imagesNuestro querido amigo Harold Alvarado Tenorio comparte con los lectores de El Molino Online sus comentarios sobre 5 poetas colombianos del siglo pasado, que publicó originalmente en serie El Espectador de Colombia.

Reproducimos, de la versión digital del diario, los textos. 

Rómulo Bustos Aguirre

image012Nacido en Santa Catalina de Alejandría, una localidad a medio centenar de kilómetros de Cartagena, Rómulo Bustos Aguirre (1954) es uno de los vates más celebrados por la élite cultural, conocida en Colombia como la social bacanería. Sus numerosos epigramas, poblados de animales y seres exánimes, han sido recogidos en varias ediciones universitarias y oficiales, a pesar de sus títulos un tanto enigmáticos.

A los nueve años y cuando la aldea no tenía mas de mil habitantes, el poeta, sus trece hermanos y su madre, Blanca Aguirre, se mudaron al callejón Berlín, al sur de Cartagena, cuando la ciudad colonial vivía adormecida bajo el influjo de los obispos católicos y sus murallas se pudrían al son de los sonetos de Luis Carlos López, el poeta más famoso de la ciudad antes de que Gómez Jattin asolara cantinas y plazas con su miseria y desparpajo.

Desde la Colonia, Cartagena no ha dejado de estar cercada, apetecida y despojada. Dieciocho ataques de corsarios registra la historia, pero son incontables los perpetrados hoy por una camarilla que persiste en saquear sus presupuestos y patrimonio, sin aliviar los desastres naturales, las muertes y la ignorancia de miles de gentes que cada año ven desfilar ante sus ojos atónitos reinas de belleza, músicos de renombre, reyes de la farándula, y millares de afamadas prostitutas y prostitutos que dan lustre con su carne a su pasarela.

Esa es la ciudad donde ha vivido el poeta desde los años setenta, cuando ingresó a la Universidad de Cartagena para estudiar derecho y tuvo la fortuna de encontrarse en sus aulas con un abogado y otro poeta, hermanados en su fascinación por las tesis filosóficas de Mao Zedong y por un programa de radio donde emitían su afecto por la lira de Mario Benedetti y la música de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Facundo Cabral.

Según ha confesado, leyó con fervor a Guillermo Valencia, Aurelio Arturo, Giovanni Quessep y Raúl Gómez Jattin, de quienes hay huellas evidentes en sus primeros libros, antes que las canciones de Rafael Escalona interpretadas por Carlos Vives rasgaran el nudo gordiano que le ataba al silencio de la danza mientras escuchaba los picós altisonantes de su niñez y le hacían creer en la existencia de los ángeles del capitalismo, o la de Dios, luego de la muerte que le propinó Nietzsche.

Un extrañamiento vivido desde los días de su niñez en Santa Catalina de Alejandría, distinguiendo los árboles frutales del patio de su casa u observando los insectos o siguiendo el vuelo de las aves. Ahora, remontando los cuarenta años, ahíto quizás de la docencia y releyendo a Jorge Luis Borges, encontraría la médula de su lenguaje, el ritmo de su poesía, contrariando la moda y la impostura que aupaba, desde prensa, radios y auditorios, el predominio de la imagen sobre la imaginación o el pensamiento. Un buen ejemplo de ese derrumbe del encanto del mundo es el poema homónimo del libro La estación de la sed (1998), escrito quizás en los últimos años del gobierno espurio de Ernesto Samper Pizano, cuando las Farc lograron la más grande ofensiva contra el Estado.

En el traspatio del cielo hay un desplazamiento de la metafísica hacia la vida cotidiana, retomando la flora o la fauna de sus recuerdos con un tono nostálgico evidente y reflexivo que se irá cargando de venenos hasta llegar a la apoteosis de Sacrificial, un diálogo siniestro entre un carnicero y su cliente que resulta o una transmutación de Abraham y su hijo Jacob, o una reflexión sobre el oficio del poeta, sin que medie distinción entre trozar la carne de una res y componer un poema. En el libro que toma el título de este poema, Bustos Aguirre, aludiendo a De caelo et ejus mirabilibus et de inferno, ex auditis et visis, de Emmanuel Swedenborg, y al arcángel de la anunciación de María, se burla de sí y sus poemas de juventud, y lo más mordaz, hace guasa de sus exégetas, que le han tomado por mago o sacerdote del ocultismo. En Sacrificiales la lascivia perturba la visión hagiográfica de una estampa sagrada, una burla para emplazar la adversidad.

