A las cuatro cincuenta y cinco de la tarde del 17 de junio, Colombia supo que Iván Duque Márquez sería su próximo presidente. Sale y vale.
Treinta y cinco minutos más tarde, hacia las cinco y treinta, con casi el 100% de las mesas escrutadas, supimos otras cosas. Que Duque había sacado más de diez millones de votos, la mayor votación para candidato presidencial alguno. Que Gustavo Petro había sacado más de ocho millones de votos, lo que le da un mandato claro, como diría López Michelsen, para ser el líder de una oposición fortalecida. Que el voto en blanco no fue ni más ni menos que en otras elecciones, el 4%.
La participación volvió a superar el cincuenta por ciento lo que es alto para Colombia en donde el voto no es obligatorio.
Y así quedamos
Estoy en Ginebra, participando en una reunión de un consejo asesor para un programa que busca encontrar aplicaciones y formulaciones innovativas para el control de los vectores que transmiten el paludismo y otras enfermedades. El lunes en la noche, tomando una copa con mis colegas europeos y norteamericanos, les contaba que hora y media después de cerradas las mesas de votación Colombia tenía un resultado certero de la elección. Ellos creían que era una proyección y cuando les expliqué que no era así, quedaron perplejos.
Tenemos un sistema electoral muy confiable. Sigo sin entender porqué los colombianos permitimos que no lo respetaran los amigos de la paz cuando fueron derrotados.
Vinieron los discursos de los candidatos.
Empiezo por Gustavo Petro, que fue moderando su discurso y alejándose de las ideas extremistas sobre las que inició la construcción de su candidatura. El discurso de “aceptación” de Petro fue bueno. Habló como líder de la oposición y de entradita le planteó al presidente electo, los asuntos sobre los que sus ocho millones de votos pesarán. No fueron exigencias, más bien advertencias. Estuvo mucho mejor que muchos de sus seguidores que se rasgaban las vestiduras, anunciaban la debacle, el triunfo del mismísimo demonio y clamaban a gritos “resistencia”.
El discurso de Duque fue un discurso de Duque. No inspira pasión. Transmite tranquilidad a quienes le creen. Otros ven en su discurso el discurso de siempre de la clase política colombiana. Y de eso hubo. Sobraba el agradecimiento al procurador Ordoñez, siniestro personaje que seguramente llevó a más gente de centro a votar por Petro que lo que sus “huestes” pudieron haber contribuido. Mucha promesa. No tiene todavía la talla de estadista que de él esperamos quienes deseamos que el siete de agosto se destete de “mister president” Uribe.
Espero que Petro asuma la indiscutible jefatura del a oposición con algo más de responsabilidad de la que mostró como alcalde de Bogotá.
Espero que la clase dirigente que eligió a Duque entienda que o cambiamos o nos cambian. Preocupan el triunfalismo de los memes y postings en las redes sociales de los duquistas, muchos de ellos furibstas.
Quienes creen que Petro es un enemigo al que hay que aniquilar políticamente están equivocados. El éxito del gobierno de Duque dependerá en buena manera de su capacidad de leer e interpretar las voces de ocho millones de colombianos que quieren otra opción.
A muchas personas cercanas a mí, desilusionadas con el resultado del domingo 17, les digo no se preocupen, ocúpense, más bien, de hacer valer sus opiniones, de hacerse escuchar, de impulsar y exigir las acciones que con tanta pasión creen impostergables.
El triunfo de Duque no puede ser para regresar a un pasado que hemos superado. Yo espero mas de él. Espero no estar pecando de ingenuidad, como me lo advierten muchos. Espero no descubrir el 7 de agosto que por los pasillos de la casa de Nariño se pasean quienes acompañaron a Álvaro Uribe durante su segundo desastroso mandato. En el Centro Democrático, en el partido conservador y entre la generación de Iván Duque hay gente valiosa, muy valiosa. La imagen de José Obdulio Gaviria en la primera toma en la que apareció el presidente electo recibiendo la felicitación de sus familiares me dejó tremendamente inquieto.
Inch Allah