MarruecosCRÓNICAS.  Por Juan Manuel Urrutia. En septiembre de 1995 aproveché que tenía que ir a Marruecos y me fui a Londres con mi hija. Ella seguía para Roma a encontrarse con compañeras de colegio y luego se iría a Paris a pasar seis meses conociendo una cultura en la que nos formamos primero mi padre y luego yo.

Yo seguía en el vuelo de British Airways a Casablanca, qué romántico me decían. No tan romántico, esta vez llegaba al mítico puerto a donde me esperaba un chofer que habría de llevarme con mi jefa de entonces, derecho a Rabat, a encerrarnos en un salón de conferencias.

En ese entonces yo era el director adjunto del programa de mercadeo social de anticonceptivos financiado por USAID. Ya estaba en pleno apogeo la pandemia del VIH, por lo que el programa se concentraba cada vez más en la lucha contra ese monstruoso virus que en le anticoncepción propiamente dicha. Nos fuimos convirtiendo en vendedores de condones, con bastante éxito debo decir. Mi trabajo consistía en definir estrategias y supervisar su implementación. Primero había que convencer a gobernantes y líderes de opinión y luego si a vender. Diseñamos marcas, una de ellas Protektor todavía se encuentra en los anaqueles en muchos países africanos. Desarrollamos campañas de publicidad osadas, atrevidas. Montamos sistemas de distribución imitando a las compañías tabacaleras, en donde se vendiera un cigarrillo había que vender condones.

Tormenta de nieve en Heathrow, caos absoluto, luego de largas horas de espera en un aeropuerto colapsado, aterrizamos en Casablanca a las tres de la mañana. Adustos guardias de inmigración, miradas desconfiadas, combinadas con la rabia que les producía la trasnochada de la que parecían culpar a una centena de pasajeros que no habían tenido que pasar sino dieciocho horas sentados en una banca, si habían tenido suerte, esperando la salida de un vuelo.

Ese Marruecos no me pareció amable. Vi poco. Tan sólo recuerdo una cena en un restaurante muy marroquí, inmensamente refinado, en la medina de Rabat. Uno tenía que llevar su propio vino que ellos ponían en una jarra de peltre para mimetizarlo. En principio, en los países musulmanes no se sirven licores.

En Marruecos aprendí que se puede ser moderado en la imposición de las prácticas musulmanas. En el supermercado venden vinos y licores con excepción del viernes, día de la oración.

A ese restaurante volvería muchas veces, no tenía nombre.

Un año más tarde, a finales de 1996, me trasladaron a Marruecos. Me fui sólo, mi esposa de entones llagaría meses más tarde y mi hija pasó un par de temporadas allí pero nunca pensó en instalarse.

En mi primera experiencia de “expatriado” estuve en México, en donde en realidad nunca fui expatriado. Era un colombiano viviendo en México, con amigos mexicanos, con costumbres mexicanas. Años mágicos. México era mágico. Luego se lo tomaron los mágicos y chau.

En Marruecos viví la experiencia del expatriado a plenitud, con los lujos, los privilegios, las soledades y los vacíos.

Llegué a Rabat y me instalé en el hotel Sheraton. Ahí pasaría una larga temporada esperando conseguir casa y que llegara el trasteo que venía de México.

La vida de hotel es la primera experiencia del expatriado. Uno siempre llega a un hotel y termina pasando más tiempo del que espera.

El límite de la estadía en un hotel es el día en que a uno le sabe exactamente igual un steak au poivre o un club sándwich. En ese momento, como mínimo, hay que cambiar de hotel.

Rabat es una capital bastante estéril. Ciudad de burócratas y embajadas. Ni siquiera el palacio real tiene la belleza que puede tener un palacio en el mundo árabe.

Medina es el nombre marroquí de esos mercados árabes que en otros lugares llaman el souk. La de Rabat, es pequeña, cuatro o cinco callecitas. Demasiado nueva.