Mauricio Contreras Hernández

image011Contrariando a varios de sus compañeros de viaje, Mauricio Contreras Hernández (Bogotá, 1960) no cree que la poesía tenga función política alguna, sin que por ello el poeta pueda eximirse de las relaciones sociales que establece con su tiempo. Desde sus primeros libros su poesía se ha caracterizado por un marcado interés en el destino del individuo atado a sus pasiones carnales, con una voz nada altanera, más aristocrática que enfática. Luego se irá sumergiendo en los abisales tormentos de los afectos entorpecidos, con un coro de voces que no encuentran dónde asistirse, hundiéndose en la ruina y el vacío, atados a un vicio maldito, la pasión sexual. Voces que recuerdan que vivimos mundos cerrados, conculcados, donde beber, fumar y fornicar, a sabiendas de que son las únicas fuentes del placer en este mundo, están prohibidas para siempre.
A continuación, en su segundo libro, En la raíz del grito (1995), Contreras extrema la monotonía del ritmo de sus oraciones demostrando, primero, su fe en las palabras y, luego, el fracaso de las estructuras que sostienen la frase, la representación, la lógica del pensamiento. La voz hiere, los ojos buscan lo invisible, dando forma a lo impreciso y contrahecho. Tenemos en Bogotá —parece repetir Contreras—, entre la euforia y la disforia, que abrir bien los ojos para que la destrucción no nos alcance; oír mucho para que el espeso ruido de la muerte no nos derribe; amar con sigilo para descubrir en el amante al asesino.

En los últimos cuarenta años el incremento de la violencia política causada por los enfrentamientos entre las guerrillas, el ejército y los grupos privados de autodefensas, los bombardeos a las zonas campesinas y los operativos antinarcóticos han desplazado a más de cinco millones de colombianos de sus hogares y parcelas. La guerra contrainsurgente ha producido miles de masacres entre los habitantes acusados de servir de apoyo social a la guerrilla, generando un repoblamiento de las regiones. Contreras Hernández ha recorrido muchos de esos territorios en su calidad de editor de libros para maestros de escuela y a partir de esas experiencias compuso De la incesante partida (2003).

Cada uno de los poemas de este libro ofrece una visión de ese horror vivido como si no hubiese existido nunca. De ahí su efecto chocante, cuando al leer parece que nos hablaran de otras cosas, que estamos vencidos, derrotados por unas fuerzas del mal inadvertidas y privilegiadas en los medios de comunicación, un cataclismo que ha sido una feria de sangre y terror. La danza de la muerte de nuestro final de siglo. Una visión del desplazamiento perpetuo del hombre sobre la tierra. De la incesante partida es uno de los pocos libros escritos en Colombia donde en cada página destila la sangre de los inocentes y la maldad del hombre se campea como Pedro por su casa.

Pero es quizás La herida intacta (2009) el libro más elaborado que haya publicado Contreras Hernández y con el cual ganó el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá de 2005. Publicado en una preciosa segunda edición por Daniel Almendrales, dividido en tres secciones que bucean en la memoria a la manera de Arthur Rimbaud en Harar, le saison en enfer del poeta bogotano ocurre entre los muros derruidos de una casa donde celajes de muchachos como querubines sucumben al placer demoledor de los camastros de Notre Dame de Fleurs y las humillaciones del Journal du voleur, mientras reflexiona sobre la poesía y la vida con un ritmo digno de los símbolos decadentes del primero y la madera que arde en el hogar de la locomotora de la prosa del transiberiano. La herida intacta es pura poesía urbana, acosada por millones de abandonados de la suerte y la fortuna, un retrato en puro cemento del barrio prostibulario donde vivió León de Greiff.

Fernando Molano Vargas

image003Que la muerte hace un trabajo prodigioso y a cada cual coloca en su sitio se comprueba con el destino de los tres libros de Fernando Molano Vargas (Bogotá, 1961 – 1998).

