Crónica MadagascarCRÓNICAS Por Juan Manuel Urrutia. El tempo detenido.

Hace 23 años aterrizaba por primera vez en Antananarivo. Volví 3 años después.

Esta vez tengo dos misiones. Mis nietos, sobre todo Joaquín, me han encargado de buscar a Alex y a Doris y sobre todo al rey Julien. Mi cliente me ha contratado para que participe en un equipo que va a evaluar un programa que lanzamos hace 20 años y en cuyo diseño inicial tuve mucho que ver.

Misiones que requieren cuidado y concentración. No vaya Usted a creer que encontrar a Alex y su combo en Madagascar, más allá de las tiendas de souvenirs atrapa turistas, es tarea mogolla.

Y en cuanto a evaluar un programa en cuyo diseño e iniciación intervine, tengo que ejercitar un extremo ejercicio de humildad. No estoy evaluando lo que diseñé y no estoy tratando de ver a quién culpar de mis errores de diseño.

Así arranco. El vuelo es el mismo, Air France Paris Antananarivo, sale de Paris a las 11 AM y llega a Tana a as 11PM.

El avión es un Boeing 777, enorme. Somos cerca de 500 pasajeros. Han inventado una nueva “clase”, la Premium Economy, no es Business ni tampoco Chicken. Lo que llaman Economy es más chicken que nunca, empacan 450 pasajeros en un espacio en el que empacaban 280, 300 máximo.

Todos los juguetes modernos, todas las películas en pantalla individual, audífonos supresores de ruido, un avión que no se siente.

Y zás aterrizamos. Se detuvo el tiempo. El aeropuerto de Antananarivo no ha cambiado en 23 años.

Mentiras, si ha cambiado estaban pintando la mitad de la sala de recibo de equipajes, o sea que la sala anoche era la mitad de su tamaño normal y apestaba a pintura.

Yo tuve suerte, como venía “adelante” y como vi que el aeropuerto no había cambiado, salí galopando del avión consciente que era fundamental llegar entre los primeros al proceso de visado de pasaportes para no perder la razón en el caos que se forma cuando por lo menos las dos terceras partes de los 500 pasajeros pasan por una sola ventanilla en donde se entrega el pasaporte y lo revisan 4 personas que se lo van pasando.

En 15 minutos tenía mi pasaporte sellado. La historia con las maletas fue otra. Pese a la demora en el proceso de visar los pasaportes la gente se fue acumulando al lado que no estaban pintando de la única cinta de equipajes del aeropuerto. 500 personas con un promedio de 2 maletas por persona, da 1000 maletas. Las primeras salieron con 45 minutos de espera, la últimas con dos horas y media. Las mías no tardaron sino una hora, en cambio la de Rachel mi compañera de viaje, no llegó. No me atreví a preguntarle si ella, como yo cuando fui a Kabul, llevaba calzones limpios en la maleta de mano o si le tocaba llegar a lavar los que tenía puestos, me dio como pena.

Con la espera de la maleta de Rachel, salimos del aeropuerto a las 2:30 de la mañana, el vuelo había aterrizado a las 11:00 de la noche.

De nuevo somnoliento en al carro. Desafortunadamente el hotel Colbert se volvió de lujo y ya la tarifa que paga USAID para los consultores no da.

Llegamos a una distribuidora de Toyota entre la que hay un hotel, el Sunny City, literalmente pasa uno por entre las camionetas y los carros y entra al hotel por una puerta lateral. Supongo que cambiaron los muebles del Colbert, que eran viejos hace 23 años y se los regalaron a este hotel.

Horror! Tiene piscina, pero es más claro el potage du jour, que es de verduras, que el agua de la piscina.

Ayer y hoy pasamos el día encerrados en un salón de juntas preparando nuestra misión. En diez días tendremos los instrumentos para hacer las encuestas y entrevistas de campo. Al final de la tarde cansados de los toyotas nos cambiamos a un hotel Ibis decente más cerca de centro, con piscina de agua clara y restaurante con muebles medio plásticos pero nuevos por los menos.

Espero que entre hoy y el domingo tenga tiempo de empezar a buscar a Julian y a Alex y pueda pasar por el Colbert a comer foie gras malgache.

