Cronica de MadagascarCRÓNICAS — Por Juan Manuel Urrutia. Tercera semana en Madagascar. Llegó la hora de salir al campo. Me voy con una colega malgacha, experta en evaluación y seguimiento, para la región de Itasy, en el altiplano.

Los primeros 80 kilómetros los hacemos en hora y media por una carretera pavimentada, estrecha. Mucha gente caminando por la carretera, deberían ir por el borde pero prefieren la calzada. El conductor tiene la costumbre de pitarles, supongo que para no pisarles, lo que hace que cada dos minutos zas el claxon. Me siento en la calle noventa con carrera once en Bogotá, mientras trato de adormilarme en mi asiento.

Llegamos a Arivontimamo, la cabecera urbana de la región. Ahí visito el consultorio de un médico que pertenece a una franquicia del programa que estamos evaluando. El doctor Bernard me recibe muy amablemente y se sorprende cuando le digo que atienda a sus pacientes, un hombre y tres mujeres, que esperan sentados en una banca al lado de la puerta del consultorio. No hay sala de espera, ni enfermera que le diga a uno con vos militar de mando, siéntese y espere su turno. El doctor los saluda a todos por su nombre.

Cuando van saliendo los entrevisto. Viven en el pueblo. Cerca. Conocen al doctor hace años, es el médico de la familia. Una mujer de 25 años, con tres hijos, me dice que el doctor la está viendo desde la adolescencia. Tuvo su primero a los 19. Le pregunto si planifica, bien sur me dice. El doctor le pone la inyección cada tres meses. Y ¿porque tres niños, tan joven? Es la costumbre acá me responde. Las niñas se casan jóvenes para irse de la casa y el primer bebé llega rápido. Su marido es latonero, ella profesora y tienen gallinas y dos bueyes. Son acomodados. Viven con unos 15 dólares al mes.

Completo otras tres entrevistas de paciente y le toca el turno al doctor. El instrumento que, sentados en nuestros escritorios de cucarachos internacionales desarrollamos, propone que inicialmente se observe la sala de espera. Eso por estos lados no existe, la gente espera en una banca cuando hay banca o acurrucada en el piso; le pido al doctor que me muestre una historia clínica. Se supone que deben llenar una historia clínica y actualizarla cada vez que ven al paciente.

Sonríe, me mira, y me dice “los conozco a todos”, se toca la cabeza y agrega “aquí están las historias”. Chao instrumento de cucaracho, a conversar. Obtengo la información. Buen médico, trata de todo, entiende a la gente, aconseja y cobra, el equivalente de 15,000 pesos colombianos por consulta. Y eso es mucho para algunos. Da crédito y si no hay plata pues la consulta sale gratis.

De ahí pasamos al centro de salud, en Colombia sería un hospital de distrito de nivel 2. Mucha gente, muchas mujeres jóvenes con sus bebés. Esperan horas, no tienen con qué pagar 15,000 pesos por una consulta, así que esperan. Se arma una barahúnda. Hay que evacuar un paciente grave para Antananarivo, la ambulancia tiene las cuatro llantas pinchadas y parecería que hace varios años que está así. Un enfermero sale en su moto a la carrera y regresa con dos camionetas. La gente aconseja, discute. Todo mundo tiene algo que decir. Después de varios intentos de ingeniería de transporte logran instalar al pobre tipo en la parte de atrás de una de las camionetas y arrancan para Antananarivo.

Me dice el conductor de nuestro carro, “ojalá no se muera en el camino, en esa camioneta duran por lo menos 3 horas y cuando lleguen a Tana les toca e trancón, y sin sirena, le pauvre dice”.

Y ahora el rodeo, dice el chofer. Salimos para Miarnarivo, que es donde está la ora clínica. Son 20 kilómetros. Calculo que estaremos allá en 45 minutos. Nos tardamos 3 horas por una trocha llena de grietas. Los locales nos pasan en sus bicicletas, sonrientes. El paisaje es asombroso pero triste, la deforestación total, la erosión abrumadora

Así paso siete días en el altiplano de Madagascar. El paisaje es casi siempre el mismo, preciosas montañas deforestadas y en plana erosión. En los valles, los arrozales de ese intenso verde esmeralda, o ¿será que las esmeraldas son verde arrozal? Eso tendría más sentido porque hay más arrozales que esmeraldas.

Hablando con la gente. Conociendo la pobreza, la resignación y la dignidad con que la viven estas gentes siempre amables, siempre sonrientes. Exceptuando las letrinas que de vez en cuando hay que usar, los olores son agradables. Hay patos y gansos, foiegrass caminante, por todas partes. Pocos perros.

Llegó la hora de salir al campo. Me voy con una colega malgacha , experta en evaluación y seguimiento, para la región de Itasy, en el altiplano.

Los primeros 80 kilómetros los hacemos en hora y media por una carretera pavimentada, estrecha. Mucha gente caminando por la carretera, deberían ir por el borde pero prefieren la calzada. El conductor tiene la costumbre de pitarles, supongo que para no pisarles, lo que hace que cada dos minutos zas el claxon. Me siento en la calle noventa con carrera once en Bogotá, mientras trato de adormilarme en mi asiento.

