Mi cuerpo no te perteneceEscribe Heather Burtman en el New York Times — El día en que un extraño me gritó desde la ventanilla de su auto, yo iba cargando una enorme planta tropical que acababa de comprar en un invernadero. No pude oír lo que dijo, pero dudo que estuviera elogiando a mi planta.

Sus palabras, sin importar cuáles hayan sido, me hicieron pensar en todos los comentarios despectivos y las propuestas burdas que había escuchado antes, desde otras ventanas de autos, de boca de otros hombres: siempre fueron comentarios sobre mi cuerpo y lo que podían hacer con él.

Era como si, desde que cumplí los 16, mi cuerpo ya no fuera mío, sino del mundo en general y de ciertos hombres que paseaban en sus autos.

Cuando era niña, jugaba con el torso desnudo en el jardín de la casa y sentía que mi cuerpo era solo mío. Teníamos un patio rectangular en el que cavábamos un rectángulo más pequeño y este parche oscuro de tierra se convertía en nuestro jardín. A los cinco, seis y siete años, mis hermanos y yo reíamos mientras sacudíamos pedazos grandes de césped en el jardín, con los que nos rociábamos la tierra, que se nos metía por la nariz, y el lodo nos escurría por el pecho.

Me gustaba cómo se sentía el lodo recién sacado de la tierra sobre mi piel y le pedía a mi madre que me enterrara en él, tal como algunas veces lo hacía en la playa. Ella enterró la mitad de mi cuerpo, sonreí y posé para una foto. Me gustaba estar así: un torso desnudo y cubierto de lodo con un puñado de semillas con las que cultivaría zanahorias, en un futuro donde mi cuerpo sería mi cuerpo y tu cuerpo sería tu cuerpo.

La desnudez era nadar en la bahía mientras los rayos del sol brillaban detrás de los manzanos, y cuando caminábamos de regreso por la calle y los hombres nos sonreían, no lo hacían con mala intención.

Durante mi último año de preparatoria, fui a medirme por segunda vez un sostén a una tienda departamental, donde la vendedora resopló con un dejo de descontento cuando me dijo el tamaño de copa que era, como si pensara: “Cómo te atreves a hacerlos crecer tanto”.

Ahora era la portadora de este secreto: hay tallas más grandes que DD. Yo era la chica de los senos grandes. Había bromas, cumplidos de amigas, promesas de que mi futuro novio, marido o amante tendría enormes razones para ser feliz. Hubo hombres que me miraban con lujuria. Hombres que preguntaban: “¿Son de verdad?”.

No sabía qué contestar. No recordaba haber decidido conscientemente qué tamaño debían tener o haber hecho algo al respecto. En aquella época me di cuenta de que, en este mundo, habrá muchas veces en las que mi cuerpo no se sentirá como si fuera mío. Como cuando estaba en una discoteca y un hombre me agarró las nalgas y luego las manos, tratando de jalarme hacia él para bailar. Una puede decir que no cien veces y de cualquier modo te jalarán.

Y así se forma un nudo entre tus manos y las suyas, y cuanto más fuerte tratas de zafarte, más te jala hacia él. Es un juego para él, como uno de esos cilindros tejidos de colores, trampas para dedos, en los que una vez que un dedo queda atrapado se comprime más mientras más jalas.

Si tienes suerte, tus amigas le gritarán a ese hombre hasta que te suelte. Te quedarás ahí paralizada, quizá pensando de repente sobre lo pegajosa que está la pista de baile, si en los sanitarios tienen jabón para manos del que huele bien, a brisa de verano, a juventud y aire libre. Sin embargo, aquel es el olor de un mundo totalmente distinto, uno que pareciera ya no existir….

Artículo completo en español, New York Times

Imagen: Brian Rea vía NYT