Por Gabriel Plaza – LA NACION — Llegás con un dato. El frente de la casa no dice nada. Hay que tocar el timbre y esperar unos segundos. Subís las escaleras del antiguo PH y aparece una habitación de una casa en semipenumbras. Un trío de guitarras acústicas tocando un valsecito. Un par de parejas improvisando unos pasos en esa pieza con piso de madera. Todo transcurre en un silencio y una intimidad misteriosos. El tango debe haber nacido de esta manera.

No es casualidad que en lugares intimistas y barriales como éste, la nueva escena del tango -que renace día a día- encontró su espacio para desarrollarse con una estética que apela a la emoción y al encuentro cercano, cara a cara con el público. Desde El Faro de Villa Urquiza al Bar Los Laureles, en Barracas, el nuevo circuito avanza y se disemina hasta tocar el corredor sur en espacios off como El Porteñito, en Valentín Alsina, y El Destino, de Quilmes, bodegones cercanos al siglo de historia. En el centro del mapa, Almagro, uno de los puntos claves del circuito del tango, se retroalimenta con espacios ganados por cantores y bandas, que arman ciclos a la gorra, intervenciones y jams de tango.

La nueva generación de tangueros, la hornada más novedosa, se curte y empieza a capitalizar un público noctámbulo y de otro palo que encontró en la circulación por viejos bodegones y bares propuestas con mayor frescura y autenticidad,

“Acá la gente viene por el bar, pero después se encuentran con el tango y a los pibes les gusta”, cuenta Mario Riesco, dueño de El Banderín, mientras prepara una picada de cantimpalo y queso. Su padre tenía otra despensa con boliche en el barrio, a la que iba a comprar la madre de Gardel. Pero El Banderín traspasó el tiempo, se fundó en 1923, según su libro de actas, y sigue en pie como una catedral de la bohemia barrial. “Yo soy tanguero a muerte, pibe. Participé en mesas con Sosa y Floreal Ruiz, así que imaginate.” Las mozas del bar lo apuran con los pedidos. Mario, impasible, corta el fiambre en la máquina. Un habitué entra, saluda y acomoda la mesa, como si estuviera en su casa: “Yo les dije que no empezaran hasta que vengas vos”, le dice cómplice el dueño del bar. Es el momento. La cantora Marina Ríos y el guitarrista Javier Domínguez salen a pelo, sin sonido, y la rockean con un puñado de tangos y valses, que son un viaje en el tiempo.

Mario, el dueño, levanta apenas la mirada desde la barra que ocupa la mitad del boliche y canta bajito junto con la joven cantora. “Estas pibas andan bien”, dice categórico, y sigue concentrado en cortar un especial de crudo y queso. El dúo de voz y guitarra pone la piel de gallina con hits como “Alma de loca” y “Nido gaucho”, y da su pequeña serenata nocturna dentro del boliche. Después hacen una recorrida por las mesas que están en la vereda. Un motociclista frena y se queda escuchando embelesado. Hay tangos a pedido y dedicatorias especiales al dueño del bar. “¿Qué querés escuchar Mario?”, le grita la cantora desde la puerta del bar. Cuando termina la intervención tanguera hay ovaciones cerradas, Marina Ríos está canchera en esto de pasar la gorra y enfrentar a un público que la pone a prueba con temas difíciles. “Tengo como unos cien tangos en la cabeza”, dispara. Y su guitarrero debe andar por los mil. Marcha otra tanda de picadas y hay ambiente para una nueva entrada. ¿Viste que no hay veteranos? Sólo viene pendejada”, dice Mario, orgulloso, a punto de cumplir 76 años. Mariana lo mira y antes de plantarse en el medio del boliche explica lo que le pasa a su generación: “Una vez que el tango te agarra, no te suelta más”. Mario piensa lo mismo: “Acá los viernes no para y yo no doy más de las gambas, pero mientras pueda disfrutar del tango, disfruto”.

