TrayvonMartinHoodedPublicado el 19 de julio 2013 en La Nación de Argentina. Reproducido con autorización. Por Claudio Iván Remeseria. A mediados de la década del 90 se instaló en Estados Unidos la idea de que el país había ingresado en una era posracial. El movimiento de derechos civiles tenía casi medio siglo de existencia y en ese tiempo la situación de la población afroamericana había mejorado sustancialmente. Todavía quedaba mucho por hacer, pero el balance era positivo. Las muestras de racismo que aún afloraban, como la salvaje golpiza policial a Rodney King y otros horrores semejantes, eran desde esta perspectiva la reincidencia pasajera de una enfermedad en remisión. La sociedad había madurado, y el color de la piel ya no era un obstáculo insalvable para el éxito individual; la elección de Barack Obama pareció confirmar este criterio. Sin embargo, esa visión optimista de las relaciones raciales nunca terminó de cuajar del todo. La muerte de Trayvon Martin y la absolución del hombre que lo mató la hicieron estallar en pedazos.

El 26 de febrero de 2012, Trayvon Martin, un adolescente de 17 años, caminaba hacia la casa de la novia de su padre en un barrio cerrado de clase media en la ciudad de Sanford, Florida. Venía de comprar un paquete de golosinas para su hermanito y una lata de té helado para él, y estaba hablando por celular con una amiga en Miami. Al mismo tiempo, en otra parte del barrio, George Zimmerman, un vigilador voluntario de 28 años, salía de su casa con su pistola 9 mm oculta atrás de la cintura, bajo la ropa. Cuando desde su auto vio al joven desconocido, alto, con la capucha del buzo cubriéndole la cabeza, pensó que era un ladrón y llamó al 911. La policía le dijo que no era necesario que lo siguiera, pero Zimmerman estacionó, bajó del auto y encaró al joven. Lo que siguió es confuso: una increpación, una pelea, gritos y, finalmente, un tiro al corazón del muchacho, que quedó muerto sobre el pasto. La policía llegó poco después, tomó declaración al vigilador y lo dejó ir, porque determinó que había actuado en defensa propia.

Todos los días mueren violentamente decenas de jóvenes negros en enfrentamientos con la policía o entre bandas, pero esta muerte tocó un nervio especial. ¿Cómo podía ser que un chico que caminaba hacia su casa, que no estaba haciendo nada ilegal y que no iba armado estuviese muerto, y que el hombre que lo había matado ni siquiera estuviera detenido? Esto evocaba los peores momentos de la historia racial de los Estados Unidos, un pasado que parecía no ser pasado. Sus padres lanzaron una campaña que rápidamente se nacionalizó. Un petitorio de Change.org (2 millones de firmas) y movilizaciones en todo el país pidieron el arresto de Zimmerman, que, finalmente, se produjo seis semanas más tarde. El paquete de Skittles, la marca de golosinas que Trayvon llevaba en un bolsillo al morir, se convirtió en emblema levantado por miles de brazos en las marchas. Hasta el propio presidente, visiblemente conmovido, mostró su desconsuelo durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca: “Si yo tuviera un hijo, se parecería a Trayvon”.

Por esos días, el polémico comentarista de Fox News Geraldo Rivera tiró nafta al fuego al afirmar que lo que mató a Trayvon fue la capucha. “Yo siempre les he dicho a mis hijos [Rivera, de madre peruana, tiene piel relativamente oscura] que si se visten como delincuentes, los van a tomar por delincuentes.” En repudio, la imagen de Trayvon con capucha se convirtió en un meme de Internet. Más allá de su torpe buena intención, el comentario de Rivera expuso el núcleo del problema: la muerte de Trayvon Martin fue un caso de racial profiling , el prejuzgamiento de las intenciones supuestamente delictivas de una persona a partir de su aspecto, especialmente del color de su piel. Zimmerman reconoció que siguió al muchacho porque le pareció que “no andaba en nada bueno”. Sus abogados lo justificaron diciendo que el barrio había sufrido varios robos y que los ladrones habían sido siempre negros.

Que Trayvon Martin tuviera la capucha puesta es irrelevante: no hay posiblemente un solo hombre negro en este país que no haya sufrido alguna vez el hostigamiento injustificado de la policía o de particulares, independientemente de cómo estuviera vestido. La identificación colectiva con el trágico destino del adolescente galvanizó a la sociedad frente a las pantallas de TV durante el mes que duró el juicio y generó uno de los más intensos debates en la historia reciente de esta nación sobre la persistencia del racismo en las instituciones y en la mente y el corazón de las personas.

No es necesario ser negro para imaginar qué pudo haber sentido Trayvon Martin en esos minutos fatales: el miedo al verse perseguido por un extraño, la indignación al comprobar por qué lo estaba siguiendo, el terror ante la muerte próxima. Aparentemente, el jurado de cinco mujeres blancas y una supuesta latina que halló “no culpable” a Zimmerman no pudo identificarse con la víctima, sino con su agresor. Es probable que no hayan tenido más alternativa: en el sistema judicial norteamericano, el acusado no tiene que probar su inocencia; es la fiscalía la que debe probar su culpabilidad más allá de una duda razonable y esto no ocurrió. Pero las declaraciones que una de los jurados hizo luego del juicio sugieren que ella y sus colegas tampoco pudieron ponerse en el lugar de un adolescente negro.

Los Estados Unidos de 2013 no son el mismo país de 1963. El virtual apartheid de entonces ya no existe, el 58% de la población cree que las diferencias entre blancos y negros se arreglarán, y la realidad racial es mucho más compleja. El mismo Zimmerman no es el típico grandote rubio que aparece en los viejos noticieros reprimiendo a los manifestantes, sino un hombre de tez cobriza, hijo de una inmigrante peruana, que en otro lugar y circunstancias podría ser víctima del mismo prejuicio que él tuvo hacia Trayvon Martin. En esta muerte, la nación se ha mirado al espejo y se ha topado con la bestia del racismo; deberá decidir si desviar la vista o seguir mirando hasta encontrar una salida.

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