Por Pedro Sorela. Publicado originalmente en el blog del autor. Desde hace algún tiempo practico una ocurrencia que se ha revelado un descubrimiento y en todo caso un disfrute: De cuando en cuando, para leer, elijo un libro al azar. Y no para ojearlo, sino para leerlo. Un libro del que no tengo referencia alguna, que no me ha recomendado nadie, cuyo título ni me suena y cuyo autor desconozco. Tampoco me ha gustado la portada ni me ha entusiasmado el tacto del papel, como puede ocurrir por ejemplo en Japón. (Soy poco bibliófilo, de los libros me interesa sobre todo su contenido, terminé odiando a un catedrático obtuso de Literatura Española que nos examinaba de la fecha de la segunda edición de La Celestina, pero soporto mal un libro de diseño feo, o peor, oportunista u hortera). Y hasta el momento he tenido suerte: entre mis hallazgos figuran John Fante y James Salter (de este sobre todo los cuentos). Algunos lectores se podrían asombrar hoy de que yo no conociera a esos autores, y ahora yo también -aunque no me subo a los autobuses de groupies que ambos escritores tienen cuando se han puesto de moda, algo tan ajeno al espíritu de ambos-, pero así es, llena de sorpresas por otra parte previsibles, la procelosa vida de la ignorancia.
Bien es verdad que esos hallazgos, Fante y Salter, fueron realizados en alguna de las librerías grandes de Madrid, y así es fácil: no son frecuentes las librerías españolas con algo de verdadero fondo, polvoriento y olvidado. Recuerdo que la primera ocasión en que fui a Blackwell’s, en Oxford (y tal vez la principal franquicia de las tres o cuatro que han devorado las legendarias librerías británicas), me asombró el dato según el cual se trataba de la librería más grande del Reino Unido. Sólo al entrar -y bajar a las entrañas de la tierra-, comprendí que la casita de arriba era la antigua librería, y que luego se había extendido por debajo de la ciudad como en una novela de ciencia ficción clásica. Y cuando pregunté por Burton, el explorador, y me enviaron a una sección que me pareció de África en general, pedí mayores precisiones y entonces me dijeron con tolerante afabilidad bibliotecaria que todos esos anaqueles tenían que ver con Burton.
No hace mucho hice lo mismo, pero en una biblioteca de amigos en Bilbao, ocupada en parte por herencias de las que ya sólo se encuentran en las bibliotecas particulares, como por ejemplo los estupendos libros de cuero (con no siempre buenas traducciones) de la Aguilar clásica, y en las que uno va encontrando no pocos autores de la propia biblioteca familiar: Zweig, Greene, Van der Meersch, Maugham, Sagan, Camus, además de los indispensables, claro: Tolstoi, Dostoievski (necesitado ya entonces con urgencia de nuevas traducciones al castellano), Hugo, Balzac, Dickens… Que en estas bibliotecas se suelan encontrar no pocos autores coincidentes puede indicar que nuestras abuelas y nuestros padres tenían gustos parecidos en diferentes extremos de España -lo cual es probable-, o que la edición entonces tenía un ritmo más bien pausado: también. En mi casa en la Barcelona de los cincuenta se encontraban además algunos clásicos americanos, como La vorágine, de Jose Eustaquio Rivera, o los versos de Silva:
Y eran una /
Y eran una
Y eran una sola sombra larga!…
o de Porfirio Barba Jacob:
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar…
Incluso del maestro Valencia, que al parecer era pariente lejano nuestro: Aunque por lo visto todo el mundo era pariente en Popayán, de donde viene mi familia materna colombiana, donde por los tiempos posteriores a la Independencia se repetían más los apellidos que en Macondo.
El libro que elegí en Bilbao fue Cuando los dioses permanecen silenciosos, de Mikhail Soloviev, un título que ya de entrada lo coloca en aquellos años -suena a El dios de la lluvia llora sobre México, de Laszlo Passuth, otro clásico de esas bibliotecas, o Cuando la ciudad duerme, de Frank Yerby, posiblemente el primer libro de adultos que me senté a leer de corrido hasta terminarlo, y que podría evocar con mucha mayor precisión que casi todos los posteriores-, y de cuyo autor no he logrado encontrar mayores pistas.
Bien es verdad que tampoco las he buscado con mucho empeño, no me apetece investigar demasiado en la superficialidad de Google, donde es preciso adentrarse bastante en el bosque antes de encontrar alimento, y aquí conviene una pequeña precisión: No es del todo cierto que no ojee los libros antes de emprender su lectura. Algo sí lo hago, ya me pasó hace tiempo la época de la lectura heroica u obligada, y hago como recomendaba Borges: Leo por placer y si una lectura no me gusta, la dejo. Así de sencillo. Ocurre que también me he adiestrado en una cierta gimnasia de la lectura, más que una ética, y lo cierto es que son pocos los libros de una primera división muy, muy amplia, para entendernos, que no interesen si se leen con los ojos abiertos, la imaginación despierta y genuina curiosidad. Y generosidad para leer desnudos, con los prejuicios justos, y entender lo que quiere decir el autor. No es una cuestión de generosidad, nada que ver, sino de aprovechamiento del tiempo y los recursos.
O sea que antes de emprender el viaje sí leí algunos párrafos de Soloviev, traducido del inglés y publicado en estupendas tapas rojas duras en la editorial Luis de Caralt en 1973. Y al margen de la evidencia de que se trata de una obra “anticomunista” -antiestalinista, precisaría yo-, no me quisiera estancar ahí, en ese tipo de comentario que suele enterrar cualquier otra aproximación, para señalar que me lo pasé en grande recuperando cosas que hemos quizá perdido: Gran visión para contar las vidas con antecedentes y parentescos lejanos en lugar de pequeños escenas domésticas de matrimonios debatiéndose entre los reproches, o cierta inocencia de los héroes, por ejemplo, héroes dispuestos a cualquier cosa por defender una idea. En este caso, el benjamín de una familia de cosacos altos y resistentes, educado en los espacios abiertos, como el Taras Bulba de Gógol, que una vez convertido al comunismo por pura generosidad y lógica igualitaria, como fue el caso de tantos, se va desanimando, hacia el ecuador del libro, y termina desafiando de frente al mismísimo estalinismo. Que ya es desafiar. Si se le compara con los testimonios de Koestler, Solzhenitsin, Herling, Tsvetaeva, o sobre todo los relatos de Shalamov, uno comprende que la de Soloviev, aunque muy probablemente inspirada en una experiencia personal, es unanovela en el sentido melancólico del término.
Pero no es una “crítica” lo que pretendo traer aquí, ni siquiera un comentario o la habitual paráfrasis, sino el relato del suave y sugerente placer de, en una tarde de sirimiri en Bilbao, coger un libro al azar en una biblioteca armada a lo largo de años con gusto y ambición. Si bien se mira, un placer igual al de mis primeros libros, cuando en una casa sin televisión, mis padres, que yo recuerde, me permitían coger más o menos lo que quisiese de una biblioteca que ocupaba las cuatro paredes de una habitación de techo alto, en la convicción de que nada que estuviese ahí podía ser malo, que ya lo dejaría yo para mejor ocasión si me aburría, y que no había libros para mayores, para mujeres, para chicos ni subrayados por premios ni recomendados por suplementos, y por no haber no había ni portadas muy distintas: en la casa de mis padres se mandaban encuadernar los libros en dos o tres modelos, como era de uso entonces. Lo único que había, y doy fe de ello, era literatura, y casi siempre buena, y se confiaba en la libertad, la creatividad y el gusto del lector.
Ilustración: Tolstoi y Shamalov via PS