Un beso de Dick (1992) y Vista desde una acera (2012) son dos poemas narrativos donde Molano, como quería Quinto de Esmirna, usando su existencia y tragedia, rumia sobre lo erótico a medida que nos baña de la gracia con el esplendor de su prosodia bogotana y una sintaxis aprendida en los maestros que admiró. Las dos novelas tienen como protagonistas al propio Molano y a uno o varios de sus amores mientras atendía las escuelas públicas, los colegios de bachillerato y los años de universidad. Un breviario de los amores de un niño mientras entra en la adolescencia y que al cumplir la segunda década descubre cómo la muerte le pisa los talones y le concede la pena de haber conocido el amor y no poder prolongarlo.

A pesar de que Molano y algunos lectores han vinculado Un beso de Dick con el Oliver Twist de Dickens, el modelo de su lenguaje fue El guardián en el centeno de Jerome David Salinger, que en una suerte de monólogo narra las vicisitudes de Holden Caulfield con las drogas, el alcohol y la prostitución en Nueva York luego de ser notificado de su expulsión de la escuela preparatoria. Un rebelde, inadaptado e inmaduro de gran perspicacia que resume ese período de la existencia llamado adolescencia como el momento en que no se sabe qué se quiere. Como Salinger, también Molano reflexiona sobre la vida mientras piensa en qué es la poesía a partir de un texto de un autor cubano. Pero el laurel de Molano permanece como en Salinger en la pulsión sexual que condensa su prosa, ardiendo de pasión por todos los cuerpos que frecuenta en Nueva York y por el único cuerpo que en Bogotá desea Felipe (Fernando), un muchacho de dieciséis años que atiende las demandas de su carne y explora sus deseos en Un beso de Dick.

Al final de Vista desde una acera, Adrián y Fernando componen un ensayo para definir qué es la poesía, porque percibían que ella, como una divinidad, está en todas partes, en los poemas, las novelas, los cuentos, los dramas, las pinturas, las esculturas, los diseños arquitectónicos, las sonatas, las sinfonías, los enunciados matemáticos, en los pasajes de los libros de historia y la astronomía. La poesía era un magma inmenso que todo contaminaba porque aparecía allí donde el hombre había intervenido. Pero aun cuando sonase verdadero, la poesía servía para nada contrariando los otros objetos que fabricaba el hombre, un cepillo de dientes, una bomba atómica. Después de muchas vueltas concluyen que así como la simpatía, que es indefinible, la poesía es tan inefable como un armónico de notas que fascinan e impiden escuchar el resto de la melodía, o la imprecisa resistencia de los colores que se tocan en una línea, o la frase que al ser leída en voz alta nos apresa como una abeja sobre un pétalo o el aroma de las cosas viejas en los armarios del ayer y la luz y la oscuridad de una mirada que nos deja caer el dolor y la amargura porque la poesía no sólo es sino que está.

Con esos artificios ideológicos están compuestos los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos (1997), el libro que publicó unos meses antes de su muerte. Aquí el destilado incluye destellos de Silva o remotas paráfrasis de Kavafis. Shakespeare, Luis de León, Horacio, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Whitman, Rilke, José Manuel Arango, Borges, Wilde, Wordsworth y Coleridge desfilan, más desnudos que vestidos, en ese puñado de textos que rinden tributo a la felicidad como único atributo del cuerpo deseado.

No hay que creer que Molano era un ingenuo y un inocente. Nada de eso. Que hubiese elegido la rotura de la adolescencia al entrar en la vida adulta para levantar las epifanías de su poesía no significa que no hubiese bebido todas las amarguras de la pobreza, separación y exclusiones de una sociedad miserable y abyecta como la Colombia de hoy.

