Elección FranciaInforma Adam Nossiter para el New York Times — PARÍS — La contienda por la presidencia de Francia trascendió la política nacional. Se trató de la globalización contra la nacionalización y del futuro contra el pasado.

Emmanuel Macron, el centrista que nunca ha ocupado un cargo de elección popular, logró una rotunda victoria al beneficiarse de un legado histórico y cultural único. Aunque muchos electores querían un cambio,  se sentían consternados por el enojo populista que ha causado radicales cambios políticos en Reino Unido y Estados Unidos.

Macron derrotó a la candidata de ultraderecha Marine Le Pen, quien obtuvo un resultado por debajo del 40 por ciento, aunque antes de la elección sus asesores dijeron que un porcentaje menor a esa cantidad sería considerado como un fracaso.

La victoria del candidato desató la alegría de la clase política europea, porque Le Pen habría hundido a la Unión Europea en una  gran crisis. Pero al final, Macron ganó por una combinación de suerte, cierta habilidad política y el arraigado desdén que la mayoría de los franceses sienten por Le Pen y su partido, el Frente Nacional.

Sin ningún partido tradicional que lo respalde, el obstáculo más inmediato que Macron deberá sortear serán las elecciones legislativas del Parlamento francés en julio. Ha prometido presentar candidatos en los 577 distritos parlamentarios, pero no está claro si puede hacerlo. Tampoco queda claro cuántos socialistas respaldarán su programa. 

Durante el año pasado, muchos se preguntaban si la frustración pública generalizada contra la clase dirigente occidental se había transmutado en un movimiento populista universal. El referendo en Reino Unido para abandonar la Unión Europea en junio, seguido de la elección presidencial de Donald Trump en Estados Unidos, dieron la impresión de que era tendencia creciente. La candidatura de Le Pen, fiel partidaria de la ultraderecha europea, se constituyó en otra prueba del auge de esta tendencia política.

Sin embargo, el reto de la candidata era distinto porque la historia francesa es diferente. Durante los últimos seis años como presidenta del Frente Nacional se había concentrado en un solo objetivo: eliminar la asociación de su partido con los excolaboracionistas del régimen nazi, los extremistas de ultraderecha, los racistas que diseminan el odio hacia los inmigrantes y los antisemitas que lo fundaron hace 45 años.

Sabía que siempre sería una candidata minoritaria en tanto que recordara a los franceses la que quizá sea la mayor mancha de su historia, los cuatro años de gobierno de la ultraderecha durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre, Jean-Marie Le Pen, el fundador del partido siempre se negó a reconocer eso. Dentro y fuera del partido, se calificó a este proceso como un “exorcismo”: término que sugiere que los demonios siguen asociados con su partido y los franceses no los quieren de vuelta.

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