Sobre CatalunyaReproducimos apartes de una nota publicada en español en el New York Times, que discute la situación en España.

Por Miguel Ramos. VALENCIA – España se exhibió el domingo al mundo de la peor manera que podría hacerlo. De acuerdo con las autoridades catalanas, cerca de 900 personas que abarrotaban los colegios donde se votaba resultaron heridas por la acción de la policía en una embestida brutal que ha escandalizado al mundo, viendo la resistencia pacífica de quienes defendían las urnas. Más de dos millones de catalanes votaron, el 42 por ciento del censo, y 90 por ciento a favor de la república catalana. Lo hizo desde el jugador del FC Barcelona Gerard Piqué hasta Neus Català, superviviente del Holocausto, a sus 102 años de edad. La policía solo pudo parar la votación en algunos puntos concretos. Pero al alcanzar ese clímax, España ya había perdido a Cataluña.

Más allá del debate sobre la legitimidad de un referéndum no pactado entre Cataluña y España, la acción del gobierno de Mariano Rajoy ante esta crisis ha puesto en evidencia el grave y verdadero problema que arrastra el Estado desde 1978, cuando se aprobó la Constitución tras la muerte del dictador Francisco Franco. Fue reformada en 2011, en plena crisis económica, para modificar su artículo 135 con los votos del Partido Popular (PP) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —de derecha y centro, respectivamente— para establecer como prioridad el pago de la deuda pública antes que cualquier otro gasto, una reforma que indignó a miles.

La Constitución fue aprobada en un momento excepcional, a pesar de un fascismo todavía activo y un Estado que se quería presentar como nuevo y democrático conservando las estructuras del que aspiraba a liquidar: la misma policía, algunos jueces, ministros y funcionarios del régimen franquista; sin juicios a los responsables de los crímenes de la dictadura, sin elección entre monarquía o república, con un rey impuesto por el dictador y ruido de sables por doquier.

Más allá del debate sobre la legitimidad de un referéndum no pactado entre Cataluña y España, la acción del gobierno de Mariano Rajoy ante esta crisis ha puesto en evidencia el grave y verdadero problema que arrastra el Estado desde 1978, cuando se aprobó la Constitución tras la muerte del dictador Francisco Franco. Fue reformada en 2011, en plena crisis económica, para modificar su artículo 135 con los votos del Partido Popular (PP) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —de derecha y centro, respectivamente— para establecer como prioridad el pago de la deuda pública antes que cualquier otro gasto, una reforma que indignó a miles.

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Cierto es que parte de la ciudadanía catalana tampoco considera legítimo el referéndum y que preferiría gestos por ambas partes para negociar una salida bilateral al conflicto. El gobierno español no ha mostrado ninguna disposición a negociar nada que implique la separación de Cataluña de España. El gobierno catalán, por su parte, ha decidido apoyarse en la mayoría parlamentaria de la que goza para forzar la maquinaria hasta el final y realizar este pulso simbólico con el Estado. Aunque ha sido siempre consciente de las dificultades para ofrecer una consulta con todas las garantías, ha conseguido sin duda elevar al plano internacional el conflicto y ganar todavía más adeptos a una consulta en Cataluña. Así, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos ha pedido que se investigue la violencia policial del domingo mientras el presidente catalán, Carles Puigdemont, ha anunciado que el proceso de desconexión de Cataluña respecto a España es irreversible.

España debería haber aprendido de las experiencias de Quebec y Escocia, pactando un referéndum con Cataluña. En ambos casos, los ciudadanos rechazaron la independencia, pero nadie pudo acusar a los Estados de no escuchar a sus ciudadanos. Debe ser capaz de ofrecer soluciones y descartar abiertamente el envío de tropas o la suspensión de los autogobiernos autonómicos. Urge una reforma constitucional a muchos niveles que actualice el diseño del Estado, en una sociedad que cambia muy rápidamente. Y el conflicto con Cataluña acaba de poner este reto sobre la mesa. Tanto algunas voces del PSOE como Podemos y la mayoría de partidos ya lo han pedido.

España tiene un gran problema, y este es ella misma: o lo afronta con valentía y con humildad, empieza a escuchar y abandona su arrogancia y su inmovilismo, o perderá una oportunidad histórica que quizá no tenga ya marcha atrás.

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