Análisis StratforPublicado en inglés por Stratfor Global Intelligence bajo el título The Purpose of Presidential Debates. Traducido con autorización especial. Por George Friedman. El debate presidencial la noche del lunes sobre política exterior probablemente no va a cambiar la opinión de muchos votantes. Los partidarios del presidente Barack Obama todavía están convencidos de que Mitt Romney es un tonto y un mentiroso. Los partidarios del ex gobernador Romney tiene el mismo punto de vista del presidente.

Por supuesto, esto es normal en cualquier carrera presidencial estadounidense. Junto con la indudable certeza de que el partido en el poder está destruyendo el país, durante las elecciones de 1860 consideramos a Abraham Lincoln como un campesino ingenuo con un toque de delincuente, a Franklin Roosevelt como un diletante rico y socialista y a Dwight Eisenhower como un torpe perezoso e incapaz de comprender la complejidad del mundo  — el hombre que, durante la Segunda Guerra Mundial, condujo a la victoria la coalición militar más compleja en el planeta.

Con frecuencia repetimos que nuestra política no ha sido menos civil de lo que es en la actualidad. Teniendo en cuenta que a la esposa de Andrew Jackson se le acusó de ser una prostituta, de Grover Cleveland se dijo que tenía hijos ilegítimos y a Lyndon Johnson se le cantaba “Hey, hey, LBJ, ¿cuántos niños mataste hoy?” Voy a afirmar que la campaña Obama-Romney ni siquiera registra en la escala de vilipendio.

A los fundadores no les habría importado esta cultura de desprecio hacia los políticos. En la fundación de la república, expresaron un miedo fundamental a que el poder del Estado fuera a usurpar las libertades de los estados y los individuos. Ellos deliberadamente crearon un régimen político tan complejo que, en su estado normal, está inmóvil. No habrían objetado si como medida adicional de protección se incluyera el desprecio a los políticos profesionales. Irónicamente, mientras que los fundadores se oponia a ambos partidos políticos y a los políticos profesionales, y preferían imaginar que los hombres sabios tomarían tiempo de su vida diaria para hacer el sacrificio del servicio público, muchos llegaron a convertirse políticos de tiempo completo y se vilipendiaron entre sí. Durante su campaña Thomas Jefferson dijo que John Adams tenía un “carácter hermafrodita espantoso, que no tiene ni la fuerza y la firmeza de un hombre, ni la dulzura y la sensibilidad de una mujer”. La campaña de Adams dijo que Jefferson era “un individuo mezquino y bajo, el hijo de una india mestiza engendrado por un padre mulato de Virginia”. Y Jefferson y Adams eran amigos. Me permito sugerir la suspensión de la idea de que nunca hemos tenido una política tan ofensiva.

Permítanme pasar a una idea más radical. Tanto Mitt Romney como Barack Obama son hombres capaces, y tan bien intencionados como lo pueden ser los hombres ambiciosos que buscan. Así como dudo que Jefferson y Adams eran tan estúpidos y maliciosos como intentaron presentarlos sus campañas, lo mismo puede decirse de Romney y Obama. No estoy sugiriendo por un momento que se ponga fin al circo de las acusaciones. Por el contrario, el ver cómo toleran la calumnia es una medida excepcional del carácter de un líder y una oportunidad para aprender cómo el candidato va a reaccionar ante el tipo de condiciones irrazonables e injustas que el presidente sin duda va a encontrar.

Un presidente se enfrentará a un mundo que en ningún caso desea el éxito de EUA  y una oposición que va a intentar cualquier cosa, justo o injusto, para que el falle el presidente. Un presidente que se quebra cuando es maltratado – como lo hizo Edmund Muskie, un senador candidato a la presidencia en 1972, al enfrentar cargos contra su esposa – no tiene futuro. La campaña Muskie se desmoronó de inmediato, como debería haber sido. Un presidente que espera ser tratado justamente tiene inmediatas incapacidades.

El verdadero objetivo de los debates

Un debate no es sobre política. Es imposible establecer una política coherente sobre cualquier asunto complejo en 90 segundos. Los debates entre Lincoln y Steven Douglas si avanzaron en esa dirección, pero en aquél entonces no estaban en la televisión nacional, y fueron por el puesto de senador de Illinois, no la presidencia. Eso dejó espacio para la contemplación. Hay que recordar que antes de la elección Kennedy-Nixon de 1960, no había debates, en parte porque no había televisión y, quizá tal vez, porque la capacidad de debatir no se veía como la manera apropiada para evaluar un presidente.

Los debates prueban una cosa: la capacidad de responder rápidamente a las preguntas de complejidad adormecedora que son imposibles de contestar en el tiempo disponible. Premian al candidato por ser rápido y hábil, pero no dicen mucho acerca de lo inteligente que un es. Tampoco lo pretenden, en parte porque ser inteligente, en el sentido académico, no es esencial para ser presidente – como muchos lo han demostrado. En el mejor de los casos, los debates prueban la cabeza fría de un candidato bajo presión y su capacidad de articular una pensamiento por lo menos vagamente conectado con la pregunta mientras que convence a los espectadores que es a la vez agradable y serio.

