El TrompoPor CFT. Con cariñosos recuerdos a mi amiga AF-L. Porque los humanos hemos olvidado que en realidad no somos sino un estirpe más de simios, por poderosos que aparenten ser nuestros cerebros, y porque simios humanoides hemos caído víctimas de la arrogancia, impulsada por la codicia, adobada con la ignorancia, las cuales nos ablandan a la vez que nos embriagan con el elíxir de nuestros ficticios logros y falsas proezas, los dioses que desde cierto monte controlan cada aspecto de nuestros destinos decidieron un día enviar una serie de plagas. 

La primera de estas plagas fue como el fuego. Inmisericorde. Voraz. Arrasadora. Devastadora. Naranja.

Elección de TrompoPero vino esta plaga en forma humana. La elección de 2016 produjo como ganador un falso profeta, charlatán, estafador, timabobos, engañador, hablamierda, un culebrero disfrazado con un peluquín ordinario, ocultando a medias una calvicie irremediable. El cutis pintorrajeado de un tinte naranja, un maquillaje del cual rebota la luz, que con el calor goteaba. Burdo. Ordinario. Antiestético.

Era el Demóstenes de un mundo bizarro. Su lenguaje brillaba por la falta de originalidad, el escaso vocabulario, la construcción primitiva, la repetición de la repetidora. Su falta de educación saltaba a leguas.

Más grave aún, eran la ausencia y el respeto por la verdad: Mentía con descaro.

Además de sus deplorables modales, resaltaba su falta de urbanidad, la más básica cortesía, amabilidad, educación.

Apestaba a anti-inteligencia. 

Poseía un bocón gigantesco, de donde brotaban a borbotones insultos y calumnias, de todos los tamaños, colores, sabores. Exageraciones. El yoísmo total: Un narcisismo repleto de promesas vagas. Lo que en otros cerraría puertas, eregiría barreras, elevaría obstáculos insuperables, saliendo de boca de este monstruo, en un segmento de la población encontró el denominador común del racismo. El machismo. La falta de empatía. La total ausencia de compasión. Incapacidad de ofrecer el calor humano más elemental. 

No conocía, debido a la manera en que fue educado, las convenciones humanas básicas. Era aquél que eructa mientras otros comen, se roba la limosna de la iglesia, hace chistes crueles en un funeral.

El TrompoRespondía este falso profeta al nombre de El Trompo; llegó a ocupar el cargo más alto en el país más poderoso del mundo, impulsado por venganza divina y como portavoz de un mensaje racista articulado día y noche a un segmento de la población donde se formaba el amalgama de la insolidaridad, el odio, la anti intelectualidad, la ignorancia, su predisposición a aceptar falsos dogmas e interpretaciones, paranoias y teorías de conspiraciones, igual que una visión sui generis de las Escrituras, tanto las religiosas, como las políticas. 

El Trompo trajo consigo el caos. La ineptitud. La incapacidad. La mentira. Y este caos, esta ineptitud, esta mentira las fue consumiendo un sector minoritario de la población que tenía las riendas del poder. 

Prometió el Trompo rodearse de las mejores mentes, pero desde los primeros días cayó sobre el país el Apocalipsis del nepotismo, el amiguismo, el favoritismo — lo cual pronto resultó en escándalos. Renuncias. Expulsiones. Riñas intestinas. Persecuciones. Investigaciones.

Nada parecía amedrentar a la gente del Trompo, y casi de inmediato comenzaron a robar, estafar, abusar, nombrar familiares, cambiar cosas, cuestionar el orden ya aceptado:  Actuaban como si ellos fueran los dueños de todo, “Esto, esto, esto, esto y aquello para mí”.

Dejaban en todo lo que tocaban un fétido y azufriento olor: La podredumbre de la maldad.

Este tipo de penitencia hubiera sido suficiente en previas épocas, pero los dioses consideraban que los pecados de los humanos eran excesivos, y por esta simple razón enviar al Trompo no era una medida lo suficientemente punitiva.

“No han aprendido ni van a aprender. Merecen mucho peor que el Trompo: esto no es ni un jalón de orejas”, lamentó uno de los dioses.

