photoHoy viernes 13, cuando en la mañana pedí cita con el veterinario sabía por haber pasado por estas, que con esa llamada telefónica estaba básicamente cerrando el ciclo de la vida de Katrina, la pastor alemán que había estado con nosotros por un poco más de 10 años.

Ya las caderas no le daban.

Sacarla a caminar era un calvario: Más de una vez tuvimos que regresar. No hace mucho fue necesario traer el auto para recogerla.

Cuando había exceso de calor, se agitaba mucho su respiración.

Ya sus profundos ojos negros lucían opacos por el cansancio y el dolor.  Y en muchos casos la apatía.

La medicina contra la artritis — mal que afecta a muchos perros grandes y a casi todos los pastores alemanes por la posición a que los criadores han forzado el desarrollo de las caderas — le enfermaba el estómago.

Hace dos noches había amanecido con media boca paralizada y una pelota debajo del cuello.

Su voraz apetito, que mantuvo hasta hace dos días, había desaparecido.

Mi esposa y yo la llevamos al médico, quien nos dijo que quizás ya era la hora de la despedida final: nosotros ya lo sabíamos.

Aún así, escuchar las palabras “ponerla a dormir” desgarró el corazón.

Firmamos papeles.

Y luego la eutanasia.

Inicialmente, no encontraron la vena para inyectarle una sobredosis de un narcótico.

Hubo que esperar un rato.

Le pusieron un cateter y, Katrina echada en el suelo, la doctora preguntó si estábamos listos.

Le puse las manos en la cabeza.

Ví cómo un líquido color rosa fue pasando de la jeringa al cateter y luego, en cuestión de segundos, Katrina que estaba sentada se desplomó para caer en la misma pose en que dormía: sobre su estómago con la cabeza entre las patas delanteras.

Las lágrimas no me dejaron ver cuando la médico dijo, “Ya se fue”.

Así dorminos hoy para siempre a nuestra compañera — la compañera de mis hijos que todavía no lo saben porque están en la escuela.

Despedimos a la perrita que trajimos hace una década a una niña de cinco años y un niño de tres.

Katrina, quien corría con ellos de un lado al otro de la casa; les mordía juguetonamente los tobillos; destruyó muebles; se comío su propia cama; jugaba a que le tiráramos una piedra que con su prodigioso olfato siempre reconocía entre todas las otras; que se paraba frente a la piscina tragando agua pero sin atreverse a entrar; toleraba a los perros pequeños con una paciencia maternal; a veces me ponía la cabeza en las rodillas obligándome a frotarle la oreja y ella emitía un suspiro de satisfacción. Nos quería y sabía que la queríamos.

Katrina, con su ladrido ronco, su rostro negro y un enorme tamaño que infundían terror.

Pero era totalmente dulce, amable, fiel, cariñosa, noble, que llenó nuestra casa de risas, alegría y recuerdos que llevaremos nosotros (y los chicos) hasta que no podamos recordar a nada ni a nadie más.

Hoy durmió para siempre Katrina, la perrita de la casa.