Llegamos a Arivontimamo, la cabecera urbana de la región. Ahí visito el consultorio de un médico que pertenece a una franquicia del programa que estamos evaluando. El doctor Bernard me recibe muy amablemente y se sorprende cuando le digo que atienda a sus pacientes, un hombre y tres mujeres, que esperan sentados en una banca al lado de la puerta del consultorio. No hay sala de espera, ni enfermera que le diga a uno con vos militar de mando, siéntese y espere su turno. El doctor los saluda a todos por su nombre.

Cuando van saliendo los entrevisto. Viven en el pueblo. Cerca. Conocen al doctor hace años, es el médico de la familia. Una mujer de 25 años, con tres hijos, me dice que el doctor la está viendo desde la adolescencia. Tuvo su primero a los 19. Le pregunto si planifica, bien sur me dice. El doctor le pone la inyección cada tres meses. Y ¿porque tres niños, tan joven? Es la costumbre acá me responde. Las niñas se casan jóvenes para irse de la casa y el primer bebé llega rápido. Su marido es latonero, ella profesora y tienen gallinas y dos bueyes. Son acomodados. Viven con unos 15 dólares al mes.

Completo otras tres entrevistas de paciente y le toca el turno al doctor. El instrumento que, sentados en nuestros escritorios de cucarachos internacionales desarrollamos, propone que inicialmente se observe la sala de espera. Eso por estos lados no existe, la gente espera en una banca cuando hay banca o acurrucada en el piso; le pido al doctor que me muestre una historia clínica. Se supone que deben llenar una historia clínica y actualizarla cada vez que ven al paciente.

Sonríe, me mira, y me dice “los conozco a todos”, se toca la cabeza y agrega “aquí están las historias”. Chao instrumento de cucaracho, a conversar. Obtengo la información. Buen médico, trata de todo, entiende a la gente, aconseja y cobra, el equivalente de 15,000 pesos colombianos por consulta. Y eso es mucho para algunos. Da crédito y si no hay plata pues la consulta sale gratis.

De ahí pasamos al centro de salud, en Colombia sería un hospital de distrito de nivel 2. Mucha gente, muchas mujeres jóvenes con sus bebés. Esperan horas, no tienen con qué pagar 15,000 pesos por una consulta, así que esperan. Se arma una barahúnda. Hay que evacuar un paciente grave para Antananarivo, la ambulancia tiene las cuatro llantas pinchadas y parecería que hace varios años que está así. Un enfermero sale en su moto a la carrera y regresa con dos camionetas. La gente aconseja, discute. Todo mundo tiene algo que decir. Después de varios intentos de ingeniería de transporte logran instalar al pobre tipo en la parte de atrás de una de las camionetas y arrancan para Antananarivo.

Me dice el conductor de nuestro carro, “ojalá no se muera en el camino, en esa camioneta duran por lo menos 3 horas y cuando lleguen a Tana les toca e trancón, y sin sirena, le pauvre dice”.

Y ahora el rodeo, dice el chofer. Salimos para Miarnarivo, que es donde está la ora clínica. Son 20 kilómetros. Calculo que estaremos allá en 45 minutos. Nos tardamos 3 horas por una trocha llena de grietas. Los locales nos pasan en sus bicicletas, sonrientes. El paisaje es asombroso pero triste, la deforestación total, la erosión abrumadora

Así paso siete días en el altiplano de Madagascar. El paisaje es casi siempre el mismo, preciosas montañas deforestadas y en plana erosión. En los valles, los arrozales de ese intenso verde esmeralda, o ¿será que las esmeraldas son verde arrozal? Eso tendría más sentido porque hay más arrozales que esmeraldas.

Hablando con la gente. Conociendo la pobreza, la resignación y la dignidad con que la viven estas gentes siempre amables, siempre sonrientes. Exceptuando las letrinas que de vez en cuando hay que usar, los olores son agradables. Hay patos y gansos, foiegrass caminante, por todas partes. Pocos perros.

Un día se me ocurrió que debería haber una categoría de países que se deben llamar países en vías de subdesarrollo, Bogotá es un ejemplo de una ciudad en vías de subdesarrollo, Madagascar es un país en vías de subdesarrollo.

Ni Alex ni los pingüinos ni el rey Julien aparecen por ninguna parte, mis nietos no me la van a perdonar, tocará seguir buscando

De regreso a Tana, con la perspectiva de pasar otros 15 días en el hotel Ibis, mi compañero Iain y yo decidimos que si logramos negociar que nos den un cuarto confortable en el hotel de la distribuidora de Toyota estaremos más a gusto que en la modernidad plástica sin sabor y sin olor del Ibis.

Para completar la evaluación para la que fuimos contratados, resolvimos montar una operación muy intensa de recolección de información, hicimos 192 encuestas de hogares para conocer la opinión de los beneficiarios, hombres y mujeres entre 15 y 49 años de edad, 150 encuestas de salida en clínicas para conocer la satisfacción de sus clientes, 36 sesiones de grupos focales con agentes de distribución comunitaria y con más beneficiarios y cerca de 30 entrevistas en profundidad con prestadores de servicios y con los administradores del programa.

