Gustave Flaubert ROGER VIOLLET
Gustave Flaubert ROGER VIOLLET

Una nueva edición de la clásica novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert, con tres fragmentos eliminados de la edición original y donde Emma Bovary es enfrentada el tabú de la lectura en la sociedad de aquella época, algo visto como perjudicial para las mujeres y quizás la causa del suicidio de la angustiada mujer. Publicará la nueva versión la casa español Siruela y, mientras ello tiene lugar la revista madrileña Turia ha adelantado estos fragmentos, que se publicaron en Francia en la nueva versión de Gallimard.

Santiago Rosero de Radio Francia Internacional entrevista a Mauro Armiño, el escritor y traductor de los fragmentos, Mauro Armiño.

CULT 17H 12-3-14 MADAME BOVARY

(04:48)

 
 

Fragmento, tomado de Eco de Teruel.

[UNA DISCUSIÓN SOBRE LIBROS]

Pero eso acarrea consecuencias, pobre hijo mío, y quien no tiene religión siempre acaba mal. (IIª parte, cap. VII, pág. 163, líneas 18-19).

—Perdóneme –interrumpió el señor Homais–, se puede permanecer en el buen camino sin seguir para nada el de la Iglesia. Mejor admitir todo. Seamos tolerantes y filósofos, examinemos las cosas; – y no es para atacar la religión. Yo la respeto, sé que se necesita una; pero, en fin, el dogma no implica en absoluto moral, como tampoco la virtud depende de la creencia. Y así los españoles, los italianos, esos andaluces de que hablan los autores, esas mujeres voluptuosas que asisten a corridas de toros y llevan puñales en la liga, pues bien, esas mujeres tienen religión, y ello no impide que…

—Usted, señor Homais –replicaba Bovary madre, ¡usted es un hombre de ciencia!… Usted tiene sus ideas… yo tengo las mías. Sin embargo, deberá admitir que una mujer no puede razonar como un hombre. ¡Ellas no saben latín! Les resulta imposible sopesar los pros y los contras; y yo sostengo que, a fuerza de atormentarse siempre porque quieren aprender más, terminan cayendo enfermas. Imagínese cómo pasan las noches.

—¡Oh, detestable, detestable! –exclamó el farmacéutico, súbitamente ablandado por el cumplido–, no hay exceso peor que esa manía de hacer del día noche y de la noche el día. Por eso yo, incluso en los momentos claves de mis estudios, nunca me acosté pasadas las diez; pero desde las cuatro en verano, y de las cinco en invierno, ya estaba en la tarea; además, con seis horas bastan; ¡es lo razonable!

septem horas pigro, nulli concedimus octo

 

aunque, a decir verdad, nos hayamos relajado en ese punto un poco de la rigidez gótica de nuestros buenos antepasados. No obstante, pienso como usted, señora, que la blandura de la cama, cuando se le une el hábito de la lectura, puede volverse extremadamente funesta. La inercia muscular que es demasiado completa, no contrarresta la acción cefálica, que es demasiado violenta; sin tener en cuenta que la noche actúa poderosamente por sí misma sobre el sistema nervioso, pues entonces la imaginación es más sobreexcitable, y la sensibilidad más impresionable. El nervio óptico, continuamente obligado a llevar al cerebro las sensaciones, lo agita. Lo conmociona. Trabaja como un berbiquí que le hubieran adaptado para perforarlo. — Y, de ahí, palpitaciones, desganas, pérdida del apetito, las digestiones se hacen mal, la inervación se altera, es la vigilia la que se convierte en sueño, el sueño en vigilia, el dormir, si se presenta, resulta perpetuamente agitado por epistomaquias, dicho en otros términos pesadillas, y pronto ocurren los diferentes fenómenos de magnetismo y de sonambulismo, con los más tristes resultados, con las más deplorables consecuencias –y no ataco aquí, fíjese bien, el fondo del asunto, no voy al corazón del tema, que sería examinar las relaciones de la moral y de lo físico y cómo la literatura y las Bellas Artes tienen relación con la Fisiología–, no, rozamos y vemos de pasada lo que se encuentra en la mayoría de los autores modernos, a fin de descubrir si es posible…

—Pues ya que eso le divierte –objetaba Charles aturdido.

—¡Permítame! –decía el boticario acalorado.

—Escúchale –replicaba la madre Bovary.

—Cavernas –continuaba el señor Homais–, espectros, ruinas, cementerios, monederos falsos, claros de luna, ¿qué sé yo?, toda suerte de cuadros lúgubres que predisponen singularmente a la melancolía. Añada luego que esos productos febriles de imaginaciones delirantes están mancillados por neologismos, expresiones bárbaras, palabras barrocas, hasta el punto de que se ve uno obligado a devanarse los sesos para comprenderlas. Porque les confieso que yo, a menudo… ¡no comprendo a sus autores de moda! –y no me refiero a los pequeños, no, sino a los más célebres, a los que tienen reputación, ¡a los que están en la cumbre!–, y lo repito una vez más, quizá sea por falta de inteligencia, lo declaro con toda humildad, en fin, no los comprendo; y no me sorprendería en absoluto que esas invenciones en que el buen gusto, como la lengua y las costumbres, son tan audazmente ultrajadas, terminen por revolucionar incluso el propio organismo. Todo esto, por supuesto, no tiene ninguna relación con Madame Bovary, que desde luego es una de las damas que más considero, salvo quizá un poco de efervescencia, un poco de exaltación.

—¡No, no! –exclamaba la anciana agitando sus agudas encías–, lo que usted dice, señor Homais, tiene mucha cordura; porque esos libros de que habla muestran la existencia rodeada de belleza, pero luego, cuando se llega a la realidad, se topa con el desencanto. Y es eso, estoy segura, ella rabia sabiendo que no tiene razón, y que la conozco bien. ¡Ah, sí!, bien que la conozco. Porque no se trata de hacerse la cursilona, ¡la intelectual!, además ¡hay que sufrir en la vida! ¡Hay que cumplir con sus deberes! ¡Hay que gobernar la casa! Pero es lamentable, de verdad, y tu deberías vigilarla, ¿no es cierto, señor, usted que es su amigo?

Tomaron, pues, la decisión de impedir que Emma leyera novelas.