Antonio Silvera Arenas

image010Tímido y parsimonioso en la observación del mundo, Antonio Silvera Arenas (Barranquilla, 1965) mostró desde sus primeros poemas una diáfana coherencia en temas y tonos, alejándose de estorbos teóricos para escribir su poesía. Su voz desciende desde entonces de la boca de la misma musa y apenas el texto se reciente con las enmiendas a que le somete después de las descargas catárticas.Deseando ser abogado marchó a la capital donde descubrió la reticencia de los bogotanos en comparación con el ánimo abierto y guasón de los curramberos. Ese no expresar algo del todo, interrumpir la frase para decir con el silencio, ese “mira aquello” del cachaco fetén para referirse al ridículo de una señora pasada de millones y kilos con una minifalda y un moño en el culo, mientras los propios, ellos, con sus ternos oscuros y corbatas rigurosas y ellas, de trajes de modisto apenas adornadas con una joya carísima y un aire de benevolencia distante y protector donde asoma la envidia, tratan a todo el resto, costeños, paisas y opitas, como extraterrestres.

Desde entonces para Silvera el palo no está para cucharas. El poeta contemporáneo no puede solazarse ni ser optimista ni buscar el paraíso en la niñez porque hasta ese mismo recuerdo se cuelan las dudas de la conciencia y los desencantos de la llamada posmodernidad, cuando quien lee no traga entero y sabe que tras el rostro de la felicidad acecha la desgracia de ser y estar vivos. El poema hoy es autocritico, es pregunta y lleva oculta la simiente de su destrucción. Porque dado el cúmulo de hechos que atosigan a diario al poeta, su poesía, debe conducirnos al descreimiento, la racionalidad, la duda. La poesía como sinapismo del dolor.

En Mi sombra no es para mí (1990) su poesía da fe de una sociedad estropeada. Una voz y un universo identificable, con un repertorio y sus perturbaciones definidas. Afecto, armonía y poesía son los asuntos de que se ocupa en este su primer libro. Con un decorado de fondo, dedicado a asuntos amorosos. Un ensayo de biografía lírica que recorre las horas de abandono del hogar hacia los espacios abiertos de las ciudades, el desarraigo y choque con un mundo helado y lluvioso y el anhelo por volver allí donde las manos del amor filial harían segura la vida.

Silvera opone a la muerte, los sueños; la belleza juvenil al deterioro de la vejez; la poesía al capitalismo rampante; la carne a los libros; el tiempo inexorable a la perdurabilidad del canto, etc., mientras dialoga con sus pares de otros ámbitos lingüísticos, desde Hart Crane hasta Esquilo. Un lenguaje libre de retóricas, sartas de metáforas, o las sandeces abyectas de cierta poesia de festivales y concursos.

Edad de hierro (1998) navega por aguas mas profundas, se sumerge para escrutar en el fondo de los tiempos y con los arquetipos del mundo antiguo las respuestas buscadas antes con la ingenuidad adolescente. De nuevo el viaje como guía del destino. El ingreso de un mancebo en el mundo de hierro de la vida, la ácida aventura de iniciarse en la supervivencia, con un desamparo que delata el titubeo del poema, un más allá indefinido e indeciso:

A partir de este libro el desencanto de Silvera con su mundo y el de los “otros” será definitivo. Y aun cuando quiera resucitar las músicas del verso usando formas y conceptos del pasado, escribiendo en tercetos encadenados con rima asonante como sucede en Musa, insistiendo en la recuperación de un paraíso que constata nunca existió, dando tumbos entre la realidad, el mundo termina por venirse abajo.

No hay duda que este barranquillero ha escrito algunos de los poemas más agudos de nuestro tiempo, estrictamente contemporáneos de la vida de finales del siglo XX en Colombia. Su más reciente libro, El fantasma de la alondra [2011] es un prontuario de las desdichas del hombre cuando ya ha atravesado la ranura de la reproducción y se sabe absolutamente mortal. Ni cielo, ni paraíso, sólo infierno, ruina y vejez. Silvera demuestra que ha degustado los mejores poemas de la lengua, que ha saciado su sed en nuestro propio pozo, y exhibe unas prosodias que perpetúan los grandes textos y prolongadas meditaciones.

Toto Trejos

image013Según todas las crónicas, fue en 1985, a la edad de 16 años, mientras presenciaba la lectura de poemas de Jaime Jaramillo Escobar en el Teatro Cuesta, cuando Toto Trejos (Riosucio, 1969 – 1999) sintió la revelación de la poesía. Esa noche X-504 fue sacando de su manga de nigromante, como era habitual, extensas tiras de poesía, mientras con su voz pastosa hizo el elogio del concepto de su negra, las virtudes de la digestión de la pulpa de coco, el plátano hartón de cáscara roja, la pepita de la pitahaya, la granadilla y la papayuela.

