Si en la crisis nuclear del Japón se requiere el equivalente a una misión suicida, el núcleo de 50 técnicos que permanecieron en la central de Fukushima tras las  evacuaciones de los otros 700 empleados de la planta encaja perfectamente esta descripción. El riesgo que corren no podía ser más elevado/

Y en ellos descansa la última esperanza de impedir que empeore lo que ya es la peor tragedia nuclear en años.

Keith Bradsher y Hiroko Tabuchi describen en el New York Times la misión de este grupo especial de trabajadores. “Se arrastran por los laberintos de la maquinaria en una oscuridad total que escasamente rompe sus linternas, los oídos atentos para detectar las explosiones periódicas que causa el gas hidrógeno que, al escapar de los reactores paralizados se inflama al entrar en contacto con el aire”.

Escasamente protegidos con sus trajes blancos y capuchas están expuestos niveles de radiactividad que pueden considerarse fatales. Como punto de comparación, señalan que la tragedia de Chernóbil en 1986, el equivalente ucraniano de este destacamente fue diezmado: 28 muertos en los primeros tres meses, otros 19 más tarde y al menos 106 han quedado debilitados por enfermedades crónicas.

Algunos de ellos se han ofrecido como voluntarios, a otros les han asignado la labor, pero entre todos se ha forjado una solidaridad de grupo similar a aquella entre bomberos o unidades militares élite. “Durante las conversaciones del almuerzo, con frecuencia discuten qué harían en caso de una emergencia seria: el consenso es que le dirían a sus familias que evacúen, para luego regresar a sus puestos hasta el final”.

Este miércoles, durante varias horas, estos trabajadores también fueron evacuados.

Artículo en inglés

Foto cortesía de ssoosay via flickr