En Marruecos viví fundamentalmente solo. A mi esposa de aquellos tiempos, la madre de mi hija, no le gustó la idea del traslado. Primero se negó a viajar a Marruecos desde el vamos. Llegó meses después. No le gustó Rabat, ni su clima ni sus gentes. No hablaba francés por lo que el combo de los expatriados no le decía nada. Pasó una corta temporada y se fue rápidamente a vivir a Madrid.

Rabat es un vividero perfecto para expatriados. Rápidamente gracias a un muy buen contacto local, llamado Khalid Alioua, logré ser aceptado como visitante temporal en el Royal Golf Dar es Salam. Khalid Alioua es un personaje que por si solo da para varias novelas. Extremadamente inteligente y creativo es capaz de resolver cualquier situación política por compleja que sea.

El club del Rey, con 54 hoyos, de los cuales 18 de alta competición diseñados por un señor que se llamaba Robert Trent Jones y que fue uno de los grandes diseñadores de campos del golf. Allí me vinculé a una comunidad de expatriados, franceses, italianos españoles. Jugábamos juntos, paseábamos juntos de cuando en vez y los fines de semana nos reuníamos con los no golfitas para unos almuerzos que se prolongaban hasta que el hígado lo permitía.

Había un supermercado y dos cines. Un restaurante de pescados al lado del puerto con una linda vista hacia el atlántico. Un restaurante de un francés muy divertido que de vez en cuando importaba delicadezas en el vuelo directo de Air France, cuyo gerente local Jean Marie era un poco el gran burundún de la comunidad de expatriados. Allí llegábamos a gozar el foie gras o la langosta de Bretaña, debidamente acompañados de ríos de vinos franceses, excelente ocasión para le flirt con las esposas de los que se emborrachaban demasiado. Esas comunidades tan cerradas se vuelven bastante promiscuas.

La tentación estuvo presente varias veces, me negué la posibilidad de un encuentro casual, quicky que llaman, en el baño de la casa de algún amigo. Siempre guardé la esperanza de una tarde de romance en un hotel en Casablanca. No se dio.

Vivía en una casa muy marroquí. Tenía dos salones inmensos y un comedor donde fácilmente se sentaban veinte personas. Cuatro grandes alcobas, dos de ellas con terraza)

Me conseguí una mucama filipina que había estado en Egipto con unos ingleses. Hablaba algo de inglés, y mantenía la casa como una brillante taza de plata. Tess se llamaba. La acompañaba una cocinera oriunda de Tánger, Amina. Grande, berebere, no hablaba sino marroquí y español. Esas dos se entendían a señas. Tess vivía en la casa, Amina era “de por días” como dicen en Colombia.

Mantenía el jardín y hacía las veces de celador, Mohamed, de edad indefinida. Él no hablaba nada más que marroquí. Recibía a sus nietos de vez en cuando. Los fines de semana recibía la visita de sobrinas jóvenes. Amina sostenía que eran sus amantes, que Mohamed era un viejo cochino y prevenía constantemente a Tess sobre el riesgo de cualquier gentileza con Mohamed, especialmente cuando yo salía de viaje.

Amina amasaba unos panecillos locales que dejaba cubiertos con un trapo. En la mañana yo los metía al horno por 20 minutos y desayunaba con pan recién horneado y jugo de naranja exprimido al instante por Tess.

Cuando me correspondía invitar al combo de los expatriados o cuando quería hacer alguna atención a visitantes o colegas de trabajoAmina me preparaba unos maravillosos manjares. El Couscous y los Tajines, eran de gran sofisticación. Nunca, eso sí, me quiso preparar la Pastillá” o Bastillá, un pastel de hojaldre marroquí que es una experiencia más sensual que culinaria. Pero sabía dónde comprarla.

Con ese trío totalmente incomunicado mi casa funcionaba como un palacete.

Así pasaba la vida en Rabat.

Por mi trabajo yo viajaba a lugares más interesantes, más vibrantes, y otros aún menos interesantes, por lo menos una vez por mes.

