Pedro ParamoPor Jorge Carrión, New York Times — Este 2017 celebramos el centenario del nacimiento del escritor mexicano Juan Rulfo, uno de los escritores fundamentales del siglo XX pese a publicar en vida tan solo dos libros.

Siglos antes de que naciera la superstición del spoiler, se volvió tendencia recitar de memoria los inicios de las novelas y olvidar los finales. Todo el mundo sabe cómo empieza El Quijote, pero muy pocos recuerdan qué escribió Cervantes en las últimas líneas, excepto quizá esa palabra final: “Vale”, que es una fórmula clásica de despedida y no propiamente un final.

Una de las pocas excepciones es la de Cien años de soledad, tal vez porque la novela es circular —además de redonda—, o quizá porque Gabriel García Márquez ya era zorro viejo a los cuarenta años: “Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Nadie recuerda, en cambio, el final de Pedro Páramo, que termina con la caída del protagonista: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.

Con el concepto “tierra”, por tanto, concluyen las dos novelas más canónicas del siglo XX latinoamericano. La tierra también está, implícita, en los dos títulos de los dos libros de Juan Rulfo (quien nació en 1917 y por tanto desde este 2017 no solo es inmortal sino también centenario).

El apellido de Pedro significa “terreno yermo, raso y desabrigado”; y en El llano en llamas, el incendio tiene lugar en la “llanura”, en el terreno “sin altos ni bajos”. Rulfo invoca, por tanto, en sus dos únicos títulos a la tierra desnuda, sí; pero también lo exento de retórica u ornamento, el estilo llano (al menos en apariencia).

El suyo es un viaje al origen y al núcleo duro. Un viaje en dos libros que reconstruyen un mundo mítico y perdido, hecho de algunos recuerdos y de mucha ficción, de lo poco que le contó su tío y de lo mucho que leyó en los libros, de todo lo que vio y pisó, porque era un gran fotógrafo y un gran caminante.

Tanto en los cuentos como en la novela encontramos sobre todo viajes, migraciones, peregrinaciones, movimiento. En todos sus textos late su propia migración, del campo a la ciudad, a los quince años, cuando también emigraba de la infancia (si es que uno puede escaparse de allí).

Maestro de Enrique Vila-Matas, como escritor se presentó a sí mismo como un excursionista hacia el silencio, como un autor del no, como un Bartleby sin compañía. Lector de Rilke, en sus autorretratos se imaginó como un viajero romántico con la mirada perdida en un horizonte de tierra, de polvo, de nada.

Como escritor fue vanguardista y ficcional; como fotógrafo, clásico y documental. El artista que los reúne a ambos inaugura cierta línea de escritores mexicanos que se metamorfosean en creadores transmedia (Ulises Carrión, Mario Bellatin); pero al mismo tiempo crea, recorre y agota un camino pedregoso y en llamas, tan solamente suyo.

Aunque sean muchos los eventos que, por fortuna, van a celebrar los cien años de su nacimiento, como la serie documental que está realizando su hijo Juan Carlos Rulfo, yo destaco entre todos ellos un libro que llegó un año antes. Me refiero a Había mucha neblina o humo o no sé qué (Literatura Random House), el ensayo académico y crónica de viaje, la relectura poética y la investigación crítica con que Cristina Rivera Garza se ha acercado a Rulfo, de forma contemplativa pero sin contemplaciones, aunando un homenaje luminoso y crítica con rabia.

Su libro penetra en el autor de “Nos han dado la tierra” a través de sus trabajos como inspector y como viajante y como fotógrafo y como editor; como agente doble que fue tanto un cómplice de la destrucción del paisaje y las culturas originarias como su narrador y su testigo.

Si nos sigue interpelando en el siglo XXI, dice Rivera Garza, es porque no solo fue minimalista y fulminante, realista y fantasmagórico, sino también urbano (su campo no se entiende sin sus viajes por carretera, sin su conexión a través del coche con la ciudad) o incluso queer.

Hay en sus textos una identidad sexual líquida absolutamente contemporánea. Y una representación corporal que supera los tabúes de su época: “Introduce el cuerpo menstruante de la mujer en Comala y, de paso, en las letras mexicanas”. En la lectura de la autora de Nadie me verá llorar, Rulfo escribió y publicó hasta el final. Como editor, siguió publicando “de otra manera” y “como artista visual” prosiguió “con su producción de otra manera”.

Nunca paró de mirar, de leer, de generar discurso. Aunque pasaran más de treinta años desde la aparición de El llano en llamas y de Pedro Páramo hasta su muerte en 1986, el artista casi duchampiano nunca dejó de trabajar.

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