficinas en mi trabajo, desde donde tengo toda una nueva actitud ante la vida.

Escribo estas líneas sin entrar en detalles de cómo engañé a Adán Dobles para capturarlo, y mantenerlo preso entre dos paredes en mi sótano.

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