“Hay que darles duro. Más duro. Castigarlos para que agarren escarmiento”, subrayó otra.  

CoronaVirusFue entonces que, desde un rincón del monte sagrado, se escuchó una voz, inicialmente titubeante, tímida, ratoncillesca, como si hubiera ponderado por siglos esta medida pero pronto  fueron cobrando fuerza las palabras, hasta decir casi a gritos “¡Coronémoslos pues”!

Afuera, alrededor del monte, se desataba una tormenta con rayos y centellas. Truenos. Vientos huracanados. Aludes. Se caían los árboles, pero nadie, nadie escuchaba el estruendo.

“¿Será para tanto?”, dijo una. 

“¡No! Eso es ya excesivo, cruel y demasiado”, advirtió otro. 

Y así durante algunos meses debatieron los dioses cómo castigar aún más a los humanos. Y cuando se asentaron las cosas, habían ganado aquellos promotores del castigo más extremo. 

Por el tiempo en que se llevó a cabo esta discusión, se puso patas arriba el clima del planeta. Nevó en el verano. E hizo sol en el invierno. Cayeron lluvias torrenciales. Se padeció un calor infernal. Días de oscuridad. Inundaciones.

Mientras la gran mayoría de la humanidad sufría los enormes flagelos causados por guerras, hambrunas y sequías, que a su vez impulsaban migraciones no vistas en siglos, juntándose extraños, matando los instintos básicos de la solidaridad, dividiendo aún más a lo humanos, los más favorecidos entre la estirpe de simios ni siquiera se inmutaban: Estaban ensimismados — podría decirse que ni siquiera llegaron a darse cuenta.

Quienes seguían al Trompo estaban sumidos en una orgía de amor y adulación, excusas y aceptación, escuchándolo a diario tanto a él como a sus apóstoles a través de una amplia red de canales. Unos cuantos se enriquecían vendiéndoles ideas y chucherías a los millones de adeptos hipnotizados e idiotizados.

Las cagadas de TrumpEl Trompo, enloquecido, desde la comodidad de su trono enviaba mensajes de odio día y noche, noche y día, insultando a los insultados, cayéndole a los caídos, burlándose con maldad extrema de los más débiles. Mientras más sufrimiento, división, debilidad, temor hubiera, mayor gloria para el Trompo

Otros, que toleraban al Trompo, sin mayor preocupación, participaban en sus propias orgías. De consumo. Comprando más viajes y más exóticos. Más ropa y más elegante. Más autos. Más apartamentos. Decorándolos mejor. Matriculando a sus hijos en mejores instituciones. Comparándose, siempre para superar, con fulano y con sutana. Reproduciendo sus viajes, y sus autos, y sus joyas, y su ropa, y sus cenas, apartamentos, graduaciones, las que hacían disponibles a través de fotos y mensajes a sus amistades — compartir para presumir, ostentar para producir envidia entre la gente más cercana a ellos. “Los amo y las amo. Y mucho más cuando la envidia los pone verdes. ¡Qué sufran por mí!”

Otros más complotaban sobre cómo deshacerse del Trompo, buscando un regreso a los buenos tiempos, para nuevamente imponer su versión del mundo —  un mundo exclusivo para los pudientes — educados en selectas academias. Un mundo disponible únicamente para la gente de buen gusto: Seres artificiales que lograban disimular, con un lenguaje refinado y falsa compasión, su desprecio por sus semejantes. Su profunda convicción de que ellos eran superiores.

Las gustaba llamarse “de centro”.

Ellos querían un mundo controlado exclusivamente por simios como ellos, donde pudieran recibir servicio y atenciones de quienes eran diferentes: Perseguían, en realidad, un mosaico racial, étnico y social que les obedeciera. Les elogiaran constantemente su compasión, su caridad, su amor al prójimo, su infinita bondad, su pulcritud moral.

Pero siempre respetando distancia, clases sociales, castas, nacionalidades, sitios de residencia. 

Los dioses entendían perfectamente que en realidad estos chimpancés — la gente linda, gente educada, la gente divinamente — no era sino la cara agradable de muchos que habían hecho posible el ascenso del Trompo. Una de las 30 monedas de plata del señor doctor Iscariote. 