Los países francófonos de África Occidental han desarrollado un intento de integración, tienen un banco central y una divisa común, el franco CFA. En ese proceso crearon la flamante Air Afrique, que tenía su base de operaciones en Abidjan en donde quisieron hacer un hub que servía las capitales de todos los países miembros y aspiraba a ser la aerolínea africana.

Air Afrique ofrecía un vuelo directo de Casablanca a Abidjan, desde donde uno podía conectar a cualquier capital de África occidental.

Ideal. En dos ocasiones tomé el vuelo. La primera acabamos aterrizando de emergencia den Ouagadougou, la capital de Burkina Faso en medio de un monstruoso “armatan” que es el nombre de las tormentas de arena. Estuvimos doce horas metidos en una infernal sala de espera en la penumbra causada por la tormenta. El vuelo salió de Casablanca pese a las advertencias de los controladores aéreos. La segunda sin advertirlo, en un 767 que volaba de Bamako a Abidjan se salieron los dos pilotos de la cabina de mando al mismo tiempo. Mientras el uno coqueteaba con una linda azafata senegalesa en la cocina el otro se metió al baño. Se les cerró la puerta. El piloto, al salir del baño se topó de frente con el aspirante a Casanova del copiloto. Miró la puerta y exclamó “oh merde”. Procedieron a romper la puerta con el hacha de emergencia que tiene el avión y aterrizamos muy asustados. Si eso sucede después de 9-11 cuando blindaron las puertas de las cabinas de mando, estaríamos todos muertos.

Después de tal experiencia, todos mis viajes se iniciaban en un vuelo de la RAM, Royal Air Maroc, de Rabat a Paris que salía el viernes en la tarde. De ahí continuaba en Air France al resto de África el domingo.

Tuve entonces la suerte de poder cultivar las amistades parisinas, colombianos que allí vivían o estaban de visita y a mis amigotes y amigotas de la universidad. En ese entonces mi padre ya bastante alejado del ajetreo diario de la oficina de abogados, pasaba largas temporadas en Europa y generalmente tres a cuatro semanas en Paris. Tengo recuerdos inolvidables de las tardes sentados tomando café en alguna brasserie en donde nos habíamos aplicado el almuerzo favorito del “Master”, como le decían a mi padre sus amigos. El almuerzo empezaba con una docena de ostras acompañadas de una deliciosa copa de vino blanco de la casa. Luego una Sole Belle Meuniére o un Steak Maison que se rociaba con una botella de vino. Obligados quesos y para rematar una Tarte Tattin o una Creme Brulée. Un armagnac y uno o dos cafés. Durante tres horas me interrogaba sobre los pormenores de los países visitados, su historia, sus aconteceres políticos que comentaba con sabiduría. En temas de trabajo o en asuntos de la vida su consejo siempre fue acertado. Mi padre era sabio. Decía su gran amigo Misael Pastrana, Carlos Urrutia sabe todo.

Rabat es aburrido. Marruecos fantástico. Lo tiene todo. Fez tal vez la más árabe de las ciudades marroquíes. Marrakech con su fama de centro cosmopolita del turismo europeo. Tánger, española, morisca, bohemia, promiscua.   Casablanca cuyo gran activo puede ser la película y el rol de haber sido el centro de operaciones de espías de todas las calañas durante la segunda guerra mundial. Las playas de Esaioura y Agadir, blancas eternas, pobladas de turistas europeos rosados por lo rayos del sol marroquí.. Ouarzazate y el Sahara con su infinita belleza en tonos amarillos.

En cuanto se presentaba una disculpa, viajaba a Fez. Me alojaba en un hotel llamado Le Palais Jamaï que es un gran hotel, un poco venido a menos en esos años, pero un gran hotel. Queda a la entrada de la Medina. Una visita a la medina de Fez es un viaje a la Edad Media. Sonidos, olores, vestidos, colores. La medina de Fez rodea las curtiembres que todavía funcionan y apestan, por lo tanto, la medina de Fez huele a curtiembre. Los pobladores de la medina se pasean por sus calles susurrando, hablan en voz baja. La medina de Fez estaba viva cuando la visité. Según mi padre la medina de Marrakech llena de turistas parecía Disneylandia a su lado.

