Cronicas desordenadas: KeniaCRONICAS — Carnivore se llama un restaurante, muy famoso, muy popular y últimamente bastante “turístico” en las afueras de Nairobi. Usando el modelo de los “rodizios” brasileños, en Carnivore le sirven a uno carnes de animales salvajes, jirafa, cebra, avestruz, antílope, búfalo, cocodrilo, cerdo salvaje. Unos criados para el efecto y otros, producto de sacrificios para el control de las poblaciones, “culling”.

Mi primera visita a Nairobi fue en 1993, iba camino a Kampala a una reunión regional del programa de mercadeo social de anticonceptivos. El objeto principal de la reunión era revisar los bocetos de una campaña regional de publicidad para los preservativos Protektor, marca heredada de México en donde se había lanzado con mucho éxito en el Mundial de 1986. Por esos años comenzaban esfuerzos concentrados a la promoción del condón en la prevención del VIH/SIDA. En esa ocasión mi estadía en Nairobi fue muy corta, sólo recuerdo la vista de las jirafas pastando el borde de la pista del aeropuerto y el ya naciente caos vehicular.

En mi segundo viaje a Kenya, pasé más tiempo, conocí Carnivore y otros bares y restaurantes frecuentados por la comunidad de expatriados que vivía en Nairobi. Hice amigos a quienes seguí frecuentando en viajes posteriores, casi todos trabajando en las oficinas de las Naciones Unidas y con las ONGs internacionales que tenían, como nosotros sus oficinas regionales en Nairobi.

Regresé en 1995 a dirigir un seminario de planeación financiera para ONGs locales. El taller tuvo lugar en un lodge en la reserva natural Samburu, en el centro de Kenia. El lodge estaba protegido de los animales más peligrosos, como elefantes y felinos por una cerca eléctrica a la que estaba totalmente prohibido acercarse. Sin embargo, los babuinos, que son bastante agresivos y pueden ser letales se paseaban por ciertos lugares del lodge, los veía uno de lejos y tomada otro rumbo. También había otros monos, chimpancés más pequeños y muy entrometidos.

En esos tiempos mi papel de director regional de programas incluía con frecuencia la dirección, eso que llaman hoy en día “facilitar”, de talleres de formación para los oficiales de las agencias locales con las que trabajábamos. Como lo hacía con frecuencia, tenía una rutina ya establecida. Para evitar sorpresas técnicas, el retroproyector o el proyector de diapositivas que se niega a funcionar, llevaba desde antes preparada copias de las presentaciones cuidadosamente organizadas en carpetas. En la tarde anterior al inicio de las sesiones, recibíamos el salón y organizado y colocábamos los materiales en los lugares. Se revisaba todo, iluminación de la sala, aire acondicionado o abanicos. Se dejaba el salón de reuniones preparado para iniciar a la hora señalada sin demoras.

Al revisar los abanicos notamos que el salón estaba un poco caliente y resolvimos dejar unas ventanas abiertas por un par de horas, magno error. Pasadas las dos horas regresé al salón y me encontré a un grupo de chimpancés jugueteando sobre la mesa dispuesta en forma de U.   Uno leía los materiales y procedía a romperlos, meterlos en la boca y escupirlos. Otro se divertía tirando los vasos al suelo desde la mesa y mirarlos como reventaban al caer. Otro más corría por encima de la mesa jalando el mantel produciendo un caos que parecía divertir hasta el deliro a otros chimpancés muy metidos en su rol de espectadores. En fin el salón quedó hecho un desastre.

Yo tenía asignada una cabaña al borde de la cerca, a unos 20 metros. Al caer la tarde, abrí una botella de ginebra, siempre me acompañaba una en esos lugares apartados a donde no sabía si el bar tendría mi trago favorito. Procedía saborear mi G&T en una mesita ubicada en la terraza de la cabaña. Oí detrás de la cerca, un ruido de animal grande. Babuino pensé. Estaba equivocado. Un elefante procedía a comerse los árboles al lado de la cerca, con parsimonia iba destruyendo y masticando. Esa rutina se repetiría a cada atardecer y cada mañana durante los cuatro días que estuve en Samburu. Al elefante lo llamé Babar en recuerdo de los libros de mi infancia y sostuve interesantes conversaciones con él.

De regreso a Nairobi, me tocó el fin de semana de la final del mundial de Rugby que se desarrollaba en Johannesburgo. Yo había jugado algo de rugby en mi universidad en Francia. Me hice muy aficionado por culpa de mi compañero de cuarto cuyo hermano era jugador profesional. Bebert, como le decíamos, era un apasionado de Rugby y me había explicado que entre las potencias del deporte estaban Nueva Zelanda, los famosos All Blacks y Suráfrica, los Springboks.

Con un grupo de expatriados nos dirigimos al bar de Carnivore, donde se había preparado todo para la transmisión del partido. Había ingleses y otros británicos, australianos, uno que otro francés, unos pocos neozelandeses y bastantes surafricanos, casi todos blancos. El rugby y el cricket eran los deportes de los blancos en la Suráfrica del apartheid. El resto de la historia está mucho mejor contada en la película Invictus. Yo sólo recuerdo las lágrimas de emoción de los surafricanos al ver a Madiba, Nelson Mandela, con la camisa de los “boks” y un comentario de uno de ellos que me dijo “ojalá dure para siempre porque los que lo siguen en la ANC son unos pillos”. Hablaba, obviamente de la rosca de la ANC que desde que se retiró Madiba ha saqueado a Suráfrica sin miramientos.

Luego tuve la oportunidad de desarrollar una relación particular con los animales africanos en varios parques de Kenya. Estuve en el Massai Mara con mi hija quien cuenta que no sabía si mis ronquidos en la carpa en la que dormíamos eran eso o una invasión de los hipopótamos. Estuve en el Mara con Mónica que pasaba las tardes conversando con los hipopótamos. Vi una leona que llevaba días caminando con su cachorro muerto en la boca. Vimos a los chitas cazando, espectáculo inigualable.

Con una y otra visitamos a fundación Cedrik en donde recogen a los elefantes huérfanos, los recuperan y los devuelven a su hábitat.

Después de todo eso no pude volver a Carnivore.

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