La avenida Rivadavia tiene una escenografía áspera y solitaria después de las once de la noche. Recuerdo el tema de Manal y me suena a tango. Un guitarrero me pasó el dato. En un PH, donde había una escuela de computación abandonada, funciona un espacio semisecreto. “Esto es como entrar en la casa de un amigo. Tocás el timbre y listo, pero en la puerta no hay ningún cartel. Si alguien no te dice, no llegás. Esto es el off del off”, concluye Leandro, uno de los fundadores de Sr. Duncan, un multiespacio, con entrada gratuita, donde los martes funciona el ciclo tanguero Ventanita de Arrabal, organizado por el Sexteto Fantasma.

Una barra de tragos con despensa de comida casera domina la habitación central del PH. Simples de vinilo cuelgan de una arcada con luces psicodélicas. Un par de mesas sirven para el encuentro informal entre gente que no se conoce. “Te voy a contar una historia…”, le dice una chica a un chico, que se ven por primera vez. La baja luz acentúa el clima de intimidad. Los fumadores exploran el pasillo. Una pareja practica un tango sin música. Otro grupito busca la pieza, donde hoy tocan los Primos Gabino. Algunos se sientan en las butacas puestas contra la pared y el resto, en el piso. No entrarán más de veinte personas. En el medio queda un espacio vacío para un minipista de baile. La atmósfera es atrapante. Chicos y chicas escuchan hipnotizados el sonido de esas guitarras desenchufadas. El groove primigenio del tango real los atrapa, al igual que esos valsecitos que deben tener medio siglo. Alguien del público pide permiso, agarra su guitarra y puntea con ellos un tango. “La onda acá es más libre. Los músicos vienen a tocar a la gorra y todo pasa por generar una movida distinta, que tenga la libertad de una práctica de tango y esa cosa más informal de tocar sin sonido”, cuenta el cantor Rodrigo Perelsztein, del Sexteto Fantasma, que combina tangos como “Ladrillo” y composiciones propias como “La salteñita”.

La trompeta con sordina del Sexteto Fantasma es otro distintivo original en esta cueva secreta del tango; y funciona como el toque de queda para que termine la noche. Pero algunos seguirán rumbo al poco convencional Cusca Risun, un boliche familiar a metros de plaza Almagro, que permite trasnochar más de la cuenta. “Es el lugar de moda entre los músicos -cuenta el guitarrista Javier Domínguez-. Después de laburar, los músicos y cantores nos venimos para acá y se arma la guitarreada. Lo más divertido es que todos participan y termina cantando cualquiera. El lugar está en un lugar clave, a la vuelta del Bar de Roberto, a cuatro cuadras de Sanata y a mitad de cuadra de lo que era el Conventillo de Teodoro, un lugar emblemático. Cuando todos los boliches cierran, ésta es la alternativa de Almagro, y no te echan nunca.” Ya sabés, el tango no te cierra las puertas.

UN RECORRIDO POR ALMAGRO

El Banderín Billinghurst y Guardia vieja: Los viernes, a partir de las 22.30, ambiente de barrio, vermouth, picadas y tango con las nuevas voces de Marina Ríos y Belén Canestrani y las guitarras de Javier Domínguez y Horacio Gómez. A la gorra.

Ventanita de Arrabal Av. Rivadavia 3832: Un PH transformado en un onírico multiespacio. Los martes, a partir de las 20, clases de tango y después grupos en formato acústico y el cierre del Sexteto Fantasma. A la gorra.

Cusca Risún Perón 3649: Nuevo lugar de recalada en el corazón de Almagro. Las guitarreadas libres, cuando pinta la madrugada, son lo más esperado de la noche. Gratis.

Lo de Roberto Bulnes y Perón: Martes y jueves, a partir de las 23.30 se enciende el espíritu del tango en la voz de Osvaldo Peredo. Mítico.

Sanata Bar Sarmiento 3501: Epicentro de la escena tanguera actual y lugar de encuentro para un nuevo público noctámbulo.

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Ilustración: “El Tango”. Óleo de Pedro Figari (Uruguay, 1861-1938). Wikipedia

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