Juan-Manuel-2Me da cierto nosequé, contar que hace más de cincuenta años, tal vez cincuenta y cuatro, fui por primera vez a Cartagena de Indias. Salimos del viejo aeropuerto de Techo en un DC3 que duraba dos horas y cincuenta minutos yendo. Se movía, mucho. Los oídos le dolían a uno, mucho.

Llegamos a Cartagena de Indias y nos instalamos en el Hotel Caribe en Bocagrande que estaba habitado por los cartageneros que habían abandonado el Centro y Manga. La playa buena era la de enfrente al Hotel Caribe y El Laguito era un laguito detrás del hotel. No había namá.

Muchos niños cartageneros iban a la piscina del Caribe, en donde todas las mañanas entrenaba “Tiburón González” campeón nacional de natación oriundo de Cartagena. Yo ya era nadador, había ganado mi primera medalla en la categoría especial que era para niños menores de 9 años y por supuesto me sentaba a las seis de la mañana al borde de la piscina a mirar nadar al tiburón soñando que algún día sería como él.

Nunca había oído hablar costeño y no le entendía nada a los meseros del hotel y ni hablar de los acomodadores y vendedores de la Playa. Desde la ventana de mi cuarto veía a muchos negritos (así les decíamos) corriendo y tirando puños al aire por la playa, seguramente ahí estaban Bernardo Caraballo, el kid Pambelé y el Rocky Valdés.  Por las tardes en el parque de enfrente al Club Cartagena los locales jugaban tapita, yo no entendía nada pero me entretenía tratando de entender aunque fuera lo que decían.  “Etche eso fue unestrai” decía el uno; “nombequevá” replicaba el que le tiraba a la tapita con un palo de escoba.

El hotel Caribe fue el primer hotel en que estuve en mi vida. Después vendrían el Tocarema en Girardot y el Del Prado en Barranquilla, los tres de una bella arquitectura llena de corredores al aire libre y de columnas. En el Caribe había un casino a donde mis padres iban todas las noches, muy elegantes.  Yo desayunaba con panqueques con miel todas las mañanas.

Conocimos el Castillo de San Felipe, el Cerro e la Popa, la empaná con huevo, la Casa de la Inquisición, ahora le dicen palacio; y un pocotón de iglesias. Nos hablaron de San Pedro Claver, de Blas de Leso, de Pablo Morillo y del fusilamiento de los Mártires. De la India Catalina, nada, seguramente por pudor.  Fuimos a almorzar al Club de Pesca, pasamos por el monumento de los Zapatos Viejos y nos explicaron quién era el tuerto López pues preguntamos ¿y estos costeños pa qué le hacen estatuas a unos zapatos tan feos?

Montamos en un coche viejo tirado por un caballo más viejo por el Centro al que los cachacos le decíamos la ciudad vieja. Más tarde aprendí el nombre de Corralito de Piedra y desde entonces así le digo.  El nombre de ciudad colonial me parece de un subido lagarto cachaco.

Fuimos a Boca Chica en donde unos pelaos negritos le pedían a los cachacos que tiraran moneditas el agua y ellos las buceaban, lo que a mí me impresionó mucho, no por la pobreza sino por la  proeza.

Durante el resto de mi infancia y adolescencia seguí yendo a Cartagena tres veces por año. Casi siempre pasábamos un día en Cartagena y nos embarcábamos para las Islas del Rosario, en donde llegué a pasar temporadas hasta de seis semanas. Las primeras veces nos íbamos en un barco que se llamaba la Santa Fé y salía del muelle de la Deliciosa, frente al mercado, en la Bahía de las Ánimas. Ese viaje tardaba tres horas.

Cartagena es la ciudad de mis primeras.  El primer hotel. El primer paseo en barco.  El primer embeleso por mujer alguna.  La primera vez, y la única, que me pegaron por una mujer y por metiche subido a grande.   Mi primera vista a un burdel, el Niño de Oro, había como mil putas y dos orquestas, qué susto. La lista es interminable.  Amo a Cartagena.

Durante años el plan decembrino era Cartagena. Recuerdo el caos de Crespo esperando la salida del vuelo adicional de Avianca, el último minuto del último domingo antes del inicio de clases en la universidad, viendo a ver como se metía uno en ese avión.

