Reproducimos en su totalidad un editorial publicado octubre 14, 2017, en el New York Times en español. Un libro de historia reciente sobre Colombia bien podría acreditar al expresidente Álvaro Uribe, quien gobernó de 2002 a 2010, con montar las bases para los acuerdos de paz con los grupos guerrilleros al liderar la ofensiva que los llevó a la mesa de negociación. Aun así, es confuso que Uribe haya surgido como el mayor obstáculo para negociar el fin de un conflicto armado de 52 años.
No es demasiado tarde para Uribe, quien mantiene su popularidad entre los colombianos, para empezar a comportarse como un hombre de Estado y no como un aguafiestas. Las decisiones que tome en las próximas semanas bien pueden determinar si el acuerdo de paz que su sucesor, Juan Manuel Santos, trabajó con las Farc puede terminar de manera permanente con el derramamiento de sangre o si se perderá otra oportunidad. El fracaso del acuerdo sería una tragedia y, muy probablemente, arruinaría el legado de Uribe, en especial porque no ha ofrecido una alternativa viable.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia aceptaron en agosto deponer las armas y participar en el proceso político después de más de cuatro años de negociaciones con el gobierno de Santos.
Los votantes colombianos rechazaron, por un margen muy estrecho, este acuerdo en un plebiscito a inicios de octubre, muchos de ellos bajo la influencia de una campaña excesiva y engañosa dirigida por Uribe. Él y sus aliados acusaron a Santos de ofrecer un manto de amnistía a los marxistas criminales de guerra, de quienes advirtió que podían terminar apropiándose del poder en el país. También aseguró, sin prueba alguna, que el acuerdo afectaría al sector privado. El político que supervisó la campaña del No de Uribe, Juan Carlos Vélez, en una entrevista incluso admitió que claramente habían evitado explicar el contenido del acuerdo y que mejor se enfocaron “en el mensaje de indignación”.
Esta semana, Santos anunció que su gobierno empezaría muy pronto las pláticas de paz con el segundo grupo rebelde más grande del país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Ecuador.
Para encarrilar de nuevo los esfuerzos del acuerdo de paz con las Farc, y para que las negociaciones con el ELN sean exitosas, Uribe necesita ser constructivo. Después del plebiscito, Uribe hizo una serie de peticiones poco realistas sobre el acuerdo con las Farc, como deshacerse del sistema de justicia transicional y del tribunal especial al corazón del acuerdo. El tribunal ofrecería amnistía a los combatientes de mayor rango y castigaría con benevolencia a los guerrilleros que confesaran crímenes graves.
Si Uribe tiene una mejor idea, a partir de la que pueda trabajarse, debería de enviar una delegación a La Habana, donde actualmente están los líderes de las Farc, para buscar compromisos acerca de los asuntos de justicia y participación política.
Si todas las partes están dispuestas a negociar de buena fe, se puede lograr un acuerdo de paz final antes de que acabe este año. En los días recientes, miles de colombianos que apoyan el acuerdo de paz han salido a las calles para convocar a la clase política a que trabaje en conjunto para conseguir pronto una solución.
Si la lucha se extiende más allá de este año, es muy probable que la ayuda internacional para implementar el acuerdo empiece a esfumarse. Por ejemplo, las Naciones Unidas han comenzado a mandar equipos de observadores, quienes tendrán que monitorear que el acuerdo se cumpla y para recibir las armas de los rebeldes. No podemos esperar que esos equipos se queden indefinidamente hasta que haya un avance político.
Mientras que el gobierno de Santos y las Farc han dicho que están comprometidos con mantener el cese el fuego que ha durado casi un año, hay más posibilidades de que mientras más dure el impasse pueda haber más nuevos sucesos de violencia. El volver al combate —lo cual no puede descartarse— podría ser catastrófico. Si eso pasara, Uribe sería a quien tendríamos que culpar. The New York Times
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