Ayer mientras regresaba de una reunión con la directora de Salud, Población y Nutrición de la Agencia para el Desarrollo del Gobierno de los Estados Unidos, USAID, sumido en una especie de nostalgia mezclada con y algo de placer estético, estaba observando una “miscelánea malagache”, un puesto atendido por una mujer en el que, con su hijita aún en brazos, ofrece desde cebollas y tomates hasta ropa. Verdadero documento que muestra la pobreza y precariedad de Madagascar.

Volteo la mirada y veo a tres niñas descalzas, con sus impecables uniformes, regresando del colegio. Otra vez. Esa es la imagen que tengo grabada de mi primer despertar en 1993 en Antananarivo. Nunca lo olvidaré. Eran cerca de las seis de la mañana. Oía voces de niños y niñas conversando, cantando, jugando, solo las voces. Creí que era parte del sueño y me esforcé por despertar. Ya despierto sentado en el borde de mi cama la lógica me decía que generalmente esos canticos y esas voces se acompañan con los sonidos de los pasos y los brincos de esos niños juguetones.

Entonces ¿por qué sólo las voces?

Me asomé a la ventana. Efectivamente la calle, que debía ser una calle central de Taná, estaba llena de niños y niñas que iban al colegio. Con uniformes impecables, las niñas con moños y trenzas y colitas también impecables. Pero iban descalzos, todos. No tenían zapatos. Entonces era como si estuviesen caminando en el vacío.

Veintitres años después la imagen no tiene nada del romanticismo que le di la primera vez. Esta vez, mi trabajo es mirar que ha pasado en los últimos cinco años. ¡No logro apartar la recurrente idea de que Madagascar no ha mejorado para nada en 23 años!

Cambiado, sí, mucho. Cuando vine en 1993, Antananarivo era una ciudad pequeña, construida en las colinas que rodean el lago de las Jacarandas. En medio de arrozales extensos, llenos de patos y gansos que se convertían en un delicioso foiegrass. Tenía cierto orden, cierta belleza. Ahora tiene 3 millones de habitantes, el 70% muy pobres. Muchísimos desempleados que deambulan por las calles en el rebusque.

Se ha ido desarrollando o desordenando, dejando muchos espacios todavía ocupados por arrozales, con pocas calles y muchos carros. El desorden del tráfico es infinito. El mismo recorrido toma quince minutos o dos horas, nunca se sabe.

Casi siempre al lado de la calle pululan pequeños comercios, muy pequeños comercios, de ropa vieja, de zapatos usados, de frutas que no se antoja comer. Y gente caminando y sentada en el andén, si es que lo que hay al lado de la calle se puede llamar andén.

Las ciudades dejan recuerdos en la mente. Tana para mí era una ciudad de arquitectura colonial francesa, con muchos árboles, y muchas flores y olía a eso, a árboles y flores. Ahora huele a agua estancada en canales llenos de basuras. El cuarenta por ciento de la población de Antananarivo no tiene baños. Como dicen en ciertos lugares de Colombia, ensucian en la calle. Y eso huele.

Desde la ventana de mi cuarto en el hotel Ibis en Antananarivo, fundado en 2000, van surgiendo de la bruma de la madrugada dos modernos edificios, uno de treinta y algo pisos, el otro no tan alto, pero de muy moderna construcción, parece una pirámide de Chichen Itza. Hay dos obras de relativo buen tamaño. Centro comercial con Shop Rite, la cadena surafricana de supermercados.

¿Progreso?

Voy a mi primera cita en el ministerio de salud. Para llegar allí, por esas circunstancias de la vida tenemos que pasar frente al hotel Colbert, en donde me hospedé hace 23 años, por un mes. Allí descubrí el silencio de los pasos de los niños descalzos que van al colegio, caminado por esas calles adoquinadas que hace 23 años recorrí muchas veces para ir del hotel al ministerio. Hoy las recorremos en carro, en medio de un trancón que hace parecer los de Bogotá pequeños. Nos demoramos más que lo que yo tardaba caminando.

¿Progreso?

El edificio es el mismo, las oficinas son las mismas, los muebles son los mismos. Nos recibe la directora general de salud. El discurso es muy parecido al de 1993. “Estamos saliendo de la dictadura, tenemos muchos problemas, dejaron al país en ruinas, pero estamos comprometidos a salir adelante”.