La vista a la medina de Fez requiere guía. Y claro hay guías y guías. De no ser por mi amigo Khalid a quien tanto le debo, yo hubiera caído en las manos de un ordeñador de turistas. Khailid me puso en contacto con un joven historiador varado que por unos dírhams me acompañaba a conocer la medina. Así conocí las medersas, las escuelas a donde se forman los niños musulmanes, las curtiembres por dentro y claro, unas maravillosas tiendas de tapetes de donde siempre salí con la sensación de que esta vez no me tumbaron para descubrir un rato después que si me habían tumbado.

Por la medina de Fez pude caminar horas enteras sin ser acosado por vendedores de fantasías, domadores de culebras y agentes de la mejor tienda de tapetes de la zona. El placer de salir a caminar después de una corta siesta a pasar el resto de la tarde paseándose por esas callecitas reconociendo los olores de las especies cuando merma el pugnante olor del a curtiembre. Pasar a tomar una taza de té de menta servida desde dos metros de altura para que haga espuma en la tienda de tapetes de Mohamed que ya me ordeñó hasta la sangre y ahora conversa conmigo sobre las pruebas que les hizo a los gringos de por la mañana y la pelea con la vieja francesa que quiere que le regalen todo. De regreso a mi palacio me acompaña su sobrino que va a entregar los tapetes que le vendieron a los gringos empacados y listos para que se los lleven. De política jamás se habla, las paredes tienen oídos y Marruecos era en esos años un régimen policial feroz. El rey Hassan II desconfiaba.

Para llegar a Fez viajaba uno por una autopista del primer mundo. Era un verdadero viaje en el tiempo, del primer mundo de finales del siglo XX al medio evo marroquí del siglo XVI.

En abril de 1997 conocí el sur de Marruecos. Estuvimos con mis padres en La Mamounia, el famoso hotel de lujo de Marrakech en donde Sir Winston Churchill pasaba temporadas bebiendo brandy de coñac y pintando. Fuimos a Ouarzazate y visitamos las ciudades pre-saharianas.

Habíamos estado en Fez, paseando por la medina en donde mi padre mostró su increíble sentido de la orientación. Fuimos con el guía a conocerla en la mañana. Nos despachamos un almuerzo de esos, con bastilla, tajine y postres variados, acompañados de vino gris de Kerouane. Mi esposa, mi madre y yo caímos en una profunda siesta. Al despertar, Monsieur se había ido a caminar a la medina, sólo. Dos horas después cuando me aprestaba a salir a buscarlo con un portero del hotel, llegó campante seguido de un niño que cargaba dos enormes tapetes que me había comprado pues la pareció que el salón de mi casa estaba un poco vacío. Le pregunté ¿Cómo hiciste? Esta es la tercera vez que vengo a Fez y todavía no me aventuro solo en la medina. Me dijo mogollo, sale uno por la calle que baja del hotel y voltea a la derecha. Entendí que no había caso. De ahí en adelante él indicaba el camino, yo le mostraba a donde queríamos ir en el mapa y él se encargaba de la navegación, eso sí sin volver a mirar el mapa. En el Sahara no me atreví a hacerle confianza y contraté un guía para una salida nocturna en un cuatro por cuatro. Creo que se murió sin perdonármelo.

Fez me cautivó.

Marrakech me pareció demasiado turístico. Demasiado “esa es la casa de Yves Saint Laurent”, “este es el cuarto en que se instalaba Winston Churchill”. La famosa plaza Djeema el Fna impresiona. A la segunda visita se da uno cuenta que es bastante plástica.

Marrakech fue la ciudad imperial de los Almorávides. Estratégicamente ubicada les permitió controlar la ruta de la sal, que iba desde el mediterráneo hasta la legendaria Tombuktú en el imperio de Mali. Del mediterráneo pasando por el Sahara, las caravanas llevaban la sal hacia el sur y regresaban con el oro de las minas que estaban al sur.

