Juan Manuel UrrutiaEsta semana arranca la onceava ronda de los diálogos de La Habana.

El debate que se ha generado a varios niveles a propósito de la ley de Marco para la Paz y los posibles efectos que ésta tenga en los acuerdos que se logren entre el Gobierno y las FARC en esos diálogos y sobre la implementación de lo que de allí salga, es un debate necesario. 

Durante cincuenta o más años de accionar insurgente, las FARC han sido un grupo de bandoleros en los tiempos de Marquetalia, un romántico movimiento guerrillero en los tiempos de Jacobo Arenas y Casa Verde, unos descarados facinerosos que engañaron a un Presidente y un país en los tiempos del Caguán, narcoterroristas que merecían la aniquilación en el marco de la doctrina de la seguridad democrática y finalmente un actor reconocido de un conflicto armado que está dialogando con el Gobierno legítimo de Colombia.

Para hacer la paz con ese grupo el primer error que no podemos cometer los colombianos es ubicarlos en una de esas fases para determinar con quien estamos hablando.

Ni son unos románticos guerrilleros que luchan en condiciones de inferioridad contra un Estado Oligárquico, ni son  unos narco terroristas con quienes no se debería dialogar.

Son ambas cosas y muchas más.

Han sido abigeos, han cobrado vacunas, se han apoderado de tierras, han sido secuestradores, han sido reclutadores de menores de edad.

El Gobierno está negociando con ellos, no con unos angelitos pero tampoco con el mismo diablo.

Está negociando con los líderes de un movimiento que por su posición ideológica consideran que muchas de sus acciones fueron legítimas.

Las otras las niegan. Los analistas coinciden en que el momento de la negociación es  apropiado, ya que gracias a los resultados de la estrategia de los últimos años, que inició a finales del Gobierno de Pastrana, se fortaleció durante el de Uribe y ha continuado durante el de Santos, las FARC están debilitadas.

El sistema político colombiano se basa en una concepción democrática del Estado.

La ideología en que se basa tal concepción no permite una negociación de las estructuras fundamentales del Estado, los derechos y las libertades fundamentales de los ciudadanos, la propiedad y la iniciativa privada no están sobre la mesa de negociación.

En este marco lo que se está negociando son las condiciones para una dejación de las armas y una reincorporación a la vida civil por parte de los integrantes de la guerrilla, de todos los integrantes de la guerrilla.

Cualquier otra negociación no es posible.

La posición ideológica de la guerrilla siempre los ha llevado a proponer que la negociación incluya elementos estructurales del sistema. El Gobierno ha dejado en claro que esta vez así no será, que la negociación es en el marco de una agenda acordada previamente que no incluye esas discusiones.

Desde su posición de fuerza, con la mano tendida el Gobierno propone un diálogo limitado en la agenda y en el tiempo, desde su necesidad de supervivencia, los líderes guerrilleros aceptan sentarse a negociar.

¿Negociar qué?

No habrá reforma del Estado, no habrá Asamblea Constituyente con presencia masiva de la guerrilla. Si las negociaciones fructifican habrá desmovilización y reincorporación a la vida civil. Para llegar allá se requiere de un marco de justicia transicional.

El debate entre el procurador y el fiscal debería ser sobre las concepciones de lo que debe ser la justicia transicional.

Se enfrentan en ese debate dos concepciones de justicia, dos posiciones ideológicas.

Idealmente un debate como ese debería ser un debate de alto nivel. La paz de Colombia merece que los responsables de dos entidades fundamentales del Estado den una lección de altura intelectual y nos den luces sobre cómo debería ser esa negociación.

Los colombianos tenemos derecho a saber qué tendremos que perdonar y qué no vamos a perdonar. O como dirían coloquialmente cuáles son los sapos que nos tendremos que tragar.

Yo nunca estoy de acuerdo con él, pero a mí me ha parecido sensato que el Procurador manifieste sus reservas en cuanto al Marco para la Paz.

Es sano que alguien suene la alarma, porque para eso son las alarmas, para que los incendios se apaguen antes de que sean catastróficos. Es sano que los negociadores de ambas partes sepan que quien está a la cabeza de la entidad encargada de defender el interés público en Colombia los vigila y que tiene muy claro hasta donde se debería negociar. Es igualmente sano que quien está encargado de investigar las conductas criminales y de acusar a quienes en ellas incurren, entiende que habrá conductas que serán objeto de perdones.

Pero han convertido ese debate en un enfrentamiento mediático con expresiones extremas como esta perla del Procurador cuando dice que el Marco para la Paz  es “una caricatura que privilegia a los victimarios y sacrifica a las víctimas en el altar de la impunidad”.

O la del fiscal al acusar al Procurador de tener concepciones jurídicas del Siglo XIX.

El extremismo hacia el que ha degenerado un debate necesario no conviene.

Tampoco conviene que el vocero de los líderes guerrilleros diga descaradamente que ellos no tienen nada por lo que deban pedir perdón, que quien debe pedir perdón es el Estado. Con ello sólo contribuye a exacerbar la discusión y a fortalecer los extremos.

Ahí entra la politiquería.

De nada le sirven a la paz de Colombia, ni al proceso de negociación, ni las medias verdades ni las descaradas mentiras.

De nada le sirve a Colombia que el procurador haga eco de las irresponsables acusaciones que dicen que en la Habana se está negociando la impunidad y que el Presidente Santos se propone cambiar el modelo del Estado colombiano para instaurar un régimen similar al de Cuba o Venezuela.

De nada sirve que el fiscal acuse al procurador de estar él promoviendo la impunidad.

Para que los colombianos podamos hacer la paz que negocien en La Habana, necesitamos  aprender a dialogar, a ceder, a transigir.

La ideología debe marcar el camino, la politiquería no tiene lugar.