Desde que tengo uso de razón, como alumno del Liceo Francés, el 14 de Julio, el día de la bastilla, ha sido una fecha significativa, llena de cosas buenas. Cuando estábamos en calendario A, el 14 de Julio coincidía con el regreso de las vacaciones cortas de mitad de año y había en el colegio ambiente de fiesta.
Asistí a un desfile del día de la Bastilla en los Campos Elíseos en París, fastuoso y dos veces más con alguna novia o levante del momento me paré en la Promenade des Anglais, en Niza a ver los juegos pirotécnicos sobre el mediterráneo.
Cuando, en septiembre de 1971 llegué al INSA, en donde pasaría tres años sufriendo los estudios del ciclo básico de ingeniería que eran el equivalente de una licenciatura de matemáticas, descubrí la poli-etnicidad de la sociedad francesa y el racismo que la acompañaba.
En la Universidad había muchos africanos, oriundos de las excolonias y protectorados, también franceses de raza negra oriundos de los departamentos de ultramar, Djibuti, Martinica y Guadalupe y magrebíes, de Tunez, Marruecos y Argelia. Muchos de ellos con pasaporte francés.
Yo no conocía el racismo pues la élite en la que crecí veía a los afrodescendientes de Cartagena y Santa Marta y el Valle del Cauca a donde uno iba de vacaciones como sirvientes de otro color. En mi casa quienes nos servían estaban bastante integrados a nuestras vidas. Fui a mi primer partido de fútbol fue con Próspero, el conductor de mi abuela, y a mi primera película con Sagrario, el ama como le decían a la nana en aquellos tiempos. Sagrario, alta pelirroja y extremadamente autoritaria más parecía alemana que oriunda de Jenezano Boyacá.
Los hijos del cuidandero de la casa de recreo de mis abuelos, en El Ocaso, llamados Safetí y Rasore (por una propaganda de gillette que anunciaba los Safety Razors) habían sido los compañeros de juegos de mi madre.
Copetón se llamaba el hijo de la casera de la hacienda de mi madre y mis tíos en Madrid y era nuestro compañero de juegos y de montadas a caballo. Hace un mes en el entierro de mi tía Elvira Pardo de Valenzuela, un señor muy bien puesto, se acercó a darle el pésame a mi prima y le dijo doña María Elvira, se acuerda de mí, yo soy Álvaro Garzón y le tenía un gran cariño a la señora Elvira. Mi prima lo miró sorprendida. Él le dijo entonces, Señora Mará Elvira soy Copetón y ella lo abrazó con inmensa ternura.
Así nos fuimos criando. Me enseñó a pescar Eribelto Conejo, Papito, en las Islas del Rosario uno de quince hermanos, lo siguieron sus hermanos Héctor y Julio con quienes desarrollamos, mis primos, mi hermano y yo grandes conocimientos de pesca submarina.
Cuando apenas le podía coger la mano a mi primera novia, no me atrevía a darle un beso, en unas vacaciones en la Islas del Rosario pude darle un beso y acariciarle un seno a Virginia, una belleza negra un poco mayor que yo a quien le divertía el jugueteo de niños adolescentes. Seis meses después la volví a buscar, pero ella había crecido y estaba cuadrada con uno de los Conejo, no recuerdo cuál. Pasé muchas noches fantaseando y deseándola.
Con esa educación más clasista que racista y habiendo perdido todo privilegio de clase al llegar a ser uno más en el INSA, me encontré con los racismos.
Con algunos de mis amigos habíamos descubierto el boogaloo, la salsa. Busqué entonces las músicas africanas y me acerqué a la comunidad negra de la universidad. Eran bastante radicales, admiradores de Angela Davies, de Jimmy Hendricks y de los Black Panthers. No se metían con los blancos. Podía visitarlos en sus cuartos y escuchar su música, nunca me invitaron a unas de sus fiestas.
Para integrarme al ambiente universitario me inscribí como “ayudante” en el bar de la residencia estudiantil. Un lugar pequeño en donde se servían cerveza, maní, gaseosas y jugo. Había dos máquinas de pinball y una máquina de café que era lo más pedido por estudiantes que bajaban a tomar café para ver si lograban pasar un par de horas más enfrentando el millón de problemas de matemáticas que teníamos que resolver para prepararnos para los exámenes. Allí los días de semana transcurrían con calma. Los viernes la cosa se ponía caliente, mucha cerveza y poco café.
Recuerdo, como si fuera ayer, el sábado cuando el jefe del bar un bretón muy simpático de nombre Patrice, me dijo, “fait gaffe voilá les árabes”. Lo miré extrañado. Hay que evitar las peleas, me contestó, son peligrosos.
Les árabes, no eran los estudiantes magrebíes de la universidad, eran magrebíes ellos también, pero vivían en los HLM (Habitat Loyer Minumum) unas cajas de bocadillos inspiradas en la arquitectura socialista de los sesentas que se constituyeron en la solución de la vivienda de interés social en la Francia de los años setenta. Iban a los bares de las universidades a buscar camorra, según mis amigos blancos.
Ya en segundo año por necesidad y por diversión, también, trabajé los viernes en la noche y los sábados desde el mediodía en un bistrot que se llamaba la Gauloise, en Villeurbanne, un suburbio de clase trabajadora en donde estaba ubicado el INSA. “La Gaul” era más que todo frecuentado por estudiantes de las facultades cuyos campus estaban a lado del INSA y que vivían en un conjunto de residencias estudiantiles llamado Jussieu.
En las tardes iban tomarse un café, algunos magrebíes. Jackie, el dueño no era amable con ellos, “on n’aime pas ces gens là, ils fouten leur merde partout” (no me gustan esos tipos, arman problemas en todas partes). Las tardes noches de La Gaul eran festivas y lo último que quería Jackie eran peleas entre borrachos racistas. Su esposa, mucho más analítica me explicó que los franceses borrachos les buscaban peleas a los magrebíes por la forma en que miraban a sus novias, por ejemplo.
Toda esta historia que yo casi no recordaba, me ha vuelto a la memoria mirando las horribles escenas de la matanza de Niza. No sé por qué, pero el asesino de Niza me recuerda mucho más el racismo y la marginalización que marcó la integración de la población del Magreb que emigró a Francia en los setentas y ochentas que los jihadistas del Bataclán o del aeropuerto de Buselas.
Hace años no he vivido en Francia, pero intuyo que ese pobre país está sumido en una crisis muy profunda que es el caldo de cultivo para el florecimiento de toda clase de acciones demenciales, individuales y organizadas por los grupos terroristas. Intuyo que Mohamed Lahouaiej-Bouhle es, como los asesinos de policías en Dallas y en Baton Rouge en los Estados Unidos, un desadaptado de una sociedad enferma. Me aterroriza pensar que alguien crea que esas problemáticas se puedan resolver únicamente con más seguridad y más policía.
Incredible drone footage of #NiceAttack memorial – thousands pack onto Promenade des Anglais for minute's silence. pic.twitter.com/KQt4C43jzm
— Jon Williams (@WilliamsJon) July 18, 2016