De nuestro querido amigo Harold Alvarado Tenorio.

TALLARSE A SI MISMO: A estas alturas de partido, cumplidos los 85 años, es arduo, si no imposible, dar un par de opiniones sobre la vida y la obra de un coloso como Gabriel García Marquez, con el siglo XX como telón de fondo.

Luego de publicadas las memorias del escritor y la biografía de Gerald Martin, qué duda cabe que GGM no fue producto de una sociedad como la colombiana violenta de su siglo, sino de si mismo, demostrando que es cierto y posible, si uno quiere, tallarse a si mismo. Tanto como para que en ese esfuerzo y luego de ganada la partida, la gloria le aniquile y le deje con vida.

De ahí que GGM sea uno de los miembros más insignes de la generación de Mito, al lado de Rogelio Salmona, Camilo Torres Restrepo, Jorge Gaitán Durán, Olga Chams Eljach o Jorge Child, una generación, la más notable del siglo XX, que algunos llaman Decapitada. Una legión de sabios, artistas y héroes que nunca llegaron al poder.

Creo que la obra de GGM es uno de los momentos más felices de la existencia de nuestra lengua. Junto a Borges y Guimaraes Rosa ha deparado cientos de horas de felicidad. La prosa de GGM ha sido uno de los lenitivos de mi existencia, y a pesar de no comprender ciertas de sus posturas políticas y sociales, entre ellas, su amistad con Fidel Castro, confieso que cada vez que deseo levantarme del suelo de la existencia, vuelvo a sus cuentos y a sus crónicas, llenas de lucidez y belleza.

Como colombiano debo decir también que la patria ha sido injusta con GGM. Todavía en Cartagena de Indias, como signo del desprecio de los poderosos hacia el genio de Aracataca, en su más amplia plaza está la horrenda estatua a Pedro de Heredia, un conquistador español cuyos crímenes resuenan entre las murallas. A nadie, a ningún gobernante, ni academia alguna, se le ha ocurrido reemplazarla con una que celebre a Aureliano Buendía, viva metáfora de nuestra historia.

Harold Alvarado Tenorio
Diario Reforma, Mexico, 6 de Marzo de 2012

Hijo de un telegrafista y la hija de un coronel que participó en la Guerra de los Mil Días (1899-1903), Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-2014), por causa de la pobreza fue criado por una tía de su madre, Francisca Simodosea, asediado por los recuerdos de sus parientes. Al morir su abuelo le llevaron a Barranquilla a concluir la primaria y gracias a una bolsa de estudios en Zipaquirá, un remoto pueblo de los Andes, se graduó de bachiller mientras se intoxicaba con la más horrenda poesía que declamaban los colombianos de entreguerras y “Javier Garcés” escribía sonetos piedracielistas:

gabriel garcia marquez y harold alvarado tenorio en mexico 2003Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
y algo en tu sangre late y no reposa
y en tu talle de agua, temblorosa,
la fuente es una líquida armonía.

Si alguien llama a tu puerta y todavía
te sobra tiempo para ser hermosa
y cabe todo abril en una rosa
y por la rosa se desangra el día.

 Si alguien llama a tu puerta una mañana
sonora de palomas y campanas
y aun crees en el dolor y en la poesía.

Si aun la vida es verdad y el verso existe.
Si alguien llama a tu puerta y estás triste,
abre, que es el amor, amiga mía.

 (Si alguien llama a tu puerta)

Luego asistiría a ciertas clases de derecho en la Universidad Nacional, pero el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y las persecuciones desatadas el 9 de Abril de 1948 le llevaron a Cartagena de Indias, los veinte meses que trabajó a las órdenes de Clemente Manuel Zabala (San Jacinto, 1921-1963),un radical que había sido secretario del general Benjamín Herrera y delegado a congresos obreros, y quien parece le enseñó los rudimentos del periodismo moderno. En esa Bogotá de hielo y desolación, sólo la poesía le había acompañado:

“Cuando terminé el bachillerato y me fui Bogotá, confesó a J.G. Cobo Borda en 1981, mi diversión más salaz era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida de Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante los viajes de círculos viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizá de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna, y entonces recorría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que tuviera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba alguien, que era casi siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pasada la medianoche tomando café y fumando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.”

