KabulKABUL, Afganistán — Completo una semana en Kabul. Algunas sensaciones iniciales desaparecen otras se fortalecen. Las extremas medidas de seguridad calman en alguna medida el temor subconsciente de saber que si a uno lo tienen tan cuidado, por algo será.

Me dice un amigo americano que la guerra tiene dos estaciones, la estación de pelear “the fighting season”, primavera verano y el comienzo del otoño y la estación de los actos terroristas, “terrorist season”, fin de otoño e invierno cuando como no pueden pelear, el Talibán “bombs the shit out of Kabul”.

Hay una época de transición que parece ser ahora.

Ni lo uno ni lo otro sin descartar que pase lo uno u lo otro.

Desde Enero no hay bombas. Toco madera.

La ciudad se va confirmando, en su belleza, en sus caóticas calles. A medida que hago diferentes recorridos para cumplir con las múltiples citas para hacer las entrevistas que vine a hacer, voy descubriendo, siempre desde la ventanilla de la camioneta blindada, una ciudad llena de vida, de colores, de comercios atractivos.

Me hacen falta los sonidos de la gente.

La casa de huéspedes en donde estoy queda muy cerca de un parque.

En la tarde, desde el balcón de mi cuarto, un cuarto amplio y confortable, oigo los gritos de los niños jugando, suenan felices, despreocupados.

Ya al caer de la tarde oigo las conversaciones animadas de los hombres que toman té y comen brochetas en puestos callejeros.

Uno se antoja, pero ni modo.

Siempre a toda hora el ruido de los helicópteros interrumpe.

Y religiosamente, cinco veces al día suena el melódico llamado a la oración desde los minaretes de las mezquitas.

Veo pocas mujeres en la calle. Todas con sus pañoletas multicolores que han reemplazado el tristemente famoso burka. Se ven pocos, muy pocos burkas.

Una observación algo simplista, seguramente, la situación de esas mujeres caminando presurosas, asustadas escondidas detrás del burka azul, con una simple red que les permitía ver el camino ha mejorado radicalmente.

Las veo en las oficinas del ministerio de Salud, participando de las reuniones.

El trato es distinto, sin embargo. Si está uno con un grupo de hombres y llega una mujer, no se acerca a saludar al parche, como en nuestros países. Se queda un poco apartada, si hay otra mujer, charla con ella, con sus colegas masculinos, poco o casi nada. Ya en las reuniones participan y opinan. La integración social no se ha dado, una mujer no charla con un hombre en público.

Las avenidas de Kabul, seguramente construidas en esta especie de plan Marshall desarrollado por los americanos y las demás fuerzas de “intervención”, son amplias.

Cuando los afganos aprendan a manejar se podrá circular cómodamente. Hoy en día pitan sin cesar y más parecen en una competencia de Slalom que dirigiéndose a algún lugar. Cada vez que nos aproximamos a una glorieta cierro los ojos, le pasan a uno carros por todos lados, parecería que hay una constante competencia a ver quién sale de primero de la pinche glorieta.

Para envidia de los bogotanos, no hay huecos. Y para felicidad de un bogotano cualquiera estacionan en donde les viene en gana, en doble fila en triple fila si es necesario. No he visto transporte púbico.

¡Peñalosa alcalde de Kabul! ¿cómo se dirá Transmilenio en afgano?

En el caos de las glorietas y de las esquinas de gran confluencia no puedo menos que pensar que si a cualquier loquito extremista le diera por volar su chalequito, la masacre sería de grandes proporciones. Mi conductor parece pensar lo mismo, porque mientras yo cierro los ojos él embiste para salir lo antes posible del nudo gordiano que se forma.

Los afganos que he conocido desde el guardia barbado, de edad indefinida, podría ser mi abuelo, mi papá o mi hermano menor, con su AK47 siempre listo, hasta el vice ministro de salud con su impecable acento británico, son amables, deferentes.

Entre ellos, entre hombres se tratan con cariño cuando son amigos, se saludan de beso en la mejilla y con mucho respeto cuando no lo son. Como en casi todo el mundo musulmán el saludo puede durar un buen rato mientras preguntas por toda la familia ampliada de tu interlocutor.

Cuando necesito comprar juguito y galletas para tener en mi cuarto me llevan a súper para extranjeros con puerta blindada, esculcada a la entrada y todo. Los de a pata sin embargo parecen hacer sus compras en mercados informales en la calle.

KabulEn una esquina ve uno el puesto de fruta y detrás colgando de la puerta los corderos enteros o las patas de cordero. Al lado generalmente hay un almacén donde venden granos y especies que me fascinaría visitar.

La comida afgana que me sirven en la cafetería de la oficina es condimentada, sin excesos. En la mesa siempre hay aceitunas, guindillas y una salsa que abre hueco para el que quiera emberracar el stew.

Siempre con pan árabe recién hecho caliéntico.

Me quedan cuatro días más de trabajo intenso y apasionante. Esta vida loca es la que me da las energías y le da sentido a lo que he hecho.

Fotos cortesía James Dennes via flickr

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