La obsesión del público estadounidense por los escándalos de políticos y celebridades contrasta vívidamente con la neutralidad con que el público francés los recibe. Hoy es el tema de una columna de Nikki Stern en Open Salon, que reproducimos parcialmente.

Los rumores vuelan que tanto el presidente de Francia Nicholas Sarkozy y su esposa, la cantante y modelo Carla Bruni, se están apartando. A juzgar por los estándares de Estados Unidos, las cosas han avanzado demasiado: se dice que Bruni se ha enamorado e ido a convivir con el popular cantante francés Benjamin Biolay. Mientras tanto, se supone que Sarkozy está con la política derechista (y antigua campeona de Karate) Chantal Jouanno.

Los rumores, tal como son, circulan entre los blogs, ¿dónde más? Tres blogs franceses informan sobre las supuestas relaciones, el que leí no parece tener información que confirme. Además, ¿por qué correría un editor el riesgo de enemistarse con personajes políticos para seguir una noticia que, según la versión francesa de la política, no tiene relación al ámbito político” O, como dicen los franceses, “ça ne fait rien”.

Contrastemos esa actitud con los Estados Unidos, cuya cultura tabloide permite perseguir a casi cualquier figura pública. Desde años, atrás cuando el candidato presidencial Gary Hart desafió a los periodistas a que lo “agarraran en el acto” con la modelo Donna Rice, la vida personal de los políticos ha sido el blanco de los paparazzi que antes perseguían las celebridades. El National Enquirer está siendo considerado para un premio Pulitzer por su cobertura del escándalo de John Edwards, evento que debe hacer revolcar en sus tumbas a muchos editores respetables.

La diferencia cultural es clara. Los franceses, como lo nota un reportero, creen que las figuras públicas deben ser juzgadas por su labor y no por sus “vidas sentimentales”. Señala que los antiguos presidentes François Mitterand y Jacques Chirac tenían amantes sin que ello les costara un precio político. Sarkozy es diferente: un personaje muy visible y altamente extravagante, cuya aparente necesidad de llamar la atención y carencia de discreción puede llevar al electorado a la conclusión de que su vida personal le impide desempeñar sus funciones públicas.

Es diferente en este país [EUA], donde nuestros periodistas sienten una obligación casi sagrada de seguir un rumor hasta hacer que la noticia salga a relucir. Su razonamiento, el cual francamente se lo hemos dado nosotros, es que la vida privada de los funcionarios públicos es de nuestra incumbencia en el momento que toman un juramento de servirnos.

Es claro que tenemos diferencias culturales con los franceses. Entrevistas callejeras en París concluyen que a la mayoría de la gente, estén o no desencantados (nadie parecía escandalizado), no veían automáticamente una alarmante conexión entre las actividades privadas de la pareja presidencial y las necesidades del puesto. Este parecer es anatema ante muchos americanos, quienes consideramos que informarnos cómo los dirigentes públicos (o espirituales) se comportan en privado nos dará un opinión honesta y acertada de cómo comportarán ante el público…

De igual interés es lo que los publicistas, editores y periodistas consideran merece ser reportardo. En Francia, la prensa tiene una actitud de laissez faire en lo referente a las vidas personales de la clase dominante, una actitud que sus lectores parecen aceptar. En los Estados Unidos, el escándalo vende, especialmente los escándalos que involucran a los funcionarios electos.

A fin de cuentas, todos podemos coincidir en que los políticos son unos sinvergüenzas, solo que como en Francia no es noticia se descarta; mientras que aquí se recibe con una indignación virtuosa y el tipo de interés morboso que puede obtener a un tabloide un premio de periodismo.

Artículo en inglés