En Barranquilla, donde vivió cuatro años, conoció a Cecilia Porras, la pintora y compañera de Jorge Child que pagaría, y diseñaría, la edición de La hojarasca, su primera novela. De vuelta a Bogotá, en 1955 El Espectador le envía como corresponsal a Europa pero prefiere matricularse en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. A finales del año va a París y escribe, en una buhardilla de la Rue de Cujas en el Barrio Latino, El coronel no tiene quien le escriba (1958). Después de hacer un viaje por los países comunistas, con el triunfo de la Revolución Cubana es nombrado corresponsal de la agencia de prensa del nuevo gobierno en Bogotá y en 1961 va a New York como corresponsal de la misma. Renuncia al cargo y viaja a México donde redacta Cien años de soledad, que aparece en Buenos Aires (1967) y recibe el premio Rómulo Gallegos (1972). Un año antes había sido investido con un Doctorado de la Universidad de Columbia. Se traslada a Barcelona donde vivió entre 1967 y 1975. En 1982 recibe la Legión de Honor del gobierno francés y el Premio Nobel de Literatura.

Amigo de notables políticos de su tiempo [Alfonso López Michelsen, Alberto Lleras Camargo, Omar Torrijos, José López Portillo, Carlos Salinas de Gortari, Adolfo Suarez, Daniel Ortega, Ricardo Lagos], [“el poder absoluto es la realización más alta y más completa del ser humano, y por eso resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria”] al cumplir 80 años y luchando contra un cáncer linfático, Belisario Betancur, –presidente de Colombia durante el holocausto del Palacio de Justicia, el terremoto de Popayán, el comienzo del exterminio de la Unión Patriótica y la desaparición de Armero con cientos y millares de muertos, quien, junto a Olaf Palme, Felipe González, Fidel Castro y Pablo Neruda le postularon al Nobel–, las Academias de la Lengua y el gobierno de Colombia ofrecieron en Cartagena de Indias una fiesta en su honor, a la que asistieron entre otros cientos de adeptos, los Reyes de España, Bill Clinton, Carlos Fuentes, Álvaro Uribe Vélez, Tomás Eloy Martínez, Víctor García de la Concha, César Antonio Molina, Fito Páez y Carlos Vives.

El asunto central de Cien años de soledad (1967), su más conocido poema, es la incomunicación. En Macondo, tierra de lo posible, no existe la solidaridad y trato entre los hombres. Macondo es una Arcadia donde triunfan la muerte y la violencia. Un pueblo habitado por sabios aislados y vidas anacrónicas cuyos símbolos vivos son José Arcadio Buendía, el vidente atiborrado de proyectos que termina junto a su difunto enemigo Prudencio Aguilar; Úrsula Iguarán, que confunde el presente y el pasado y es una muñeca que divierte a sus tataranietos, abandonada por la realidad de la que había sido su único médium; Aureliano Segundo que despilfarra su vida y la de su concubina mientras cubre con billetes de banco las paredes de las habitaciones, bebe ríos de brandy y baila, hasta la misma vejez, una eterna cumbiamba que apenas apacigua el diluvio universal; Remedios, la bella, que vaga por el desierto de la soledad hasta cuando asciende en cuerpo y alma al cielo; Meme, muda desde el día que su madre la llevó a un convento de tierra fría para que diera a luz el hijo de Mauricio Babilonia, y Aureliano Babilonia, un adolescente que ignora el presente pero sabe todo sobre el hombre del Medioevo. El amor, al final de la novela, derrota la soledad cerrando el círculo maléfico del incesto, maldición y destino de la familia.

Pero quien ha narrado la historia es el coronel Aureliano Buendía, que entre los avatares de las guerras compone en versos rimados sus encuentros con la vida y la muerte [“Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquiades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer” ] y ya cerca del final, quema, con el baúl de los poemas “la historia misma de la familia, escrita por Melquiades, hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias”, porque gracias al misterio de la poesía “no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante”.

