La capital del Japón, ElMolinoonline.comLa capital de Japón tiene la particularidad de conjugar un gran desarrollo con una espiritualidad cautivante que invita al visitante a conocerla y conocerse a sí mismo.

Moles de concreto y vidrio que asemejan a gigantes dormidos y que recuerdan al hombre su pequeñez ante la inmensidad y la perfección de la inventiva humana son elementos que caracterizan a Tokio, una ciudad costera en la que habitan más de 13,1 millones de personas y que pareciera ser testigo silencioso de una batalla entre el desarrollo tecnológico y los valores y símbolos de una cultura milenaria.

La capital de Japón es lejana en el espacio, pero no en el tiempo para generaciones de venezolanos que desde hace décadas crecen bajo el influjo de sus mangas -comics- y animés -dibujos animados-.

El monte Fuji es una de las referencias cuando se habla de esta localidad. Ese volcán de 3.776 metros de altitud que se divisa al oeste de la ciudad -si las nubes lo permiten- es, quizás, un símbolo para muchos de los que hoy son adultos: de un yacimiento cercano a él salió el japonium, base de una aleación con la que se construyó el robot Mazinger Z, que defendió a la humanidad de los ataques de los titanes del malvado doctor Hell.

Esa cumbre imponente y nevada podría ser la fuente de inspiración para los arquitectos que renuevan la metrópoli. Su altura y fortaleza parecen ser lo que ellos quieren imitar en sus edificaciones, con las que quieren tocar ese límite imposible e infinito que se llama cielo.

Caminar por sus amplias, iluminadas y limpias calles es hacerlo por caminos rodeados de montañas de concreto, esculpidas por cinceles que dieron vida a obras de arte. En ellas predominan las curtain walls como fachadas de edificaciones ultramodernas que pudieran competir en cualquier concurso arquitectónico futurista. La sensación de pequeñez de quien admira esa belleza se entremezcla con el impacto del uso que allí se hace de la tecnología.

Uno de los ejemplos es Roppongi Hills, complejo comercial, empresarial y habitacional que está en el distrito homónimo -en la zona metropolitana de Tokio- y que se inauguró en 2003. Incluye un centro cultural con museos de arte, lugares de observación, un club privado y un restaurante cuya vista de la ciudad puede quitar el hambre.

Tiene la capacidad de autoabastecerse de energía gracias a generadores que posee en su sótano, los cuales aportaron energía a la red de la urbe por varios días, luego del sismo de 9 en la escala de Richter -cuya magnitud máxima es 10-, que se produjo el 11 de marzo de 2011 y que afectó la región de Tohoku, al noreste del país.

Otro símbolo de la lucha por conquistar las alturas es la Torre de Tokio, al sur de la ciudad. Abierta en 1958, mide 333 metros de altura y sirve para la transmisión de 24 tipos de ondas de radiodifusión. Es también un mirador que da una estupenda vista de la localidad portuaria.

Ese emblema seguirá allí, pero podría perder progresivamente su atractivo una vez que abra sus puertas el 22 de mayo la Tokio Sky Tree Tower.

Emplazada al noreste, cerca de Asakusa, en el margen oriental del río Sumida, cuenta con una altura de 634 metros; para tomarle una foto y poder captar su majestuosidad hay que acostarse en el asfalto y rogar que no pasen carros.

Servirá para transmitir ondas de radiodifusión y tendrá dos miradores y un restaurante que ofrecerán vistas únicas de Tokio. A su alrededor habrá un complejo que incluye museos, oficinas, comercios y plazas.

Neones. El derroche de progreso se exacerba más cuando cae la noche. Los anuncios publicitarios y vallas de gran tamaño que adornan calles y edificios cobran vida; comienzan a iluminar todo por doquier y anuncian el inicio de la otra vida, la del carnaval tecnológico, que complementa o agrandan las pantallas de neón que transmiten comerciales con una imagen cuya definición y calidad de sonido serían impensables.

Es la invitación a vivir en las calles. Los convidados son ciudadanos que se preocupan por su imagen y se dedican -en especial los jóvenes- a ver y dejarse ver con una moda occidental adaptada a su delgadez, con ropa muy ceñida a los cuerpos y, en invierno, faldas muy cortas, en el caso de las mujeres.

El paisaje humano, pleno de ojos rasgados y cabellos color negro, lo rompen una que otra joven con pelo teñido de amarillo o aquellos que lucen como salidos de un animé o una manga.

El ruido de la gente en la calle asume el control, pero sin excesos. Es la otra vida; el trabajo da paso a la desinhibición. En los trenes y metros se ve a la gente mirando sus teléfonos inteligentes a la espera de su destino festivo.

En aquellos lugares donde los trenes son superficiales se ha aprovechado para construir restaurantes y discotecas debajo de los rieles. Aunque, por lo general, los bares están en un mismo edificio, por lo que la rumba, como se dice en criollo, no se hace de forma horizontal sino vertical; es decir, de piso en piso.

Los más fiesteros dan el siguiente paso: una discoteca o un karaoke.

En ese último lugar la experiencia es particular o, más bien, individual. Se va a un edificio, se paga por el tiempo a estar y dispondrá de una habitación solo con sus amigos, que serán los únicos que podrán deleitarse, sufrir o reír del espectáculo; nada de ridículos generalizados.

Allí la tecnología es la reina.

Hay dos libros muy gruesos de canciones, uno en japonés y otro en inglés, y un pequeño dispositivo electrónico conectado al televisor pantalla plana en el que se programan las canciones. Si hay dudas, mejor es bajar antes que interrumpir la inspiración de quienes cantan y se desinhiben en privado en el cuarto contiguo sin que los escuche nadie más.

Tradición. Pero no todo es tecnología en Tokio. Detrás del concreto se esconde ese legado histórico que muestra rasgos que permiten comprender una cultura tan antigua y compleja.

En medio de la zona metropolitana está la residencia de la familia real donde vive hoy el emperador Akihito, como han hecho sus predecesores desde mediados del siglo XIX.

No se puede visitar; sólo admirar en la distancia. Donde sí se puede estar es los Jardines Este del Palacio Imperial, que da la posibilidad de realizar un viaje fugaz al pasado; allí hay restos de la arquitectura tradicional japonesa. La gente también lo aprovecha para pensar. La paz que allí se siente contrasta con la presión de quienes trabajan en los edificios cercanos.

Los fines de semana se convierte en un circuito de trote en el que decenas de personas corren en grupos, en una formación casi perfecta, para mantenerse en forma. En los alrededores están también el Museo Nacional de Arte Moderno y el parque Hibiya.

Caminando hacia zonas más residenciales hay templos budistas y sintoístas ¬las dos religiones predominantes¬ que la gente visita para mantener viva su espiritualidad y valores sólidos que han pasado de generación en generación.

Uno de los símbolos sintoístas es el santuario de Atago, en Atago Hills, en Shimbashi, al lado del Museo de la televisora NHK. Rodeado por edificaciones ultramodernas, está allí desde 1603. Se llega subiendo unas empinadas escaleras. La tradición asegura que representan el éxito en la vida.

La leyenda dice que se erigió para proteger a los residentes del fuego.

El templo no está abierto al público; sin embargo se permite realizar un ritual frente a su puerta. Para pedir un deseo hay que pararse frente a ella, pensar en lo que se quiera, lanzar una moneda, aplaudir tres veces y hacer una venia con las manos juntas. Seguramente el anhelo de muchos turistas será el mismo: regresar.

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Foto cortesía Joi via flickr