Kabul ciudad interrumpidaCRONICAS Por Juan Manuel Urrutia — Con la globalización de las comunicaciones, con las imágenes que desde que Bush decidió meterse a este país para vengar los actos de 9/11, descubrimos a Afghanistán y nos hicimos nuestra propia imagen

Desde la ventanilla del avión la vista era casi idéntica a lo que yo había imaginado. Escarpadas montañas cubiertas de nieve. Valles áridos. La aproximación hacia el aeropuerto tiene momentos algo asustadores porque ve uno las cimas de las montañas tan cerca que se pueden contar las rocas, me recuerda la entrada a Katmandu.

Finalmente, el avión llega al valle en donde está Kabul que se parece a la Sabana de Bogotá con el Tablazo y Monserrate y Guadalupe nevados y mucho más árido.

Aterrizamos y se da uno cuenta que es un país marcado por una larga guerra. El aeropuerto tiene una presencia militar que impresiona.

Kabul es una ciudad interrumpida, por los retenes, las barricadas, las barras atravesadas en las calles. Sobre la ciudad flotan cuatro zepelines blancos. Pregunto ¿y eso? Tienen cámaras, la ciudad está permanentemente monitoreada desde el aire. A intervalos de unos cuarenta minutos helicópteros artillados en grupos de tres sobrevuelan la “Green zone”, la zona de Kabul en donde están las embajadas, los bunkers de las organizaciones internacionales y los “compounds” donde nos quedamos los expatriados.

En el aeropuerto me recoge una camioneta blindada, con un guardaespaldas que si me lo encuentro por la calle salgo a perderme. Enorme, barbado con la cara adusta. Comienza el briefing de seguridad. Me entregan un tracker que debo llevar siempre. Con eso saben en donde estoy a cada momento. No debo salir de la oficina sin escolta. Todo desplazamiento debe ser informado a “seguridad” con un día de anticipación, ellos deciden si el desplazamiento y el lugar donde voy es seguro. Estoy alojado en un compound “muy seguro”. No me veo con nadie. No hay bar para comentar los acontecimientos del día o para intercambiar impresiones, estamos en un Estado Islámico, no venden licor ¡qué sed!

En mi primera visita al ministerio de salud me encuentro con tres funcionarios jóvenes, hablan un inglés decente. Me sorprende su interés por discutir y entender lo que yo planteo como un esfuerzo para incrementar la participación del sector privado en el sistema de salud. Afghanistán fue comunista, luego lo dominó el Talibán, luego vino la guerra y lo que ahora llaman el post conflicto.

En estos años de ocupación los donantes internacionales han mandado la parada en la financiación de las necesidades del Estado y muchos de ellos creen menos en el sector privado que el señor Chávez. Pese a ello estos señores me siguen la propuesta, se interesan discuten y deciden que el cuento vale la pena. Me proponen que hagamos una reunión con todos los directores de área que son como 10, que le van a pedir al viceministro encargado de políticas y de planeación que convoque una reunión. Salgo bastante escéptico, “me están dorando la píldora”. Ahora resulta que el vice está muy ocupado y que puede convocar la reunión la semana entrante cuando yo ya tenga una pata en el vuelo de regreso. Pos no. En lo que tardo atravesar unas veinte cuadras en el blindado, hablando del optimismo de estas nuevas clases dirigentes con respecto del futuro de su país, me han mandado un emilio convocando a la reunión para el miércoles. Miércoles digo, era en serio.

No se puede uno confundir. El mecanismo de protección que rodea a las oficinas de los diferentes organismos internacionales y embajadas es prueba real del peligro que aún subsiste. La entrada a las instalaciones de la embajada de los Estados Unidos a donde fui a reunirme con la gente de USAID, para quienes estoy haciendo la consultoría es impresionante por no decir aterradora. Llegamos en carro a una primera entrada fuertemente custodiada y con una barra de acero atravesada en la calle. Procedemos por entre una chicana construida con muros de concreto de un metro de ancho por tres de alto. Procedemos durante más de un kilómetro por una calle rodeada por dos de esos muros.

A medida que nos acercamos a la entrada aparecen los blindados y por primera vez desde que llegué a Kabul, las fuerzas especiales, armados hasta los dientes. El ingreso es lento, lo revisan a uno varias veces. Circulan militares en carritos eléctricos. La misión de Estados Unidos en Kabul es la más grande del mundo y ahí residen todos los norteamericanos que allí trabajan, nadie sale a dormir a su casa, nadie sale a comer a un restaurante o a visitar a un amigo a su hotel. Ahí viven, comen, duermen y todo lo demás, que es mucho. Alguien comentaba que la vida en el compound de la embajada es como la de un campus universitario, descontrolada.

Ya dentro de la embajada no están los marines con su elegante uniforme y su kepis blanco. No, todo mundo en traje de fatiga y muchos de ellos con casco chaleco antibalas y armados hasta los dientes. En las oficinas me impresiona que en cada puesto de trabajo hay un burro sobre el que reposan un casco y un chaleco antibalas y yo paseándome por Kabul con mi chompita azul fosforescente de The Northface porque me ha dado pereza entrarle al tema del chaleco antibalas, va a tocar.

Mamá quiero una copa de vino.