Otro de sus grandes poemas es El general en su laberinto (1989), un sentimental viaje de horror hacia la muerte. Aquí el agonista es un virtuoso abatido por el destino contra quien no solo conspiran los hombres sino la enfermedad de su siglo: la tuberculosis. El cuerpo, las lluvias, el calor, la ropa, el sol implacable hacen más feroces los efectos del que recorre el orbe. Quien lee, sabe qué va a suceder y sólo continúa por placer. Un placer que termina en llanto y dolor. La utopía vuelve a ser el eje central de ésta como en ese Macondo donde las cosas hubo que fundarlas porque carecían de nombre y José Arcadio Buendía persigue el progreso y los secretos de una alquimia, que conducen, ineludibles, al fracaso. Los esfuerzos del General Bolívar, el Coronel Buendía y José Arcadio terminan mal. Como en la gran poesía del mundo, todo está condenado al fracaso, a una ruina de los ideales.

El general en su laberinto fue la culminación de una saga sobre los estragos de la soledad del poder, el amor y el absurdo de la gloria que había comenzado con El coronel no tiene quien le escriba, la historia del viejo militar que sin tener con que comer libra su última batalla por la vida de un gallo, prolongada en Aureliano Buendía y sus treinta y dos batallas perdidas en Cien años de soledad, y el viaje hacia los tenebrosos dispositivos del totalitarismo en El otoño del Patriarca, porque como había consignado en su gran novela:

“todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”

Harold Alvarado Tenorio

Tomado de Ajuste de cuentas, una antología crítica de la poesía colombiana del siglo XX.

lvarado Tenorio 1983

El coronel no tiene quien le escriba

(Fragmento)

El coronel… volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo.

Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa.

No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.

Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera.

En la puerta se dirigió a los niños.

-Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.

Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.

-Se lo llevaron a la fuerza -gritó-. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.

El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer.

-Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo.

Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.

-Hicieron bien -dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura-: El gallo no se vende.

Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero.

-Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto se le paga cuando venga la pensión.

-Y si no viene… -preguntó la mujer.

-Vendrá.

-Pero si no viene…

-Pues entonces no se le paga.

Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.

-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.

-No los reciben -dijo ella.

Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.

-Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.

-Tienen que entender.

-Y si no entienden…

-Pues entonces que no entiendan.

Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria.

-Estás despierto.

-Sí.

-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.

-No viene hasta el lunes.

-Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.

-No hay nada que recapacitar -dijo el coronel.

El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.

-Estás desvelado -dijo la mujer.

-Sí.

Ella pensó un momento.

-No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos.

-Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel.

-Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.

-Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.

Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido.

-Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.

-Llegará.

-Y si no llega…

Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar.

Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.

-Es hora del almuerzo -dijo.

-No hay almuerzo -dijo la mujer.

Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.

En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.

Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.

-Eres un desconsiderado -dijo.

El coronel no habló.

-Eres caprichoso, terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.

-Es distinto -dijo el coronel.

-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía.

El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.

-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida -dijo-. Pero si no, no.

Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.

Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

-No quiero morirme en tinieblas -dijo.

El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo. Pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.

-Es la misma historia de siempre -comenzó ella un momento después-. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace

El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable.

-Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.

-El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.

-También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo.

-No estoy solo -dijo el coronel.

Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada.

Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.

-Vamos a hacer una cosa -la interrumpió el coronel.

-Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.

-También se puede vender el reloj.

-No lo compran.

-Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.

-No te los da.

-Entonces se vende el cuadro.

Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.

-No lo compran -dijo.

-Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.

Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro.

-Contéstame.

El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.

-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.

-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.

-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.

-Es un gallo que no puede perder.

-Pero suponte que pierda.

-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.

La mujer se desesperó.

-Y mientras tanto qué comemos -preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía-. Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

-Mierda.

 

Cien años de soledad

[Fragmento, La huelga bananera]

La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de 24 horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró la solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el tropel de la gente le indicaron que no sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacía trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos. Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor. Úrsula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por instante, inclinada sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.

La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron al banano y movilizaron los trenes. Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.

José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de Calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.

Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar el silencio.