Omitiendo las dos largas temporadas que pasó tratando de estudiar filosofía y letras en la Universidad de Caldas o haciendo de utilero para una orquesta de cámara, Trejos gastó el resto de su vida entre la desolación y la pobreza de su cuarto en casa de sus padres y la biblioteca del Parque de La Candelaria, donde con letra menuda y estilográficas de tinta roja redactaría sus cientos de poemas y los pocos ensayos que confirman una vida consagrada al magisterio de la poesía.

La obra de Trejos está contenida en tres libros de poemas: Poemas de amor y desamor (Manizales, 1994), Ahasverus (Manizales, 1995), Manos ineptas (Medellín, 1995); una selección de sus composiciones desconocidas: Obra inédita (Riosucio, 2006), y ocho ensayos que permanecen inéditos.

Entre 1985 y 1999 las viejas luchas reivindicativas de los colombianos, tanto de la intelectualidad como de sus campesinos y obreros, vieron aparecer como caída del cielo una nueva clase social que prometía cambiarlo todo recurriendo a la maldición del narcotráfico. Nunca antes nadie pudo imaginar que un puñado de bandidos iba a cambiar la historia de Colombia. Ni que la poesía iba a resucitar de sus viejas cenizas convertida en instrumento de propaganda y la piedra de toque de grandes corruptelas.

Varios de los críticos que se han ocupado de la obra de Trejos han anotado el carácter desencantado de su obra, preguntando, en no pocas ocasiones, qué pudo causar tanto desapego a la vida, las creencias, el presente o el futuro en un hombre tan joven y tan inteligente. Pero mucho más asombro causa que hubiese decidido desde temprana edad renunciar al dinero, cuando todas las oportunidades de alcanzarlo de la más fácil manera estuvieron a su alcance en esos años aciagos del auge de la corrupción y el crimen organizado. Con su inteligencia bien había podido pasar a los anales y memorias que viene celebrando desde hace más de dos décadas la horrenda televisión colombiana.

Las respuestas a esos interrogantes hay que encontrarlas en incontables lecturas y adicciones a sus maestros, en especial a Nietzsche, cuyas contradictorias postulaciones terminaron por convertir a Trejos en una suerte de poète maudit de la poesía colombiana de finales del siglo pasado. Un Isidore Ducasse budista, blasfemo y sadomasoquista.

La crudeza de su mundo personal, las derrotas afectivas, las malas noticias, los crímenes, la insania de la vida de un predestinado en la pobreza hicieron que el poeta se fuera refugiando más y más en la lectura de Schopenhauer, cuya filosofía intempestiva, a contratiempo y contracorriente, le confirmaba que todo intento por conocer a los otros y al mundo es artificio, los dioses un despojo de las teologías del mundo antiguo, y, como en el sueño del burgués Hans Castorp (ávido de saberes como el mismo Trejos), personaje de la novela de Tomas Mann que leyó siendo muy joven, tras los paisajes, las islas y los santuarios se oculta una madrastra, la naturaleza, que nos devora para perpetuarse. Ante este horror, sólo podemos encontrar alivios pasajeros en el arte, en especial la poesía, que por segundos nos hace olvidar las miserias de la existencia. Entonces abandonó el mundo y se refugió en la poesía y el alcohol, las pócimas que lo llevaron a la muerte.

Una poesía nítida, cuya mayor virtud es el tono de la voz del poeta, que hace que sus confesiones —otra cosa no son— sean registros de sus penas, desconsuelos y apremios con ritmos de réquiem, tedéum o miserere, sin que la fiesta incendie la orquesta de cámara, donde anhela la muerte. En Monólogo de Hölderlin, Trejos anuncia su separación del cosmos a fin de alcanzar el fuego de Prometeo, así los Dioses castiguen su audacia; ha resuelto abandonarse a sí mismo, alcanzar la ascesis del Buda de Schopenhauer, quemar las naves, porque sabe a ciencia cierta que nada tuvo en este mundo.

Harold Alvarado Tenorio

Revista Arquitrave

Antología crítica de la poesía colombiana