Después de todo de esto es que se trata el liderazgo. Hemos tenido presidentes enormemente inteligentes que simplemente no podían dirigir. Aquí pienso en Herbert Hoover y Jimmy Carter, ambos con intelectos importantes y demostrables, pero ninguno de los cuales, al enfrentar desastres, lograron producir tanto una respuesta como una presencia imponente para tranquilizar al público. En ese sentido, su intelecto les traicionó a ambos.  Los dos querían la respuesta correcta, cuando lo que se necesitaba era una respuesta rápida. A cada uno le siguió alguien que pudo dar una respuesta rápida. Lo famosos primeros 100 días de Franklyn Delano Roosevelt no resolvieron la Depresión, pero sí dieron la sensación de que alguien estaba a cargo. FDR y Ronald Reagan pudieron tranquilizar al país comunicando que ellos sabían lo que estaban haciendo mientras que a la vez probaban rápidamente cosas que pudieron o no haber trabajado.

La cuestión de quién ganó el debate del lunes, por lo tanto, no es una que pueda responder un observador dedicado a la política exterior. Los candidatos no estaban hablando a las personas que se ganan la vida por su participación o análisis en los asuntos exteriores. Tampoco no es posible extraer del debate lo que cualquiera de los candidatos intenta hacer en cuanto a la política exterior, porque eso no era lo que estaban tratando de hacer. Ellos estaban tratando de demostrar la rapidez y eficacia con que podían responder a lo inesperado, y que eran líderes en el sentido más simple de ser a la vez simpáticos y dominantes, que es la combinación increíblemente difícil que la república exige a sus presidentes.

El impacto de la tecnología

Es importante recordar que durante la mayor parte de nuestra historia no hubo televisores ni debates. El conocimiento sobre los candidatos se filtrados a través de discursos y cartas. La distancia entre el presidente y el público fue aún mayor que la actual. En cierto sentido, la presidencia imperial – el presidente como el primero entre los tres poderes iguales del Estado – en realidad comenzó con FDR, que utilizó la radio brillantemente. Pero no hubo debates o conferencias públicas de prensa en la que le desafiaran.

La distancia se derrumbó con la televisión y los intercambios rápidos, sin embargo aumentó de otra manera, a medida que el presidente se convertía en el personaje más público y presuntamente conocido en el gobierno. Digo presuntamente conocido porque, de hecho, la mayor habilidad del presidente radica en su capacidad de revelarse de forma selectiva y de manera que aumente su poder.

Lo que podría ser detectado en los debates son cosas como la mezquindad de espíritu, la capacidad de escuchar, la disposición para improvisar y, en definitiva, presentaron una oportunidad de buscar el humor y la buena voluntad. Hubo también un peligro. El debate premió la elocuencia, pero no está claro que el candidato que se exprese bien – o al menos el candidato que puede hablar mejor con mayor rapidez – también piensa con más claridad. Hay mucha gente que piensa con claridad, pero que habla despacio mientras actúa rápidamente. Ellos no nacieron para los trituradores de carne como los moderadores Bob Schieffer o Candy Crowley.

El punto de esto es seguir un argumento anterior he estado haciendo. La candidatura basada en temas es una falacia, sobre todo porque los acontecimientos determinan los temas y eventos más importantes, como los ataques del 11 de septiembre y la crisis financiera, no siempre son anticipados. Por lo tanto, la realidad divide los documentos de posiciones de los candidatos de las políticas del candidato.

Sostengo que el tema del debate y las respuestas específicas en el debate carecen de importancia por dos razones. En primer lugar, la naturaleza de estos debates hace imposible una presentación coherente. En segundo lugar, las políticas declaradas, tales como son, tienen poco que ver con los resultados del debate. Tampoco obtendrá la victoria el mejor polemista. El ganador del debate será aquel cuya alma parezca tener la capacidad de soportar las cargas de la Presidencia. El aumento de Romney tuvo menos que ver con el desempeño de Obama y más con lo que el espectador aprendió de Romney.

Este ha sido siempre el punto de las campañas presidenciales de EUA. Todo lo que ha ocurrido es que la televisión lo ha intensificado y el debate y lo ha purificado. Un debate es una oportunidad de 90 minutos para ver a un candidato bajo presión. Lo que el espectador determina que vio será crítico.

También estoy haciendo un argumento paralelo de que no es cierta nuestra percepción actual de las campañas políticas como excesivamente agresivas. Siempre hemos sido brutales con nuestros candidatos, pero esto ha cumplido un propósito. Puede que no sepamos cuál es su política sobre la reforma del comercio, pero tenemos que saber qué clase de persona es al abordar los problemas inesperados que vendrán más rápido y serán más mortales que cualquier pregunta del moderador. Creo que este es el propósito que cumplen los debates. No son una revisión de la política pública, sino una disección del alma de alguien que quiere ser presidente. No es necesariamente buena, ni siempre precisa. Es, sin embargo, la razón por la cual los tenemos.

La pregunta que puede surgir es quien, en mi opinión, ganó el debate. Mi opinión al respecto no es mejor que la de ninguna otra persona, ni, como he señalado, creo que realmente importe. El ganador del debate puede o puede no haber persuadido a suficientes votantes sobre su virtud para ser electo. Pero al final, nuestra respuesta al debate es idiosincrásica. Lo que movió a mí puede no haber movido a otros. Después de todo, el país aparece dividido por la mitad en esta elección, así que obviamente estamos viendo cosas diferentes. Por lo tanto, quien yo crea ganó el debate es tan irrelevante como quien yo creo que debería ser presidente. Además, hay cuestiones más importantes que nuestras propias opiniones sobre los candidatos. Para mí, una de ellas es tratar de comprender lo que estamos haciendo cuando elegimos a un presidente.

Artículo en inglés