– Señoras y señores – dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada – , tienen cinco minutos para retirarse.

La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.

– Han pasado cinco minutos – dijo el capitán en el mismo tono -. Un minuto más y se hará fuego.

José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. “Estos cabrones son capaces de disparar”, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

– ¡Cabrones! – gritó -. Les regalamos el minuto que falta.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: “Aaaay, mi madre.” Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.

Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndole un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:

– ¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio a una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con l hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.

Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.

– Buenos – dijo exhausto -. Soy José Arcadio Segundo Buendía.

Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un paño limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.

José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.

– Debían ser como tres mil – murmuró.

– ¿Qué?

– Los muertos – aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.

La mujer lo midió con una mirada de lástima. “Aquí no ha habido muertos – dijo -. Desde los tiempos de tu tío, el coronel no ha pasado nada en Macondo.” En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: “No hubo muertos.” Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa.

 

El general en su laberinto

[Fragmento]

Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo acompañaron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que ya habían sido vendidos al batallón de los húsares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el río cercano por sobre la colcha de hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana con el poncho de vicuña, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde que antes usaba sólo para dormir. Se sentaba largo rato a cavilar frente al puentecito de tablas sueltas, bajo la sombra de los sauces desconsolados, absorto en los rumbos del agua que alguna vez comparó con el destino de los hombres, en un símil retórico muy propio de su maestro de la juventud, don Simón Rodríguez. Uno de sus escoltas lo seguía sin dejarse ver, hasta que regresaba ensopado de rocío, y con un hilo de aliento que apenas si le alcanzaba para la escalinata del portal, macilento y atolondrado, pero con unos ojos de loco feliz. Se sentía tan bien en aquellos paseos de evasión, que los guardianes escondidos lo oían entre los árboles cantando canciones de soldados como en los años de sus glorias legendarias y sus derrotas homéricas. Quienes lo conocían mejor se preguntaban por la razón de su buen ánimo, si hasta la propia Manuela dudaba de que fuera confirmado una vez más para la presidencia de la república por un congreso constituyente que él mismo había calificado de admirable. El día de la elección, durante el paseo matinal, vio un lebrel sin dueño retozando entre los setos con las codornices. Le lanzó un silbido de rufián, y el animal se detuvo en seco, lo buscó con las orejas erguidas, y lo descubrió con la ruana casi a rastras y el gorro de pontífice florentino abandonado de la mano de Dios entre las nubes raudas y la llanura inmensa. Lo husmeó a fondo, mientras él le acariciaba la pelambre con la yema de los dedos pero luego se apartó de golpe, lo miró a los ojos con sus ojos de oro, emitió un gruñido de recelo y huyó espantado. Persiguiéndolo por un sendero desconocido, el general se encontró sin rumbo en un suburbio de callecitas embarradas y casas de adobe con tejados rojos, en cuyos patios se alzaba el vapor del ordeño. De pronto, oyó el grito:

“¡Longanizo!”

No tuvo tiempo de esquivar una bosta de vaca que le arrojaron desde algún establo y se le reventó en mitad del pecho y alcanzó a salpicarle la cara. Pero fue el grito, más que la explosión de boñiga, lo que lo despertó del estupor en que se encontraba desde que abandonó la casa de los presidentes. Conocía el apodo que le habían puesto los granadinos, que era el mismo de un loco de la calle famoso por sus uniformes de utilería. Hasta un senador de los que se decían liberales lo había llamado así en el congreso, en ausencia suya, y sólo dos se habían levantado para protestar. Pero nunca lo había sentido en carne viva. Empezó a limpiarse la cara, con el borde de la ruana, y no había terminado cuando el custodio que lo seguía sin ser visto surgió de entre los árboles con la espada desnuda para castigar la afrenta. Él lo abrasó con un destello de cólera.

¿Y usted qué carajos hace aquí?”, le preguntó.

El oficial se cuadró.

“Cumplo órdenes, Excelencia”.

“Yo no soy excelencia suya”, replicó él.