Todo eso está documentado y llevamos cinco días analizando los resultados, encontrando tendencias, seleccionando testimonios.

En las pocas horas libres la tarde del domingo me fui a buscar al rey Julien, para cumplir la promesa que le hice a Julia y a Joaquín. Lo encontré en una hermosa reserva en las afueras de Antananarivo en donde cuidan a unas familias de lémures que están en proceso de readaptación por haber sido expulsadas de sus hábitats a causa de la deforestación.

Como siempre, en las noches, en el bar del hotel, surgen las conversaciones con desconocidos que se convierten en los compañeros de aventura.

El bar del hotel “Toyota” es muy agradable pues tiene un par de sofás y cuatro sillones de cuero en donde nos sentamos a echar carreta mientras saboreamos un “rhum arrangé”, un delicioso y peligrosísimo brebaje que se hace con un ron añejo local al que le agregan jengibre, o vainilla o ambos y lo guardan por meses en botellones muy bien tapados. Como decía mi mamá, “a la vez que nutre jala”.

Los caracteres, en esta oportunidad, son el gerente del hotel, Sara, una epidemióloga norteamericana, judía, muy competente y muy trajinada, un camerunés apasionado de las carreras de fórmula uno y bastante escéptico sobre todo lo que está pasando, y mi compañero de equipo Iain escocés de origen y canadiense por escogencia.

El chiste de la semana es que Madagascar va a salir mejor librado que otros países porque Trump conoce su existencia ya que vio la película.

Anécdotas muchas. Historias aterradoras también.

Cuenta Iain que en Tuleara, los pocos blancos que veía eran hombres viejos, como nosotros, acompañados de niñitas todas menores de edad. Me aterra que las autoridades locales no se hayan enterado de los devastadores efectos que tiene par la población, pero también para la industria turística, el permitir que sus joyas turísticas, que lo son, se conviertan en destinos favoritos para los predadores en busca de experiencias sexuales con menores de edad.

Comentan los compañeros que así es en Diego y en Nosy Bay.

Camino del parque a donde fuimos a visitar al rey Julien, nos contaba Rachel, nuestra otra compañera, que está alojada en otro hotel y por ende no participa en las tertulias rociadas con ron arreglado, que en el restaurante del hotel de Diego, la única mujer mayor de 20 años era ella. Que todas las demás ejercían desparpajadamente el comercio sexual. Comentaba Rachel que los hombres “couldn’t figure me out”, es decir no sabían si era una puta vieja o una vieja lesbiana en busca de ligue, porque a nadie se le ocurría que hubiese alguien allí dedicada a otro tipo de comercio.

Iain se encontró a Nadine, una niña de quince años en la sala de espera de una clínica. Cuando Iain le contó lo que estaba haciendo, ella muy orgullosa le mostró en su brazo la pequeña cicatriz del implante que sus padres le hicieron insertar para que pudiera “estar protegida” y ejercer libremente, o ¿profesionalmente?, su sexualidad. Cuando Iain le preguntó que para qué había ido a la clínica ella le contestó sin remilgos que para que le trataran una ETS.

Resulta que para las niñas de esos lugares en cuya cultura la iniciación temprana de la vida sexual es totalmente aceptada, la prostitución puede ser la mejor opción. Sueñan con enamorar a un viejo verde francés o italiano que se va a casar con ellas, lo que es bastante frecuente, porque eso las sacará a ellas y a su familia de la pobreza.

Con esas anécdotas que se convierten en asuntos importantes para mi trabajo pues parte de lo que nos han encomendado es proponer las bases para el programa que sucederá al que estamos evaluando, no había tiempo para ponerle bobas al tsunami de análisis y de especulaciones surgidas alrededor de la elección del Prepe.

Hoy a la hora del desayuno, Sara estaba más silenciosa que de costumbre, tan apesadumbrada como hace ocho días. Iain y yo le preguntamos ¿qué otros horrores anunció el Prepe?

Peor, nos dijo, “anoche hablé con mi hija de quince años y me contó que alguien había pintado una suástica en su pupitre en el colegio”.

Lo único que atinamos a decir fue “Oh shit, sorry”.

Ese puede ser el síntoma del peor de los efectos del Trumpetazo. El tipo puede que resulte mejor, o mínimo, menos peor, que lo que se predice, pero ha desatado unos odios y unas pasiones de gentes malas que se sienten con el derecho de ir a pintarle signos de odio a una niña judía de quince años en el pupitre del colegio.

Señor, ten piedad, dicen los católicos en la misa.

Terminamos la evaluación. Presentamos el informe. En las últimas noches pudimos salir a disfrutar de algunos restaurantes locales de gran calidad. Eso tampoco ha cambiado en 23 años, la gastronomía malgache sigue siendo excelente.

Salgo de regreso para Colombia con una escala de descanso en Marruecos con Mónica y nuestra hija Camila.

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