A finales de 2014 se deshicieron de un tirano de corte castro chavista, ese sí, comunista declarado que en 5 años destruyó lo poco que se había logrado entre 1992, cuando tumbaron al último tirano, y 2009 cuando fue le golpe de Estado.

Como estoy evaluando el programa Integral de Mercadeo Social debo salir a visitar farmacias y clínicas en donde prestan servicios de salud reproductiva. Resuelvo darme una caminada por el centro. Al salir a la calle lo recuerdo. Volteo a la izquierda camino por una calle que sube empinada y llego a la parte de atrás del hotel, dos cuadras más y zaz, la Pharmacie dela Paix, la primera que visité en Antananarivo en 1993. Detrás del mismo mostrador de madera pesada, que mantiene toda su elegancia, hay una mujer de unos 45 años, mestiza, francesa con rasgos malgaches. Le Digo yo estuve en esta misma farmacia hace 23 años, oso preguntar “¿es Usted por casualidad la hija del propietario que conocí hace 23 años?” Con una amable sonrisa me dice, monsieur Gustave, mi padre, murió hace 10 años, estaba muy viejo. Con el descaro de siempre le pregunto ¿Venden pastillas anticonceptivas, condones, inyecciones? “Claro me responde”

Le cuento que hace 23 años el hice la misma pregunta a su padre y me dijo “Condones no, pero tráigalos que esta calle está llena de putas”. Así comenzó una amistad que duró el mes entero, en ese tiempo pasaba yo por la farmacia a conversar con Monsieur Gustave, le comentaba los planes que teníamos para desarrollar un programa de mercadeo para vender anticonceptivos subsidiados en las farmacias. Criticaba mis ideas, me decía que estaba loco pensar que los condones se podrían vender en las tiendas de abarrotes, que “estos malgaches son muy conservadores, estos pendejos del gobierno nunca lo permitirán”. A mediados de la estadía me conseguí una gruesa de condones en USAID y se los llevé a Gustave, “Ce n’est pas pour vous le dije, c’est pour vos putes”(no es para Usted es para sus putas). “Elles vous remercieront” (ellas se lo agradecerán) contestó. Llamó a una de ellas, le dio la caja y le dijo “este señor les trajo esto para que aprendan a protegerse, dentro de poco se los estaré vendiendo acá, consideren esto una muestra gratis, espero fidelidad”. La puta me sonrió y se fue. En adelante cada vez que pasaba caminado por esa calle las señoritas, muy amables, me decían “comment ça va Monsieur, et les capotes pour quand?” (como le va señor, y los condones para cuando). Una de esas veces iba con dos gringas muy feministas corte años 90 a quienes les pareció terrible que las putas de la calle me saludaran. Les expliqué todo el cuento. Sonrieron, pero imagino que no me creyeron nada.

Salgo de la farmacia y le prometo a madamme Claudine que volveré. Bajo por la calle de la Paix, que ahora tiene nombre malgache con muchas enes y muchas aes. Llego al lago de las Jacarandas. Ahí están los árboles, florecidos, bellos. El lago se ve más sucio y hay mucho tráfico. Las calles no han cambiado. La pobreza de la genea tampoco. Tengo realmente la sensación de haber regresado al pasado. Solo que a un pasado peor.

Madagascar es hoy en día uno de los cuatro países más pobres de la tierra, con Haití, Afganistán y Burundi. Carajo mis últimas tres misiones.

El 90 por ciento de sus 25 millones de habitantes vive con menos de un dólar al día, el 95% con menos de dos, el 99% con menos de cuatro y el 99.5% con menos de 10. La edad promedio de la población son 19 años. El único indicador que ha mejorado algo es la mortalidad infantil gracias a campañas masivas de distribución de mosquiteros impregnados de insecticida iniciadas en 2008. Sin embargo, los niños siguen padeciendo altos niveles de desnutrición, la mortalidad materna sigue por los cielos y la tasa bruta de fecundidad, que es el número de hijos que tiene una mujer en su vida reproductiva, sigue siendo demasiado alta. La gente se muere de hambre. Cerca del 70 por ciento de la población es rural. Cerca de la mitad de la población no participa de la economía.

Así no era. Cuando vine en 1993 Madagascar era un país pobre pero no tan pobre. Tenía esperanzas, no tan pocas.

CRÓNICAS

 

Lafiniarivo / Pixabay