Lo despojó de sus cargos y sus títulos con tanta saña, que el oficial se consideró bien servido de que ya no tuviera poder para una represalia más feroz. Hasta a José Palacios, que tanto lo entendía, le costó trabajo entender su rigor.

Fue un mal día. Pasó la mañana dando vueltas en la casa con la misma ansiedad con que esperaba a Manuela, pero a nadie se le ocultó que esta vez no agonizaba por ella sino por las noticias del congreso. Trataba de calcular minuto a minuto los pormenores de la sesión. Cuando José Palacios le contestó que eran las diez, dijo: “Por mucho que quieran rebuznar los demagogos ya deben haber empezado la votación”. Después, al final de una larga reflexión, se preguntó en voz alta: “¿Quién puede saber lo que piensa un hombre como Urdaneta?” José Palacios sabía que el general lo sabía, porque Urdaneta no había cesado de pregonar por todas partes los motivos y el tamaño de su resentimiento. En un momento en que José Palacios volvió a pasar, el general le preguntó al descuido: “¿Por quién crees que votará Sucre?” José Palacios sabía tan bien como él que el mariscal Sucre no podía votar, porque había viajado por esos días a Venezuela junto con el obispo de Santa Marta, monseñor José María Estévez, en una misión del congreso para negociar los términos de la separación. Así que no se detuvo para contestar: “Usted lo sabe mejor que nadie, señor”. El general sonrió por primera vez desde que regresó del paseo abominable.

A pesar de su apetito errático, casi siempre se sentaba a la mesa antes de las once para comer un huevo tibio con una copa de oporto, o para picotear la pezuña del queso, pero aquel día se quedó vigilando el camino desde la terraza mientras los otros almorzaban, y estuvo tan absorto que ni José Palacios se atrevió a importunarlo, Pasadas las tres se incorporó de un salto, al percibir el trote de las mulas antes de que apareciera por las lomas el carruaje de Manuela. Corrió a recibirla, abrió la puerta para ayudarla a bajar, y desde el momento en que le vio la cara conoció la noticia. Don Joaquín Mosquera, primogénito de una casa ilustre de Popayán, había sido electo presidente de la república por decisión unánime.

Su reacción no fue de rabia ni de desengaño, sino de asombro, pues él mismo había sugerido al congreso el nombre de don Joaquín Mosquera, seguro de que no aceptaría. Se sumergió en una cavilación profunda, y no volvió a hablar hasta la merienda. “¿Ni un solo voto por mí?”, preguntó. Ni uno solo. Sin embargo, la delegación oficial que lo visitó más tarde, compuesta por diputados adictos, le explicó que sus partidarios se habían puesto de acuerdo para que la votación fuera unánime, de modo que él no apareciera como perdedor en una contienda reñida. Él estaba tan contrariado que no pareció apreciar la sutileza de aquella maniobra galante. Pensaba, en cambio, que habría sido más digno de su gloria que le aceptaran la renuncia desde que la presentó por primera vez.

“En resumidas cuentas”, suspiró, “los demagogos han vuelto a ganar, y por partida doble”.

Sin embargo, se cuidó muy bien de que no se le notara el estado de conmoción en que se encontraba, hasta que los despidió en el pórtico. Pero los coches no se habían perdido de vista cuando cayó fulminado por una crisis de tos que mantuvo la quinta en estado de alarma hasta el anochecer. Uno de los miembros de la comitiva oficial había dicho que el congreso fue tan prudente en su decisión, que había salvado a la república. Él lo había pasado por alto. Pero esa noche, mientras Manuela lo obligaba a tomarse una taza de caldo, le dijo: “Ningún congreso salvó jamás una república”. Antes de acostarse reunió a sus ayudantes y a la gente de servicio, y les anunció con la solemnidad habitual de sus renuncias sospechosas:

“Mañana mismo me voy del país”.

No fue mañana mismo, pero fue cuatro días después. Mientras tanto recobró la templanza perdida, dictó una proclama de adiós en la que no dejaba traslucir las lacras del corazón, y volvió a la ciudad para preparar el viaje. El general Pedro Alcántara Herrán, ministro de guerra y marina del nuevo gobierno, se lo llevó para su casa de la calle de La Enseñanza, no tanto por darle hospital, como para protegerlo de las amenazas de muerte que cada vez se hacían más temibles.

