Screen Shot 2013-01-02 at 5.18.08 PMPublicado en inglés el 8 abril del 2013 en la revista The Nation bajo el título “We Are All Thatcherites Now”Traducido con autorización especial. Por Maria Margaronis.

Margaret Thatcher ha muerto finalmente, y las imágenes que se acumulan hablan de guerra y confrontación: la policía antimotines a caballo con sus bastones sobre las cabezas de los mineros en huelga; autos en llamas en Trafalgar Square durante los disturbios contra los impuestos electorales; disturbios en Brixton y Toxteth contra el racismo de la policía racista; misiles Cruise de EUA, desplegados detrás de la valla de Greenham Common; el infame titular ‘GOTCHA’ del Sun, de la guerra de las Malvinas, cuando el crucero argentino Belgrano en retirada fue torpedeado; las muertes de diez huelguistas de hambre del IRA que pedían estatus de presos en la prisión de Maze; la bomba del IRA que casi mata a la misma Thatcher en Brighton. Siguen otras imágenes de suavidad interior pulida: el pañuelo que con desaprobación cayó en la cola de un avión modelo por no llevar la bandera de la Unión; su capacete de pelo brillante; el bolso de mano, señal de ahorro femenino y de administración del hogar, de la tendera de comestibles de Grantham que adquirió aterradoras dimensiones globales.

María Margaronis
María Margaronis

Las imágenes son las dos caras de la misma moneda: fue en parte debido a que Margaret Thatcher era mujer que capaz de triunfar en su guerra implacable contra los sindicatos, la clase obrera, el Estado del bienestar, la izquierda. Durante sus once años como Primera Ministra rasgó en dos a Gran Bretaña, empujó a muchas vidas a un callejón sin salida, diezmó industrias y trajo hambre a comunidades, hizo de la codicia virtud y de la indiferencia señal de madurez. Su crueldad vino encubierta por un emoliente letal: su voz suave, la dulce firmeza con miel de una guardería. Ella fue el primer líder británico creado para la televisión, una fantasía masculina de feminidad contundente.

También fue, en muchos sentidos, el primer líder estadounidense de Gran Bretaña (el segundo fue Tony Blair), aunque ella habría detestado esta descripción. Cuando logró el cargo de Primera Ministro en 1979, Gran Bretaña era un poder post-imperial desmoronándose, maltratada por la globalización y la crisis del petróleo, estancada por oleadas de huelgas a medida que los sindicatos luchaban por mantener su trozo de un pastel que se contraía. Barrió de lado el consenso de la posguerra para una economía mixta y un Estado de bienestar universal, utilizó los ingresos del petróleo del Mar del Norte para reducir el tamaño del gobierno y financiar una reestructuración radical, con una reducción de impuestos, la privatización de los activos públicos desde el agua a los ferrocarriles a las viviendas de asistencia oficial, eliminando las protecciones (o, en su opinión, los obstáculos) en contra de las fuerzas del mercado. El desempleo aumentó a casi el 13%, el más alto que había vivido el país desde 1930. La desindustrialización ya había comenzado; ella la aceleró deliberadamente, sin ninguna preocupación por las vidas arruinadas en el proceso, con la intención escasamente disimulada de destruir el movimiento obrero. “Como ustedes saben,” ella dijo en su famosa frase “no hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada, excepto a través de la gente, y la gente debe cuidar de sí misma en primer lugar”.

Ahora, todos somos hijos de Thatcher, en Gran Bretaña y en Europa, donde las políticas de austeridad que ella ensayó durante la década de 1980 se aplican como si no hubiera ni otra alternativa ni un mañana. La alemana Angela Merkel es la señora que no recula. Durante la semana de la muerte de Thatcher, Gran Bretaña ha sufrido profundos recortes en el bienestar social — más profundos que los de ella — con reducciones de impuestos para quienes tienen los ingresos más altos. El lenguaje de “Skivers vs Strivers” (o vagos contra trabajadores) con el que el partido conservador enmarcó el debate hubiera sido veneno político antes de 1980, cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan fustigaron el resentimiento contra las “welfare moms” y su dependencia en la beneficencia. El Nuevo Laborismo, el mayor éxito de Thatcher, plantó firmemente la contrarrevolución, recortando el principio de cobertura universal para la salud y la educación, reduciendo la movilidad social, bajando los niveles de pobreza infantil pero ampliando la brecha entre los de los ingresos más bajos y los más altos. Privatización, disciplina, austeridad en una recesión, remedios que matan o curan: en muchos aspectos, el thatcherismo es ahora la nueva normalidad.

En los meses previos a su muerte, “Lady Thatcher” disfrutó una rehabilitación. Está la película de Meryl Streep “The Iron Lady”, que enmarcaba su carrera política con un retrato conmovedor de su descenso a la demencia; están los documentos del gabinete de la época de la guerra de las Malvinas, dados a conocer hace unas semanas, que la describe rompiendo a llorar ante la idea de enviar a los muchachos británicos a la muerte. Obviamente odiar Thatcher (como muchos de nosotros hacemos) es sucumbir a un culto inverso de la personalidad. Pero no es sólo eso. Al igual que su amigo Ronald Reagan (¿quién puede olvidar el cartel de la Campaña por el Desarme Nuclear de ambos como Rhett Butler y Scarlett O’Hara frente de una nube de hongo?) Fue uno de esos políticos que parece resumir y encarnar más que un conjunto de políticas: un cambio de estado de ánimo, un espíritu de la época, una manera de pensar y sentir acerca de la vida social. Su megalomanía no tenía límites. (Con Reagan se atribuyó el crédito por la caída de la Unión Soviética, como si se tratara de una consecuencia de su cruzada contra la izquierda). Cambió las fronteras, deshizo décadas de progreso, empujó la política británica de manera irrevocable a la derecha. Ahora que ha muerto, tenemos que soportar el espectáculo de un “una ceremonia fúnebre con honores militares” en la Catedral de St. Paul, como si fuera una especie de salvadora de la nación. El peso muerto de la tradición inundará de bendiciones su cabeza, junto con pocos de sus antiguos enemigos. Los millones de nosotros que disentimos recordaremos que la hipocresía es esencial para la élite británica, que se puede sonreír y sonreír y ser un villano.

Artículo en inglés