Porque si bien siempre hubo diferencias de forma, en cuanto a sustancia eran bastante similares. Ambos grupos creían tener derecho divino a imponer su visión por todo el planeta. Correspondía a ellos decidir qué, quién, cuándo, cómo y dónde se debía vivir.

Ambos subscribían a la idea de que está perfectamente bien que pocos tengan mucho, algunos tengan poco, y muchos no tengan nada. Hasta en el cielo hay jerarquías. 

De hecho, en un pasado ni tan remoto habían sido grandes amigotes. Los unos con los otros. Las otras con las unas. Todos iguales, siempre riendo, sonriendo, compartiendo, disfrutando las mejores escuelas, sus viajes y funciones, sus premios y vacaciones, la ropa fina y platos exquisitos, los autos caros, clubes y restaurantes exclusivos.

Turnándose incluso el mando del planeta. 

Fue entonces y por esta razón que los dioses enviaron a los humanos una Corona de Virus, que comenzaría en breves meses a causar estragos en las ciudades y las naciones, contagiando a millones, enfermando a cientos de miles, matando a decenas de miles; descalabrando los sistemas de salud y económicos, alterando totalmente el orden existente.

Comenzó en remotas áreas y se fue esparciendo, como se esparce el fuego en un campo seco.

No obstante los cadáveres a diestra y siniestra, el Trompo y sus secuaces inicialmente aseguraron a un público todavía embrutecido que no era nada .

Todo pasará, repetían. 

“Estamos blindados”, afirmaban. 

“Tal como vino, se irá”, dijo otro.

Nadie moriría — bueno quizás unos cuantos, pero de algo tiene que morir la gente.

Y cuando comenzaron a amontonarse los cadáveres al punto que el Trompo no pudo esconderlo más, la única opción viable fue encerrar a todos los simios, decretando una cuarentena obligada, implementada demasiado tarde, la cual produjo un frenón en seco, paralizando ciudades, fábricas y carreteras, empresas, negocios, escuelas, iglesias, juntas directivas — desde lo más básico hasta los avances tecnológicos de mañana. 

Excepto las cárceles.

Fue una medida de auto preservación de la estirpe de simios.

Después de todo, si todos mueren, no habrá nadie para producir las casas ni los autos, organizar los viajes, crear las joyas, fabricar los teléfonos y computadores. Igualmente, tampoco habrá nadie para comprar con préstamos al agio estas casas, estos autos, viajes, joyas, teléfonos y computadores.

El Trompo inicialmente prometió ayuda. Pero rápidamente y con la voracidad de pirañas se la apropiaron sus secuaces, cuyas conexiones les garantizaron primer acceso a la repartición de migajas. Se llevaron la parte del león.

Luego el Trompo, apoyado por un coro de noticieros, farsantes, charlatanes, culebreros, hipócritas, fariseos y filisteos comenzó a pregonar una cura maravillosa. La repetía de noche y de día. Hasta que, ausentes los resultados, al quedar claro que, lejos de producir el milagro prometido, la cura había causado más daño, no se volvió a hablar de ella. 

Silencio. Capri c’est fini. “On ne parlera plus jamais”.  

Propuso entonces el Trompo inyecciones de desinfectante. Unos se rieron. Otros siguieron el consejo. Intoxicaciones. 

Luego cambiaron de tema. “On ne parlera plus jamais”.

Nadie habló más del asunto. 

Entonces, sin reconocer error alguno, y sin que nadie le cuestionara, el Trompo comenzó a achacar culpa a diestra y siniestra. Que gobernantes anteriores habían metido las patas. Que los chinos lo habían causado todo. Que nunca se le dijo la gravedad del asunto. Que le habían mentido. Que eran mentiras. Que la prensa. Que sus enemigos deseaban que todo fracasara. También cuestionó a sus propios expertos.

Siempre otros. Nunca él. Y sus apóstoles lo repetían. Sus seguidores aceptaban. Y a casi nadie parecían importarle cambios y contradicciones.  

Lo decía en vivo y en directo.