Antes de irse de Santa Fe remató lo poco de valor que le quedaba para mejorar sus arcas. Además de los caballos vendió una vajilla de plata de los tiempos pródigos de Potosí, que la Casa de Moneda había tasado por el simple valor metálico sin tomar en cuenta el preciosismo de su artesanía ni sus méritos históricos: dos mil quinientos pesos. Hechas las cuentas finales, llevaba en efectivo diecisiete mil seis cientos pesos con sesenta centavos, una libranza de ocho mil pesos contra el tesoro público de Cartagena, una pensión vitalicia que le había acordado el congreso, y poco más de seiscientas onzas de oro repartidas en distintos baúles. Éste era el saldo de lástima de una fortuna personal que el día de su nacimiento se tenía entre las más prósperas de las Américas.

En el equipaje que José Palacios arregló sin prisa la mañana del viaje mientras él acababa de vestirse, sólo tenía dos mudas de ropa interior muy usadas, dos camisas de quitar y poner, la casaca de guerra con una doble fila de botones que se suponían forjados con el oro de Atahualpa, el gorro de seda para dormir y una caperuza colorada que el mariscal Sucre le había traído de Bolivia. Para calzarse no tenía más que las pantuflas caseras y las botas de charol que llevaría puestas. En los baúles personales de José Palacios, junto con el botiquín y otras pocas cosas de valor, llevaba el Contrato Social de Rousseau, y El Arte Militar del general italiano Raimundo Montecuccoli, dos joyas bibliográficas que pertenecieron a Napoleón Bonaparte y le habían sido regaladas por sir Robert Wilson, padre de su edecán. El resto era tan escaso, que todo cupo embutido en un morral de soldado. Cuando él lo vio, listo para salir a la sala donde lo aguardaba la comitiva oficial, dijo:

“Nunca hubiéramos creído, mi querido José, que tanta gloria cupiera dentro de un zapato”.

En sus siete mulas de carga, sin embargo, iban otras cajas con medallas y cubiertos de oro y cosas múltiples de cierto valor, diez baúles de papeles privados, dos de libros leídos y por lo menos cinco de ropa, y vanas cajas con toda clase de cosas buenas y malas que nadie había tenido la paciencia de contar. Con todo, aquello no era ni la sombra del equipaje con que regresó de Lima tres años antes, investido con el triple poder de presidente de Bolivia y Colombia y dictador del Perú: una recua con setenta y dos baúles y más de cuatrocientas cajas con cosas innumerables cuyo valor no se estableció. En esa ocasión había dejado en Quito más de seiscientos libros que nunca trató de recuperar. Eran casi las seis. La llovizna milenaria había hecho una pausa, pero el mundo seguía turbio y frío, y la casa tomada por la tropa empezaba a exhalar un tufo de cuartel. Los húsares y granaderos se levantaron en tropel cuando vieron acercarse desde el fondo del corredor al general taciturno entre sus edecanes, verde en el resplandor del alba, con la ruana terciada sobre el hombro y un sombrero de alas grandes que ensombrecían aún más las sombras de su cara. Se tapaba la boca con un pañuelo empapado en agua de colonia, de acuerdo con una vieja superstición andina, para protegerse de los malos aires por la salida brusca a la intemperie. No llevaba ninguna insignia de su rango ni le quedaba el menor indicio de su inmensa autoridad de otros días, pero el halo mágico del poder lo hacía distinto en medio del ruidoso séquito de oficiales. Se dirigió a la sala de visitas, caminando despacio por el corredor tapizado de esteras que bordeaba el jardín interior, indiferente a los soldados de la guardia que se cuadraban a su paso. Antes de entrar en la sala se guardó el pañuelo en el puño de la manga, como ya sólo lo hacían los clérigos, y le dio a uno de los edecanes el sombrero que llevaba puesto.

