Escribe Jason Farago para el New York Times — Sube las escaleras que llevan a la puerta principal del Museo Metropolitano de Arte; abre tu bolso para que lo revisen; paga la aportación voluntaria –ya sean 25 centavos o 25 dólares– por un boleto, y avanza en línea recta. Te encontrarás en la sombría sala de esculturas medievales, con su gigantesca reja (trascoro) de hierro, pero algo inusual, algo brillante, se asoma más allá. La entrada a la Colección Lehman, generalmente vacía, en la parte trasera del museo, está llena de apóstoles estupefactos, envueltos en sedas de colores lila y rosa; hay profetas con barbas blancas largas iluminados al fondo por un sol deslumbrante. En el centro de todas estas obras, invitando a los grupos de visitantes a que se reúnan ahí, se encuentra el hijo de Dios, vestido de blanco y con bigote; su cuerpo es mitad carne y mitad luz.
Lo que se ve a través de la puerta es la parte superior de un retablo espectacular de nueve metros, creado por Cristóbal de Villalpando, el pintor más importante del siglo XVII en México, o la Nueva España, como se le llamaba durante el virreinato. El retablo, que fue terminado en 1683, nunca antes se había alejado de su hogar en la catedral colonial de Puebla, México. A partir de ahora y hasta octubre, esta obra maestra del barroco mexicano —un estilo más ligero y menos rígido que su contraparte europea, en el que se usan colores brillantes y ornamentación libre— es la única pieza que se encuentra en el patio del Ala Lehman, y su intensa mezcla de santos y mortales debería estimular todo tipo de veneración. Desde 2001, cuando el interior del Guggenheim se pintó de negro para compensar una obra maestra del barroco brasileño, no se había mostrado un retablo latinoamericano de tal magnitud e importancia en Nueva York.
La exhibición Cristóbal de Villalpando: Mexican Painter of the Baroqueincluye diez obras más pequeñas del artista, que se encuentran en el piso de arriba, todavía en el Ala Lehman. Pero la mejor opción al llegar al museo, es bajar primero al sótano para ver el retablo de cerca. La transfiguración de Jesucristo que viste de lejos ocupa solo una fracción de la pintura, mientras que abajo está una visión del Antiguo Testamento de índole más oscura. Representa un pasaje del Libro de los Números, en el que los israelitas están siendo masacrados por serpientes por dudar de la palabra de Dios.
Las mujeres sollozan u observan horrorizadas; una serpiente envuelve un cuerpo musculoso en el suelo. Moisés, de cuya cabeza irradian rayos de luz que parecen cuernos, hace una señal para que los israelitas vean la escultura de latón de una serpiente, que está enrollada a lo largo de un poste parecido a una cruz en la parte central inferior, justo debajo de Jesucristo, que está en la mitad superior. La escultura, impuesta por Dios, los sanará.
En los primeros minutos durante los cuales observas el retablo de Villalpando, probablemente todavía seguirás tratando de dilucidar quiénes son los personajes, cuyas expresivas poses y túnicas se adentran de lleno en el dramatismo barroco, e intentarás averiguar cómo se relacionan las dos partes de la obra.
Y es que es un extraño mundo doble el que presenta Villalpando: no está dividido perfectamente, sino que se derrama a lo largo del eje que lo divide, desde el Antiguo hasta el Nuevo Testamento y de regreso. Moisés aparece entre los israelitas aterrados y de nuevo en las nubes de la vibrante mitad superior, al lado de Jesucristo en su capullo de luz.
El paisaje, pronunciadamente inclinado como un escenario teatral, es en su mayor parte contiguo de abajo hacia arriba. El desierto por el que vagan los judíos se extiende hacia arriba para convertirse en el Calvario, donde la cruz se encuentra bajo las sombras y adornada con una corona de espinas, un látigo, una lanza y otros objetos de la Pasión.
Pero ¿qué están haciendo estas dos escenas, sin relación bíblica, reunidas en un solo retablo? La respuesta literal está en un ángel de rostro insolente que sostiene un pánel, en el que se explica en latín: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, el Hijo del Hombre debe ser levantado”. En otras palabras, la serpiente de bronce es una prefiguración de la crucifixión de Cristo y la salvación del mundo.
Sin embargo, en contradicción con la famosa prohibición en el Segundo Mandamiento de adorar ídolos, en esta pintura Dios exige explícitamente la creación de una obra de arte. A pesar de no ser un ídolo, la serpiente de bronce salva vidas. La escultura es una representación de Cristo pero también una obra de arte por sí misma, y por lo tanto puedes ver el retablo como una reivindicación de la pintura de Villalpando, con el objetivo de inspirar reverencia y revelar la labor divina.
Hay poca información biográfica acerca de Villalpando, cuyas obras más importantes se ubican en iglesias y rara vez viajan. Nacido en Ciudad de México, tenía un poco más de treinta años de edad cuando terminó el retablo de Puebla. Habría aprendido los rudimentos de la pintura figurativa barroca de artistas de mayor edad en Ciudad de México, así como de copias de pinturas flamencas, sobre todo las de Peter Paul Rubens. Después de todo, Rubens, al igual que Villalpando, era súbdito de la España de los Habsburgo —la Bélgica de hoy en día estuvo bajo el dominio español hasta el inicio del siglo XVIII— y Ciudad de México, durante la época colonial, era parte de un flujo transatlántico de imágenes e ideas que enlazaban al imperio español.
Las diez pinturas religiosas del piso de arriba atestiguan el complejo intercambio de influencias mexicanas y europeas en el arte de Villalpando. Todas excepto una son préstamos de colecciones mexicanas y, aunque es un placer descubrirlas, no todas tienen la misma sofisticación. En “Agonía en el jardín”, una pintura temprana de aire italiano de la década de 1670, titubea al pintar paños y le cuesta trabajar con la escala; además, una pequeña pintura de Adán y Eva en el Edén sería difícil de distinguir de las que crearon miles de aprendices flamencos. Pero en pinturas como “El dulce nombre de María”, una composición gloriosa y asimétrica que data de alrededor del año 1695 en la que la virgen contempla su propio nombre escrito en las nubes, Villalpando infundió el drama del barroco europeo con la luz brillante del Nuevo Mundo.
En la esquina inferior derecha del retablo, en un destello dorado que se contrapone a la oscuridad, hay una firma importante: “Villalpando inventor”. Ese epíteto orgulloso y merecido testifica que un artista en Nueva España no tenía motivos para considerarse un simple imitador europeo. Fue un inventor por mérito propio y su mirada se extiende hasta el paraíso.