Con frecuencia se contradecía a sí mismo durante la misma alocución televisada– sin que sus hipnotizados adherentes vieran problema alguno con ello. Cerradas sus mentes, abiertas sus bocas en una especie de embobamiento colectivo, sentían una necesidad casi física por recibir una santa dosis de mentira, aceptaban cualquier cosa que saliera de la trompa del Trompo.

Así fueron pasando las horas, que pronto sumaron días, semanas, meses. 

El Trompo siguió haciendo promesas vanas, afirmaciones confusas, lanzando acusaciones insustentables, mintiendo, insultando desde tempranas horas de la mañana y hasta tarde en la noche a sus enemigos fueran reales o imaginarios. 

Sus insultos siguieron el mismo patrón de siempre: nada original. “Estos tales por cuales (con un apodo denigrante casi siempre derivado del aspecto físico) mienten. Yo he salvado al país. Es gracias a mí que el país está bien. Mis enemigos exageran para hacerme daño. Solo han muerto unas cuantas decenas de personas. Alguien tiene que morir”.

No pasó un instante en que no se auto elogiara. Ni elogiara su labor. Ni su inteligencia. Su abnegada visión, su previsión, su compomiso. Su capacidad de mando. Su brillantez. Su liderazgo.

Cuando el número de muertos superó el saldo humano de varias guerras, el Trompo dijo orgulloso, “Gracias a mí no ha sido peor”.

Jamás el Trompo ni sus allegados mostraron preocupación alguna por el dolor causado por las muertes, el sufrimiento físico, las angustias, la soledad. La inevitabilidad de la muerte, con frecuencia en medio del abandono total en la inmensidad de anónimas noches de terror y frío en el alma. ¿Empatía. Esa vaina qué es?

Mientras tanto, el resto de la humanidad (en realidad micos, todos), desde sus casas y mediante los avances tecnológicos del mundo moderno, soportaba de la mejor forma posible el encierro. 

Para los y las más pobres fue excesivamente injusto e insoportable.

Si la caridad pública no les daba, muchos no tenían qué comer. La gran mayoría estaban hacinados en espacios pequeños, donde coexistían niños y viejos — ambos de pañales pero sin los recursos para obtenerlos — con escolares que carecían de las herramientas para seguir sus estudios y que en muchos casos no comprendían las razones de la nueva realidad. (O si las comprendían tenían demasiada energía y pocas distracciones para quedarse callados). Les hacía falta lo más elemental y común con que pasan las horas los niños de familias más acomodadas.

Y los padres.

Los pobres padres. Con la angustia de no saber qué deparaba el futuro, lo único garantizando era más lágrimas, más dolor, mayores temores e inquietudes, frustraciones más intensas, el peso de no saber a dónde va a parar esta tragedia.

Para las personas de medianos recursos, el encierro se tradujo en largas horas, muy poco productivas, en las que intentaron trabajar, enseñar, aprender, comprender, comunicarse, adaptarse, velar por otros y otras familiares — en demasiados casos usando sistemas anticuados que no daban abasto. 

Cada día de aislamiento, se fue convirtiendo en otro día de desventaja y desperdicio.

Sin el opio de los deportes en vivo, y con tiempo de sobra en sus manos, muchos regresaron a las funciones básicas de la especie.

Coger. 

Comer. 

Cagar. 

Los primeros días, las parejas que tenían el tiempo y el espacio se entregaron al amor. Junticos. Abrazaditos. Dormían como cucharas. Enchufaditos. Sintiendo sus corazones latir. Respirando el mismo aire, libre de coronavirus, y cargado de amor, lujuria y pasión. De las más sabrosas.

Desde lejos se escuchaba el tamboreo, el rítmico martillar, el chofereo, el puja-puja con frenesí, el vaibén y el resoplido, el murmullo y el arrullo de cuerpos que se mecían, se descubrían de nuevo.

O por primera vez en serio.

Sudaban.

Reían.

Gozaban

Coqueteaban. Iban, Venían.

Volvían a coquetear. A ir. A venir.

Amaban.

Ternura. Lujuria. Sin control. Brillo en los ojos, en los cuerpos. Lubricados. Embriagados. Arrechos. Satisfechos. Pero muy brevemente.