Además de los que habían velado en la casa, otros civiles y militares seguían llegando desde el amanecer. Estaban tomando café en grupos dispersos, y los atuendos sombríos y las voces amordazadas habían enrarecido el ambiente con una solemnidad lúgubre. La voz afilada de un diplomático sobresalió de pronto por encima de los susurros:

“Esto parece un funeral”.

No acababa de decirlo, cuando percibió a sus espaldas el hálito de agua de colonia que saturó el clima de la sala. Entonces se volvió con la taza de café humeante sostenida con el pulgar y el índice, y lo inquietó la idea de que el fantasma que acababa de entrar hubiera oído su impertinencia. Pero no: aunque la última visita del general a Europa había sido veinticuatro años antes, siendo muy joven, las añoranzas europeas eran más incisivas que sus rencores. Así que el diplomático fue el primero a quien se dirigió para saludarlo con la cortesía extremada que le merecían los ingleses.

“Espero que no haya mucha niebla este otoño en Hyde Park”, le dijo.

El diplomático tuvo un instante de vacilación, pues en los últimos días había oído decir que el general se iba para tres lugares distintos, y ninguno era Londres. Pero se repuso de inmediato.

“Trataremos de que haya sol de día y de noche para Su Excelencia”, dijo.

El nuevo presidente no estaba allí, pues el congreso lo había elegido en ausencia y le haría falta más de un mes para llegar desde Popayán. En su nombre y lugar estaba el general Domingo Caycedo, vicepresidente electo, del cual se había dicho que cualquier cargo de la república le quedaba estrecho, porque tenía el porte y la prestancia de un rey. El general lo saludó con una gran deferencia, y le dijo en un tono de burla:

“¿Usted sabe que no tengo permiso para salir del país?”

La frase fue recibida con una carcajada de todos, aunque todos sabían que no era una broma. El general Caycedo le prometió enviar a Honda en el correo siguiente un pasaporte en regla.

La comitiva oficial estaba formada por el arzobispo de la ciudad, hermano del presidente encargado, y otros hombres notables y funcionarios de alto rango con sus esposas. Los civiles llevaban zamarros y los militares llevaban botas de montar, pues se disponían a acompañar varias leguas al proscrito ilustre. El general besó el anillo del arzobispo y las manos de las señoras, y estrechó sin efusión las de los caballeros, maestro absoluto del ceremonial untuoso, pero ajeno por completo a la índole de aquella ciudad equívoca, de la cual había dicho en más de una ocasión: “Éste no es mi teatro”. Los saludó a todos en el orden en que los fue encontrando en el recorrido de la sala, y para cada uno tuvo una frase aprendida con toda deliberación en los manuales de urbanidad, pero no miró a nadie a los ojos. Su voz era metálica y con grietas de fiebre, y su acento caribe, que tantos años de viajes y cambios de guerras no habían logrado amansar, se sentía mucho más crudo frente a la dicción viciosa de los andinos.

Cuando terminó los saludos, recibió del presidente interino un pliego firmado por numerosos granadinos notables que le expresaban el reconocimiento del país por sus tantos años de servicios. Fingió leerlo ante el silencio de todos, como un tributo más al formalismo local, pues no hubiera podido ver sin lentes ni una caligrafía aun más grande. No obstante, cuando fingió haber terminado dirigió a la comitiva unas breves palabras de gratitud, tan pertinentes para la ocasión que nadie hubiera podido decir que no había leído el documento. Al final hizo con la vista un recorrido del salón, y preguntó sin ocultar una cierta ansiedad:

“¿No vino Urdaneta?”

El presidente interino le informó que el general Rafael Urdaneta se había ido detrás de las tropas rebeldes para apoyar la misión preventiva del general José Laurencio Silva. Alguien se dejó oír entonces por encima de las otras voces:

“Tampoco vino Sucre”.

Él no podía pasar por alto la carga de intención que tenía aquella noticia no solicitada. Sus ojos, apagados y esquivos hasta entonces, brillaron con un fulgor febril, y replicó sin saber a quién:

“Al Gran Mariscal de Ayacucho no se le informó la hora del viaje para no importunarlo”.

