Atraída por el vertiginoso ascenso de los precios del oro que ha llevado a millones de inversionistas a través del mundo a cambiar sus portafolios, la guerrilla colombiana ha encontrado una nueva fuente de ingresos que maneja con la brutalidad de siempre y la minuciosedad de un contable.

Escribe desde Caucasia, al norte del departamento de Antioquia, Simon Romero para el New York Times un extenso artículo. Muestra cómo la prospección del oro está trasformando el conflicto armado que por cinco décadas ha desangrado esa nación sudamericana, sustituyendo a la coca con otro abundante medio de costear la guerra, ofreciendo una actividad violenta que permite a paramilitares desmovilizados ejercer sus oficios, y contaminando el medio ambiente a peligrosísimos niveles.

Los actores en este drama humano son los de siempre: la guerrilla de las FARC, el ejército colombiano, antiguos paramilitares desmovilizados y miles de colombianos tratando de ganarse la vida en la única actividad que paga en el área. Si ayer fue la coca, la erradicación de los cultivos ha reducido su atractivo. Hoy el brillo viene, literalmente, del oro que en los mercados internacionales alcanza a US$1,400 la onza. Para un minero ello le trae unos US$1,000 mensuales, o tres salarios mínimos.

“La fiebre del oro aquí es parte de un auge de la minería en Colombia que vio incrementos de la producción de oro en un 30 por ciento el año pasado y viene atrayendo toda una gama de buscadores de fortunas: desde las compañías multinacionales a granjeros que han dejado sus campos y recogido palas”.

Sin ningún tipo de control gubernamental, unos 30,000 mineros se han lanzando a la región, contaminándola con mercurio (elemento que en forma líquida separa el oro del sedimento de los ríos). Sueltan cada año 67 toneladas de mercurio al medio ambiente, más que ningún otro país, dice el Times.

Control sobre el área se lo disputan a balazos dos pandillas: los urabeños y los rastrojos, con miles de efectivos cada uno.

El gobierno no puede controlar el área.

Y las FARC han caído en medio de la situación, viendo en ella una nueva fuente de ingresos, incluso asignando altos dirigentes a su administración, agrega.

“Mineros y consultores de seguridad describen cómo la zona se ha convertido en un bastión de las FARC, con la guerrilla cobrando tarifas de extorsión con una precisión de contador: US$3,800 al mes por cada retroexcavadora en funcionamiento; 141.000 dólares al mes por el permiso para explotar un determinado sitio, y así sucesivamente”.

Artículo en inglés

Foto cortesía de covilha via flickr