Hace veinte años, compramos un apartamento en el corralito, en la playa del tejadillo, en San Diego, al lado de la muralla.  Las Islas perdieron su encanto porque entre la pesca con dinamita, el exceso de botes, el sucio del canal del Dique y el calentamiento del agua, se murieron los corales y se fueron los peces.

El centro todavía tenía mucho encanto. Había más ruinas que mansiones. Uno podía caminar y entrar y mirar los patios.  No había grandes restaurantes pero si uno que otro comedero bueno bonito y barato. El desayuno ideal era la empanada con huevo y la kola Román en la plaza Fernández de Madrid, la de las tres esquinas que están en la etiqueta de la botella del ron del mismo nombre. La última vez que estuve en Cartagena en alta temporada fue en 2000 y juré que no volvería sino en baja temporada.

Ahora en el Centro solo hay mansiones cerradas con guardias mal encarados que no lo dejan a uno ni tratar de atisbar. Ahora hay yates ostentosos que están acabando con los pocos corales que quedaron en la zona de Barú y de las Islas del Rosario porque sus dueños y sus pilotos no  saben que uno no puede andar a toda marcha en zonas de poca profundidad. Pero  hay que mostrarse.

Sin embargo, he seguido yendo a Cartagena, cuatro o cinco veces al año. Camino por el centro, en donde todavía quedan las calles de Badillo, la primera y la segunda que huelen a guayaba madura; y por la calle Lagga y la de la Media Luna en Getsemaní. Ya no están los almacenes Magally Paris.

Voy a Manga, a comer fritos en Narco Bollo y a ver las casas señoriales que los cartageneros si te dejan ver.  Evito Bocagrande que se ha vuelto la meca del turismo traqueto. Salgo en lancha a bañarme en una playita medio secreta que se llama Mojaculos en la Isla de Barú.  No paso por la plaza de Santo Domingo ni por equivocación.  Dejo un buen trozo de los honorarios de un mes de trabajo intenso  en un par de idas a restaurantes costosos en donde por suerte la comida es de comer, aunque lo mejor sigue siendo el pescao frito de la Boquilla.

Rompí el juramento y me fui a Cartagena la semana santa que acaba de pasar. Llegamos el lunes con intenciones de quedarnos toda la semana y los turistas nos expulsaron el viernes santo.  Regresé a Bogotá con el rabo entre las patas.

Pero me rasgo las vestiduras cuando nos echan a los cachacos la culpa por el deterioro de Cartagena. Primero porque me parece que no se ha deteriorado. Se ha globalizado.  No es culpa de los cachacos, ni de los cartageneros.  Es el modelo.  Cartagena tiene vocación turística.  Y a Cartagena van todos los turismos.  Por su belleza, por su historia.

El turismo de hoy es con edificios/colmenas de apartamentos, con hoteles y restaurantes. Con lanchas llenas de turistas blancos, quemados como camarones, con chalecos anaranjados comiendo cocteles y seviches en playa blanca y caminando al atardecer con la chancla bahiana por la muralla y por las calles del corralito. Cartagena se ha especializado en los congresos y convenciones, a los que asisten ejecutivos con cuentas de gastos de representación a quienes por supuesto les importa un sieso que la comida sea mala y eso sí cara.  Como toda ciudad de turismo en cualquier país con niveles de inequidad como los nuestros, Cartagena también es un destino de turismo sexual.  Y para rematar se volvió destino de cruceros masivos. Uno de mis lugares favoritos eran las mazmorras.  Ya no se puede ir, parece un centro comercial de esos que llaman strip mall en los Estados Unidos.  La misma mochila, la misma hamaca, la misma esmeralda falsa, tienda tras tienda.

A los que tenemos la suerte de poder escoger cuando nos vamos a descansar, nos queda el enorme placer, el delicioso gusto, de ir a Cartagena cuando la mayoría de los mortales están trabajando para gastarse los ahorros en Cartagena en temporada.  Y en esos períodos Cartagena sigue siendo uno de los lugares en donde más feliz me siento.