Completo una semana en Kabul. Algunas sensaciones iniciales desaparecen otras se fortalecen. Las extremas medidas de seguridad calman en alguna medida el temor subconsciente de saber qué si a uno lo tienen tan cuidado, por algo será.

Me dice un amigo americano que la guerra tiene dos estaciones, la estación de pelear “the fighting season”, primavera verano y el comienzo del otoño y la estación de los actos terroristas, “terrorist season”, fin de otoño e invierno cuando como no pueden pelear, el Talibán “bombs the shit out of Kabul”. Hay una época de transición que parece ser ahora. Ni lo uno ni lo otro sin descartar que pase lo uno u lo otro. Desde Enero no hay bombas. Toco madera.

La ciudad se va confirmando, en su belleza, en sus caóticas calles. A medida que hago diferentes recorridos para cumplir con las múltiples citas para hacer las entrevistas que vine a hacer, voy descubriendo, siempre desde la ventanilla de la camioneta blindada, una ciudad llena de vida, de colores, de comercios atractivos. Me hacen falta los sonidos de la gente.

La casa de huéspedes en donde estoy queda muy cerca de un parque. En la tarde, desde el balcón de mi cuarto, un cuarto amplio y confortable, oigo los gritos de los niños jugando, suenan felices, despreocupados. Ya al caer de la tarde oigo las conversaciones animadas de los hombres que toman té y comen brochetas en puestos callejeros. Uno se antoja, pero ni modo.

Siempre a toda hora el ruido de los helicópteros interrumpe. Y religiosamente, cinco veces al día suena el melódico llamado a la oración desde los minaretes de las mezquitas.

Veo pocas mujeres en la calle. Todas con sus pañoletas multicolores que han reemplazado el tristemente famoso burka. Se ven pocos, muy pocos burkas.

Una observación algo simplista, seguramente, la situación de esas mujeres caminando presurosas, asustadas escondidas detrás del burka azul, con una simple red que les permitía ver el camino ha mejorado radicalmente. Las veo en las oficinas del ministerio de Salud, participando de las reuniones.

El trato es distinto, sin embargo. Si está uno con un grupo de hombres y llega una mujer, no se acerca a saludar al parche, como en nuestros países. Se queda un poco apartada, si hay otra mujer, charla con ella, con sus colegas masculinos, poco o casi nada. Ya en las reuniones participan y opinan. La integración social no se ha dado, una mujer no charla con un hombre en público.

Las avenidas de Kabul, seguramente construidas en esta especie de plan Marshall desarrollado por los americanos y las demás fuerzas de “intervención”, son amplias. Cuando los afganos aprendan a manejar se podrá circular cómodamente. Hoy en día pitan sin cesar y más parecen en una competencia de Slalom que dirigiéndose a algún lugar. Cada vez que nos aproximamos a una glorieta cierro los ojos, le pasan a uno carros por todos lados, parecería que hay una constante competencia a ver quién sale de primero de la pinche glorieta.

Para envidia de los bogotanos, no hay huecos. Y para felicidad de un bogotano cualquiera estacionan en donde les viene en gana, en doble fila en triple fila si es necesario. No he visto transporte púbico.

¡Peñalosa alcalde de Kabul! ¿cómo se dirá Transmilenio en afgano?

En el caos de las glorietas y de las esquinas de gran confluencia no puedo menos que pensar que si a cualquier loquito extremista le diera por volar su chalequito, la masacre sería de grandes proporciones. Mi conductor parece pensar lo mismo, porque mientras yo cierro los ojos él embiste para salir lo antes posible del nudo gordiano que se forma.

Los afganos que he conocido desde el guardia barbado, de edad indefinida, podría ser mi abuelo, mi papá o mi hermano menor, con su AK47 siempre listo, hasta el vice ministro de salud con su impecable acento británico, son amables, deferentes.

Entre ellos, entre hombres se tratan con cariño cuando son amigos, se saludan de beso en la mejilla y con mucho respeto cuando no lo son. Como en casi todo el mundo musulmán el saludo puede durar un buen rato mientras preguntas por toda la familia ampliada de tu interlocutor.

Cuando necesito comprar juguito y galletas para tener en mi cuarto me llevan a súper para extranjeros con puerta blindada, esculcada a la entrada y todo. Los de a pata sin embargo parecen hacer sus compras en mercados informales en la calle.

En una esquina ve uno el puesto de fruta y detrás colgando de la puerta los corderos enteros o las patas de cordero. Al lado generalmente hay un almacén donde venden granos y especies que me fascinaría visitar. La comida afgana que me sirven en la cafetería de la oficina es condimentada, sin excesos. En la mesa siempre hay aceitunas, guindillas y una salsa que abre hueco para el que quiera emberracar el stew. Siempre con pan árabe recién hecho caliéntico.

Me quedan cuatro días más de trabajo intenso y apasionante. Esta vida loca es la que me da las energías y le da sentido a lo que he hecho.

Llegó la hora del regreso. No sin antes acordar que en dos meses volveré a pasar tres semanas para completar la definición del plan inicial para el desarrollo de alianzas público privadas para el fortalecimiento del sistema de salud del país.

CRÓNICAS

Kabul

 

 

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