Carnaval Santiago de Cuba“Con una canción cubana en el corazón/A cuban song in my heart”, de Iván Acosta reúne más de medio siglo de música cubana — de la rumba al son, del chachachá a la salsa y el Latin Jazz en EUA. Consiste de las tapas de 290 álbumes “long play”, enmarcada cada una por un cuento escrito por el escritor cubano-neoyorkino, autor de ‘El Super’, diversas obras de teatro, varias películas y ensayos. Publicar este libro bilingüe, una joya histórica y musical de gran impacto visual y enorme valor sentimental, requiere de US$10,000, que los amigos de Iván Acosta buscan recaudar mediante contribuciones. Aquí, En un barrio llamado Los Hoyos. 

En un barrio llamado Los Hoyos, en la ciudad de Santiago de Cuba, apenas unos meses antes de que el mundo se estremeciera con la primera bomba atómica, mi abuela Mercedes se vio obligada a concentrar sus energías en algo mucho más inmediato: el nacimiento de su nieto Iván Mariano. Fue en sus manos que vine al mundo aquel 17 de noviembre de 1943. Los viejos mambises, vetera- nos del ejército que libró la Guerra de Independencia, solían decir que Santiago era el lugar de Cuba “donde tiembla la tierra y los hombres se quedan parados”. El mito perdura.

Desde que tuve uso de razón crecí oyendo el repiquetear de los tambores. Al doblar de mi casa, en el entronque de las calles San Antonio y Moncada, mismito enfrente de la vieja casona de Cacha, mi otra abuela, se reunía a ensayar La Carabalí, un tradicional grupo folclórico compuesto por hombres y mujeres, descendientes directos de esclavos africanos.

Yo tendría ocho años cuando Porfirio, el director de La Carabalí, me dejó tocar por primera vez un maracón, instrumento parecido al chekeré que a mí, en aquel entonces, me parecía algo gigantesco. En Los Hoyos se originó la conga más famosa de Cuba. La Conga de Los Hoyos atraía a miles de personas en época de carnaval, gente local y de toda Cuba que venía a Santiago a arrollar detrás de los cuarenta percusionistas de la Conga cuyo toque de tambores de origen africano se oía por varios kilómetros a la redonda.

Los artesanos del pueblo hacían aquellos tambores, con maderas del monte y cuero de chivo, y en cada cuadra también se confeccionaban los espectacu- lares trajes que vestían los miembros de la comparsa. Al frente de la comparsa y montado en un hermoso caballo blanco, iba un hombre de piel muy oscura, con una inmensa corona rudimentaria sobre la cabeza. De sus hombros se desple- gaba una esplendorosa capa de seda con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba. Yo recuerdo todo aquello como si hubiera sido ayer. Aquella larguísima capa llegaba hasta las patas traseras del animal, y estaba magistralmente bordada de lentejuelas y bombillitos de colores. Con orgullo, el jinete guiaba la conga mientras soplaba su brillante y ruidosa cornetica china. Detrás de él, una marea de gente, hombres y mujeres, de todas las edades, razas, clases e ideas políticas, le daba la vuelta a Santiago arrollando, chancleteando y cantando, como poseída por el contagioso ritmo de aquella música, o por los efectos del ron, del mofuco y del pru oriental.

Usted también puede contribuir en la publicación de “Una canción cubana en el corazón”.

LOS HOYOS 1

It happened in Los Hoyos, a hot and colorful neighborhood in Santiago de Cuba, just a few months before the explosion of the first atomic bomb shook up the world. My grandmother Mercedes was forced to direct her energies to a much more immediate problem: the birth of her grandson Ivan Mariano. I came into the world cradled in her arms on November 17th of that ominous year of 1943. The old vete- rans -the mambises- of the Independence War used to brag about Santiago’s overall urban virility. “In this town the earth may tremble, but our men stand proud and tall.” The myth lingers on.

I grew up listening to the sounds of the drums. Around the corner from my house, at the intersection of San Antonio and Moncada, right across the street from my grandmother Cacha’s house, the Carabalí Ensemble met every day for rehearsals. The Carabalí was a traditional folkloric group made up of men and women who were direct descendants of African slaves.

I must have been eight years old the first time Porfirio, the Carabalí’s director, let me shake a maracón, an instrument similar to a chékere that to me resembled a gigantic ball. It was in Los Hoyos that Cuba’s most renowned carnival conga originated: the Los Hoyos Conga. Thousands of people came to Santiago every carnival season, from Oriente province and from the entire island, just to join the parade of thousands of aficionados who danced behind the forty-plus percussionists that made up the Carabalí. You could hear the beat of those drums from blocks and blocks away.

Local artisans crafted the Conga’s drums with fine woods and carefully treated goat hide. The extravagant costumes worn by the group’s dancers and musicians were also made by local seamstresses who specialized in this kind of garment. A Black

man always led the conga line on horseback. The horse had to be a beauty, a white beauty. The horseman wore a rudimentary crown and from his shoulders hung a splendorous silk cape with the embroidered image of Our Lady of Charity, Cuba’s Patron Saint. I remember the details as vividly as if it were yesterday. The silk cape was so long it covered the hind legs of the animal. It was exquisitely embroidered

in sequin and miniature color lights. With the pompousness and pride of a king, the horseman guided the conga up and down the streets while blowing shrilling sounds out of la cornetica china, the Chinese bugle. What followed close behind him was a veritable tidal wave of men and women of all ages, races, social classes and politi- cal beliefs who danced all around Santiago de Cuba shuffling their feet and singing as if possessed by the frenzied rhythm of the drums, or by the effect of the rum, the mofuco (wild rum) and the pru oriental (a root beer) typically consumed during the festivities.