Un polvo y otro más: Los que he tenido guardados, amor mío, desde mi juventud.

Sabrosito.

Rico. Sí.

Otra vez.

“Por ahí también…

“Huecos y agujeros: Pá qué os quiero. Si los tengo es para disfrutar”

¿¡Dónde aprendiste eso!??… Jajá, Jejé, Jijí mételo bien ahí”.

Además, del placer de la carne, iniciaron el encierro preparados para otro placer. De otra carne. Y del pollo. Y pato. Bugs bunny. Y del chorizo. La salchicha. El chicharrón. La butifarra. La oreja de puerco. El rabo. La morsilla. La pezuña. Pavo real. Langostino. Dorado. Pargo. Langosta. Camarón. Mejillones. Pulpo en salsa. Salsa verde. Con o sin ají.

Porque desde el momento que escucharon que habría cuarentena y que mucho estaría escaseando, se apertrecharon. (Es decir la minoría que podía hacerlo).
Los días

Con la voracidad de una plaga bíblica se apresuraron a comprarlo todo: Comida. Bebida. Papel higiénico. Mucho papel higiénico. 

Así fueron pasando los días.

Días en que los polvos fueron menos. Y las comilonas más grandes.

Afortunadamente habían comprado papel higiénico.

Mucho papel higiénico.

De todos los colores, tamaños, texturas,

Así, tal como tenía que suceder, comiendo cual barriles sin fondo, sin cortarse el cabello, ni afeitarse las barbas, ni depilarse donde suelen depilarse, ni cubrir con cosméticos manchas y arrugas, marcas y verrugas, como lo habían hecho durante años, los simios humanoides cayeron en el precipicio del olvido propio.

Pronto el deterioro de la apariencia física de los encerrados, o quizás por el hecho estar juntos con la misma persona tanto tiempo, quizás también por razones de espacio, o por el simple tedio, el deseo sexual fue menguando.

Al menos entre parejas.

Los unos optaron por pornografía. Los otros por el onanismo. Otros más sencillamente se olvidaron del placer carnal. 

En pocas semanas, la respuesta era. “Ya estoy cansado/a. Otro día será”. “¿Pero otra vez”? “Ay no es que ya no tengo ni ganas pa’ eso”. “Más luego, que lo que tengo es hambre”.

Hemos escuchado que algunos fingían dolores. “Tanto tiempo frente al computador me ha dado dolor de rodilla”. “Este dolorón de oído no me deja concentrar”. Otros encontraron temores, “Y si quedamos embarazados”. Y otros más, con el cinismo de quienes tienen poco que perder y ya no les importa dar una buena impresión, medio en chanza pero desde el fondo del alma, justificaban. “Uno viene al mundo con tantos polvos. Contaditos. Si los agoto ahora, ¿qué vamos a hacer cuando ésto se resuelva”?

Fue entonces que canalizaron toda la energía que exigen los polvos para dedicarse a comer. Y a concluír esa operación: Cagar — después de todo había papel higiénico de sobra. 

Así fue que pasaron el resto del tiempo muchos enclaustrados.

Pimientica. Sal. Un chile poblano.Comino. La pasta al dente. La carne bien roja, que sangre. Tomillo para el cerdo; romero para las papas. El vino, descorchado un hora antes de comer. Pan tostado. Aceite de oliva extra virgen. Parmesano. Pecorino. Pimentón. Aceitunas. Más pan. Anchoas. Una salsita. Otro chorizón. Cebollita verde. Mucho cilantro. Poco perejilito. Aguacatico. Tocino envuelto en tocino. 

Ajo. ¡No tanto, carajo!

Si sobra, repetimos.

¿Amor verdad que ya está haciendo hambre? ¿Cervecita de aperitivo?

Y qué cocinamos mañana. Me encanta el pato, aunque a veces es grasoso.

Y esto, a su vez, aceleró la descomposición de una sociedad descompuesta. ¿Urbanidad, qué mierdas es eso? ¿Carreño? ¡Carroña!

“Jajajá. Tuviste que ser tú: El que primero lo huele..”. 