Al parecer, ignoraba entonces que el mariscal Sucre había regresado dos días antes de su fracasada misión en Venezuela, donde le habían prohibido la entrada a su propia tierra. Nadie, le había informado que el general se iba, tal vez porque a nadie podía ocurrírsele que no fuera el primero en saberlo. José Palacios lo supo en un mal momento, y luego lo había olvidado en los tumultos de las últimas horas. No descartó la mala idea por supuesto, de que el mariscal Sucre estuviera resentido por no haber sido avisado.

En el comedor contiguo, la mesa estaba servida para el esplendido desayuno criollo: tamales de hoja, morcillas de arroz, huevos revueltos en cazuelas, una rica variedad de panes de dulce sobre paños de encajes, y las marmitas de un chocolate ardiente y denso como un engrudo perfumado. Los dueños de casa habían retrasado el desayuno por si él aceptaba presidirlo, aunque sabían que en la mañana no tomaba nada más que la infusión de amapolas con goma arábiga. De todos modos, doña Amalia cumplió con invitarlo a ocupar la poltrona que le habían reservado en la cabecera, pero él declinó el honor y se dirigió a todos con una sonrisa formal.

“Mi camino es largo”, dijo. “Buen provecho”.

Se empinó para despedirse del presidente interino, y éste le correspondió con un abrazo enorme, que les permitió a todos comprobar qué pequeño era el cuerpo del general, y qué desamparado e inerme se veía a la hora de los adioses. Después volvió a estrechar las manos de todos y a besar las de las señoras. Doña Amalia trató de retenerlo hasta que escampara, aunque sabía tan bien como él que no iba a escampar en lo que faltaba del siglo. Además, se le notaba tanto el deseo de irse cuanto antes, que tratar de demorarlo le pareció una impertinencia. El dueño de casa lo condujo hasta las caballerizas bajo la llovizna invisible del jardín. Había tratado de ayudarlo llevándolo del brazo con la punta de los dedos, como si fuera de vidrio, y lo sorprendió la tensión de la energía que circulaba debajo de la piel, como un torrente secreto sin ninguna relación con la indigencia del cuerpo. Delegados del gobierno, de la diplomacia y de las fuerzas militares, con el barro hasta los tobillos y las capas ensopadas por la lluvia, lo esperaban para acompañarlo en su primera jornada. Nadie sabía a ciencia cierta, sin embargo, quiénes lo acompañaban por amistad, quiénes para protegerlo, y quiénes para estar seguros de que en verdad se iba.

La mula que le estaba reservada era la mejor de una recua de cien que un comerciante español le había dado al gobierno a cambio de la destrucción de su sumario de cuatrero. El general tenía ya la bota en el estribo que le ofreció el palafrenero, cuando el ministro de guerra y marina lo llamó: “Excelencia”. Él permaneció inmóvil, con el pie en el estribo, y agarrado de la silla con las dos manos.

“Quédese”, le dijo el ministro, “y haga un último sacrificio por salvar la patria”.

“No, Herrán”, replicó él, “ya no tengo patria por la cual sacrificarme”.

Era el fin. El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios se iba para siempre. Había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran. El único que tuvo bastante lucidez para saber que en realidad se iba, y para dónde se iba, fue el diplomático inglés que escribió en un informe oficial a su gobierno: “El tiempo que le queda le alcanzará a duras penas para llegar a la tumba”.

Bibliografía sobre Gabriel García Márquez

Dasso Saldívar. García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía, Madrid (1997). J.G. Cobo Borda. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez, Bogotá (1995). Lecturas convergentes, Bogotá (2006). Juan L. Cebrián (ed.). Retrato de Gabriel García Márquez, Barcelona (1997). Mario Vargas Llosa. García Márquez: Historia de un deicidio, Barcelona (1971). Ricardo Gullón. García Márquez o el olvidado arte de contar, Madrid (1970). VV.AA. Congreso Gabriel García Márquez (Zaragoza: 9 al 12 diciembre 1992): Quinientos años de soledad, Universidad de Zaragoza (1997).

Harold Alvarado Tenorio
Revista Arquitrave
Antología crítica de la poesía colombiana 

Locura por GGM Reforma 2