Por esas cosas que tiene el subdesarrollo, las élites de nuestro país rara vez comentan si les gusta más Caño Cristales o la Ciudad Perdida, en cambio con frecuencia se comenta “a mí me gusta más Paris que Londres”. “No”, dice el otro o la otra :Paris es divino ala pero los franceses apestan y son antipatiquísimos”.
Yo no soy igual, pero soy parecido. Pertenezco a esa élite, para muchos repugnante. Además la vida me ha llevado a desarrollar una especial afección por la ciudad Luz.
Podría caer en un millón de lugares comunes. Cuando yo era chiquito, como dice mi nieta Julia que tiene tres años y medio, Paris era ausencias largas de los padres, tarjetas postales con vistas maravillosas, “marrons glacés”, empacados en papeles dorados que se comían ceremoniosamente, quesos apestosos que desesperaban a mi mamá, pantalones de “peau de péche” un terciopelo que parece la piel de un durazno.
Ya más grande en la rebeldía de la adolescencia Paris fue Mayo 68, prohibido prohibir!
Llegué a Paris en 1971 con un entrañable amigo con quien hicimos un viaje maravilloso por Europa al graduarnos del colegio. En esa ocasión me quedé con mi tío, Eduardo de Valenzuela, homosexual, refinado, coleccionista maravilloso.
En esos tiempos los homosexuales no eran gays, eran maricas, volteados. Un tío marica era una tara para la familia. Para mí sin embargo el encuentro con mi tío fue el descubrimiento que eso no tenía nada de raro, de malo. En cambio sí descubrí una persona maravillosa que me enseñó a apreciar la belleza, toda la belleza.
Durante los años que duró mi paso por las facultades en Francia, París era lugar obligado de visita. Con frecuencia allá iba a encontrarme con amigos y sobre todo amigas colombianas de vacaciones por allá. Yo vivía en Lyon.
Luego mientras viví en Marruecos, iba a París con mucha frecuencia pues para ir al sur de continente africano había que ir a buscar la conexión.
He estado solo en París, caminando sus calles, parando por ahí a comerme una baguette con jamón. En otras partes le dicen a eso pan francés con jamón de París. Por esos azares de la vida estuve en París con todas las mujeres que han significado en mi vida, mi madre, mis esposas (en diferentes momentos) mi hija y una que otra novia o amante.
Tengo amigos, muy queridos en Paris, de aquí y de allá.
Hace un par de años celebrábamos los cuarenta años del paso por el INSA en París con mis cuatro compinches con quienes compartimos apartamento y borracheras con beaujolais en la universidad.
Por todas esas razones, anoche cuando me enteré del baño de sangre, se me arrugó el corazón y desde ese momento, pegado a la televisión viendo con horror la monstruosidad del terror, me duele.
Me duele el cariño y la admiración que siempre he sentido por los franceses, mis profesores, mis amigos, mis escritores, mis callecitas parisinas y lionesas, mis comidas favoritas. Me duele la erre francesa bien pronunciada por mi nieta Julia cuando me habla del “petit escargot” a sus tres años y medio.
Me duele le cercanía con muchos musulmanes a quienes he aprendido a admirar y apreciar en la vida.
Me duele, me arde, la demencia del terror y de la guerra en todas sus formas.
No tengo suficiente información para un análisis serio de que fue lo que pasó allá.
Sólo sé que un puñado de fanáticos alienados y explotados por ideólogos cobardes que los lanzan con sus cinturones explosivos se inmolaron y asesinaron a más de ciento veinte personas en nombre de una religión que no es religión.
¡Qué impotencia!