“Todos se los tiran, solo que es mala educación comentar sobre ellos”. “No hables de pedos mientras comemos”. “Pica al entrar, pica al salir”. “Pero si eres asqueroso, más bien pásame la mantequilla”. 

Y siguieron comiendo, cagando, pedorreándose. Pero eso sí, manteniendo bien limpios esos culos.

La confianza (llevada al máximo) entre parejas llegó al punto que hablaban de sus evacuaciones constantemente. Espera, no te comas este chorizo, que tengo que ir a hacer lo que sabemos.

Number Two llegó a ser el tema número uno de conversaciones.

Pero a todo lo bueno le llega su final y un buen día — tal cual nos contó el mismo pajarito que le contaba cosas a un presidente — alguien pidió a su pareja que si le alcanzaba un rollo del papel verdecito. “Tengo antojo de limpiarme el rosquete con un color verde — como los dólares”.

Y fue ahí que se dieron cuenta que se había agotado todo el papel de culo. 

Así duraron otras semanas de cuarentena. Ni hablaban del problema de los culos embarrados, porque jamás lo irían a comentar con nadie.

Y como alfigía a todos en casa, era la nueva normalidad.

Un buen día, cuando intentaron prepararse unas viandas para consolarse, vieron vacías sus alacenas y neveras, sin nada ni en las despensas ni las estanterías.

Estaban limpios; y a la vez embarrados.

Se lo habían tragado todo.

Señalamos aquí que eso sucedió paulatinamente. En unas casas primero que otras. Pero como todos habían salido de compras básicamente al mismo tiempo todo pasó en un periodo determinado.

No había nada que comer. Ni (o solo) mierda.

Y así, peludos, barbudos, descuidados, sin depilarse donde suelen depilarse, sin cubrir con cosméticos manchas y arrugas, marcas y verrugas por un prolongado tiempo; con ropa demasiado estrecha, con rastrillón o manchada al posteriori, desde donde parecían reventar sus partes más grasientas, y además, gordos, fofos, con estrías, eczemas, redonditos, blanditos, rosaditos y rosagantes, oxidados y olvidados, cebados, apagados, fruncidos y etreñido, y con el torpe y tambaleante caminado que producen los músculos atrofiados por la falta de ejercicio, la ropa apretada, los pies inchados, las uñas encarnadas, los tobillos débiles, forúnculos a flor de ano, los huesos sobrecargados y la incomodidad de tener culos con costras de mierda de varias texturas, procedencias y datas (¡¡Carbono-14!!) , los simios humanoides cagados y cargados de hemorroides recibieron el fin de la cuarentena.  

El virus seguía.

Pero las órdenes del Trompo eran de volver a trabajar. Producir. Más casas y más autos, más barcos y bicicletas, más patinetas, sillas, cortinas. aplanadoras, viajes, pólizas de seguro, clavos, mesas, destornilladores, ventiladores, sartenes, y los simios tenían que salir y producirlos, venderlos, promoverlos, empacarlos, entregarlos, cambiarlos, pintarlos, repararlos, feriarlos, presentarlos, despacharlos.

Salieron.

Respiraron.

Sintieron las suaves caricias del aire puro. La energía de un sol cariñoso que les daba la bienvenida. Escucharon el trinar de las aves. La cristalina voz del viento. 

Pero igual, les golpeó como un cachetadón inesperado un olor desagradable. Producido por ellos mismos. 

En la lejanía, se escuchaban carcajadas. Los dioses del monte aquél se reían a más no poder. Se cagaban de la risa.

Al volver a encontrarse cara a cara con amistades y familiares, con clientes y colegas, vecinos e inquilinos, con paleteros, panaderos, plomeros y pregoneros, obispos, conductores, profesores, profesionales, sacerdotes (pederastas y no pederastas), diáconos y monaguillos, policías, mensajeros, barrenderos, putas, jardineros, proxenetas, domadores de bestias, payasos de circo, astronautas, basureros, por más que se hubiesen visto a través de las cámaras de Zoom, FaceTime, Facebook, Skype y otras tecnologías — los unas y otras tuvieron dificultades reconociéndose. 

Si, claro, había un aire de familia. De eso no había duda. 

Pero eran otros: Eran sus propios dobles.

caricaturas por Moe.

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