Maria Jime Duzan en New York TimesMaría Jimena Duzán, conocida columnista y comentarista política colombiana, publica en el New York Times en español un balance de la presidencia de Juan Manuel Santos, a quien compara con los “heroes shakesperianos”, que acaba “arrasado por las fuerzas que él mismo desató”. Aquí puedes leer el artículo completo. Publicamos apartes. 

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BOGOTÁ — Juan Manuel Santos, el primer nobel de la paz colombiano, termina su mandato eclipsado por el sino trágico de los héroes shakesperianos: acabará arrasado por las fuerzas que él mismo desató. Fue el único presidente que logró desactivar una guerra de más de cincuenta años con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) —la guerrilla más antigua y poderosa del continente americano—, pero la inercia que desató la firma de este acuerdo terminó minando su popularidad y su base política.

Una semana después de que Santos firmó el acuerdo de paz con las Farc, tras cuatro años y medio de arduas negociaciones en La Habana, una coalición por el no, liderada por el expresidente Álvaro Uribe —su antiguo jefe transformado en férreo adversario— ganó en el plebiscito por la paz por un estrecho margen de 54.000 votos y derrotó también su apuesta de país.

Santos navegó esa debacle y sentó a los promotores del no en la mesa para negociar un nuevo acuerdo.

Al cabo de un mes y medio de conversaciones, Santos, apremiado por la falta de tiempo para presentar las reformas que harían viable la ejecución del acuerdo en el Congreso, decidió solicitarle a Uribe una cita para hacer posible un acuerdo definitivo. “Me di cuenta en esa reunión de que Uribe no iba a ceder en sus posiciones inamovibles y que lo que quería era la rendición de las Farc, y no un acuerdo de paz”, me dijo el presidente Santos en una de las entrevistas que le hice para Santos. Paradojas de la paz y del poder, una memoria política sobre el fin de la guerra, que acaba de publicarse.

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Su último año de gobierno fue el más azaroso, porque sintió la soledad del poder como ningún otro presidente de la historia reciente de Colombia. Santos se quedó solo en la cruzada por impulsar en el Congreso las reformas rurales y políticas derivadas del acuerdo de paz, la mayoría de las cuales quedaron en el aire.

Sus socios políticos —como el partido de Cambio Radical de su vicepresidente Germán Vargas Lleras— empezaron a abandonarlo a medida que sus índices de aprobación disminuían; los empresarios, que ya lo habían declarado “traidor a su clase” —gracias a las reformas tributarias que Santos tuvo que hacer para evitar que el país se fuera a la bancarrota cuando bajaron los precios del petróleo—, se alinearon con el candidato presidencial del uribismo, Iván Duque. La clase media, resentida por el aumento en el impuesto al consumo, tampoco lo acompañó.

Como epílogo, tuvo que asistir a una última derrota, la más indigna de todas: el triunfo del uribismo en las elecciones presidenciales del 27 de mayo.

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El otro desacierto de Santos es que el acuerdo de paz planteaba, además de pacificar a las Farc, la necesidad de realizar una serie de reformas rurales y políticas que la guerra había aplazado. El acuerdo logró silenciar los fusiles de la guerrilla, pero la mayoría de las reformas sociales quedaron pendientes.

Santos se va del poder sintiendo la ingratitud de su país y con el escarnio de ser el presidente con uno de los índices de popularidad más bajos de la historia reciente de Colombia. “Me voy con la conciencia de haber hecho lo que era correcto y no lo que era popular”, me dijo la última vez que lo entrevisté.

Aunque la percepción de Santos en el presente sea negativa, estoy convencida de que la historia lo reivindicará y que muchos de los colombianos que hoy celebran su salida con insultos y abucheos terminarán extrañándolo.

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El legado de Santos es mucho más importante que la suma de todos sus errores. Acabó una guerra de casi sesenta años, cuyas dimensiones hasta ahora estamos empezando a conocer. Según el último informe del Centro de Memoria Histórica, la guerra de baja intensidad nos dejó un saldo de más de ocho millones de víctimas, entre desplazados, personas secuestradas y violadas; 262.197 colombianos muertos y 80.514 desaparecidos, un número que supera al de todas las dictadura del Cono Sur sumadas.

Santos también deja un país con la tasa de homicidios más baja de los últimos 42 años y con logros sociales como el de la disminución de la desigualdad; el coeficiente de Gini bajó de 0,578 en 2009 a 0,508 en 2017. Y gracias a que las Farc dejaron las armas —según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), una oenegé que monitorea el número de civiles muertos a causa del conflicto armado—, se salvaron las vidas de 4700 colombianos.

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El mayor éxito de Santos no se ha entendido hasta ahora: el acuerdo con las Farc sepultó la idea de que en Colombia la lucha armada tiene apoyo popular. Convertidas en partido político, la Farc obtuvo 85.000 votos en las elecciones legislativas.

No menos relevante es que, gracias al acuerdo, la cerrada cultura política colombiana ha madurado. Por ejemplo, llegó a su fin la creencia de que la izquierda colombiana no tenía arrastre electoral. En las elecciones presidenciales, Gustavo Petro, excombatiente guerrillero que perteneció al Movimiento 19 de Abril —un grupo armado que se desmovilizó en 1990—, probó ser una opción viable al obtener ocho millones de votos. Claudia López, una política independiente y abiertamente gay, fue elegida como candidata a la vicepresidencia de Sergio Fajardo, otro hecho impensable en la Colombia de hace ocho años.

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Santos sale del poder como los “héroes de la retirada”, de los que habla Hans Magnus Enzensberger en su ensayo sobre la complejidad de los líderes que terminan guerras en lugar de iniciarlas. “Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla”, escribe Enzensberger.

“Es más difícil hacer la paz que hacer la guerra”, me dijo en una de las últimas entrevistas. “Para mí hubiera sido más fácil seguir en la guerra como veníamos, pero el deber moral me decía que tenía que abrir las compuertas de la paz. Y no me arrepiento”.

Artículo completo en New York Times en español