Desde Marrakech los Almorávides conquistaron el norte de Marruecos y luego la península ibérica. Marrakech fue capital de varios imperios. Allí se construyeron grandes palacios y por lo menos dos mezquitas muy famosas.

Marrakech es la puerta hacia el Sahara. La ruta desde el norte, donde queda Rabat, se debe hacer por el Atlas. Es una experiencia fenomenal. La ruta hacia el sur lo lleva a uno hacia Ouarzazate otra experiencia maravillosa, la entrada al desierto.

A Marrakech hay que ir, más por el camino que por la quedada.

Tánger es otro cuento. Cosmopolita. Tánger ha atraído a escritores, poetas, artistas y músicos. Estuve allí un par de veces. Algunos de mis amigos expatriados iban con más frecuencia a Tánger y a Ceuta y a Melilla. De ahí atravesaban el charco hasta Algeciras. Tánger es puerto y ciudad de paso. Tenía en los tiempos en que allí viví fama de ser una ciudad permisiva, promiscua. Mi trabajo africano se relacionó mucho con la prevención del SIDA, sin embargo, en Marruecos el tema era bastante tabú. El proyecto que yo dirigía allá era de planificación familiar. Si promovíamos el uso y la venta de condones, pero sin mucho entusiasmo por parte del Ministerio de Salud. Se decía que muchos europeos iban a Tánger en busca de variadas experiencias sexuales. Se hablaba de los muchachitos de Tánger. Ese ambiente de permisividad se siente en las noches del puerto. Bares y discotecas están llenos de gente en busca de…

Recuerdo otro aspecto de Tánger. La luz. Tánger es una ciudad llena de colorido con una luminosidad muy especial. Tiene una gran influencia mediterránea en su arquitectura. Muchas casas y edificios tienen grandes terrazas en el piso superior. Desde esas terrazas se ve al atardecer una ciudad con un colorido y una luminosidad que se quedan grabadas en la mente, en mi caso refresca la memoria el recuerdo de una deliciosa ginebra con tónico, la bebida por excelencia colonialista en una de esas terrazas. Por esos tiempos yo ya había abandonado ciertas yerbas. Marruecos es famoso por el hachís que es otra forma de procesar la hoja del cannabis. Tánger era en 1997 una ciudad permisiva también en materia de consumo de hachís. Una buena traba en una de esas terrazas era una experiencia atractiva.

Vivía solo y viajaba mucho. En esos años mis viajes me llevaron principalmente a Uganda, Senegal y Madagascar. También estuve en Mali y en Niger.

Cuando uno acepta esa forma de vida, que algunos consideran imposible, uno aprende a gozar las pequeñas, o grandes, cosas que tiene cada lugar, cada sabor, cada olor, cada persona que uno conoce lo introducen a uno a conocer cada cultura un poquito más.

No son viajes fáciles. Generalmente durante esas semanas de viaje se trabaja intensamente, largas horas, muchas de ellas sentado en un escritorio viejo en un cuarto de hotel en Bamako o en Niamey o en Antananarivo. En la segunda década de los noventa el internet y sobre todo el correo electrónico empezaba a ser parte esencial de nuestras comunicaciones. Recuerdo largas esperas a media noche, escuchando el ruidito que hacía la computadora mientras se conectaba para recibir los correos enviar los correos, uno trabajaba off line y se conectaba para transmitir.

Rabat era un lugar ideal a donde llegar a recargar las baterías. Pasé muchas tardes gozando un clima medio, ni muy caliente ni muy frío, sentado en la terraza, leyendo. En una reacción que el profeta no aprobaría, cuando sonaba el llamado a la oración que anuncia el atardecer, era el momento para servir una Ginebra con Tónica y buscar al combo de los expatriados. Nos encontraríamos en algún café o en el bar del Sheraton. El bar del hotel de alta gama de esas ciudades es generalmente el abrevadero de los expatriados solos y en muchos casos el coto de caza de las trabajadoras sexuales locales que siempre sueñan con enamorar a uno de esos lobos solitarios.

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Fotos Fez cortesía Camila Muñoz

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