Logo The NationPublicado en inglés el 16 de enero del 2013 en la revista The Nation bajo el título “America’s New Cold War With Russia”. Traducido con autorización especial. Por Stephen F. CohenCon el apoyo pleno de la irresponsable élite política y un establishment mediático poco crítico, Washington está resbalando, si no sumergiéndose ya, hacia una nueva guerra fría con Moscú. Las relaciones, que ya han enfriado sustancialmente por las disputas fundamentales sobre la defensa antimisiles, el Oriente Medio y la política interna de Rusia, han sido ahora envenenadas todavía más por dos conflictos que recuerdan la formulación de políticas de “uña por uña” durante la Guerra Fría anterior.

En diciembre, el Congreso, en un ataque de moralismo legislativo indiferente a sus consecuencias más extensas, aprobó la Ley de Magnitski. En efecto una lista negra sin el debido proceso, castigará a funcionarios rusos (y quizás a sus familiares) presuntamente culpables de “graves violaciones a los derechos humanos” en su propio país. Por detestables que sean dichos individuos, la clase política de Rusia ha resentido, como era de esperar, esta nueva y arrogante intromisión de EUA en sus asuntos políticos y legales. Un Parlamento ruso igual de caprichoso respondió rápidamente con la prohibición de la adopción de huérfanos rusos por estadounidenses, durante mucho tiempo un tema muy delicado, que entrará en plena vigencia en 2014. Poca oposición fue expresada en ninguna de las legislaturas.

Hubo, sin embargo, una diferencia significativa. Bajo el “régimen autoritario” del presidente Vladimir Putin, los medios de comunicación rusos estaban llenos de polémica sobre la prohibición de las adopciones, incluyendo denuncias de Putin por firmarla. Mientras tanto, en los “democráticos” medios de comunicación de EUA sólo ha habido aplauso por la Ley Magnitski y por la decisión del Presidente Obama de firmarla. Tampoco es la primera vez que los principales periódicos y estaciones de televisión de radio han sido los animadores para una nueva guerra fría.

Aunque en EUA el establecimiento político-mediático de forma rutinaria culpa a Putin, el movimiento hacia la guerra fría, en vez de la colaboración, con la Rusia post soviética comenzó casi una década antes de que llegara al Kremlin –en la década de 1990, en Washington, bajo la administración Clinton. En efecto, el Presidente Clinton inició los tres componentes básicos de lo que se ha mantenido como la política de Washington hacia Rusia desde entonces, desde George W. Bush a Obama: la ampliación de la OTAN (que ahora incluye instalaciones de misiles de defensa) a las fronteras de Rusia; la “cooperación selectiva”, lo que ha significado concesiones de Moscú sin sentido de reciprocidad por parte de EUA; y la interferencia, en nombre de la “promoción de la democracia”, en la política interna de Rusia. Durante veinte años, este enfoque de Guerra Fría ha tenido un apoyo abrumador bipartidista entre la élite política de EUA y los medios de comunicación.

Considere el episodio más reciente, en 2009 pretendía Obama dar un “reinicio” a las relaciones con Moscú, o lo que se había llamado “détente” en otra época de la Guerra Fría. Obama quería tres concesiones del Kremlin: la asistencia en el suministro de las fuerzas de la OTAN en Afganistán, sanciones más duras contra Irán, y la abstención de Rusia en la votación del Consejo de Seguridad para una zona de exclusión aérea sobre Libia. La Casa Blanca recibió las tres. A cambio, Moscú quería un final formal de la expansión de la OTAN a las ex repúblicas soviéticas, un compromiso en materia de defensa antimisiles en Europa y el cese de la participación directa de EUA en la vida política rusa. En su lugar, tuvo lugar una escalada de todas tres políticas ofensivas estadounidenses, nuevamente con la aprobación prácticamente unánime de ambos partidos políticos y los medios de comunicación.

Las cosas no siempre fueron así. Desde la década de 1960 hasta la década de 1990, feroces debates tuvieron lugar entre los estadounidenses que proponían intensificar la guerra fría y los que apoyaban la distensión. Ambos equipos tuvieron un apoyo sustancial en las administraciones y los Congresos de esos años, y ambos aparecieron regularmente en las principales páginas de opinión y en la televisión y la radio nacionales. El proceso democrático estaba trabajando, algo que en sí consituía un rechazo al sistema soviético que prohibía tales debates públicos.

Pero ya no es así. Obama se ha rodeado de asesores sobre Rusia, incluida la actual secretaria de Estado, Hillary Clinton, casados con el enfoque de los últimos veinte años. En cuanto al Congreso, éste se ha convertido desde hace tiempo un bastión de grupos de presión bipartidista, audiencias, resoluciones y leyes pro Guerra Fría, en que apenas un puñado de representantes de la Cámara — muy pocos de ellos liberales o demócratas progresistas — protestan esta locura temeraria. Incluso han desaparecido los populares movimientos por la “paz” y “antinucleares” de una época anterior.

Los medios de comunicación, teniendo en cuenta su papel esencial en las discusiones sobre la seguridad nacional, han sido especialmente culpables, violando sus propios cánones profesionales en la cobertura de temas relacionados con Rusia. Editoriales de periódicos ahora van desde avalar la línea de Guerra Fría inherente de la administración a quejarse de que es demasiado “suave” en el Kremlin. Las opiniones diferentes aparecen rara vez, o nunca, aparecen en las páginas de opinón influyentes o en la televisión o la radio nacionales. (Los medios por Cable, incluso MSNBC, y la radiodifusión “pública” no son diferentes). El sesgo editorial incluso se ha extendido a la transmisión de noticias. En particular, la demonización implacable por los medios de Putin, a menudo sin fundamento ni ilógica, casi ha desplazado el análisis serio y multidimensional.

El enfoque de los medios de comunicación también ha sido selectivo. La cobertura sobre las manifestaciones del año pasado en las calles de Moscú contra Putin fue exhaustiva, pero los corresponsales de EUA han ignorado un nuevo y extraordinario tipo de protesta en la capital misma. Entre el 18 y el 27 de diciembre los estudiantes y profesores de la Universidad Estatal Rusa de Comercio y Economía (RGTEU) desafiaron una toma de posesión ministerial de la institución — su director, Sergei Baburin, una prominente figura política prominente, fue derrocado por el ministerio — ocupando día y noche el enorme complejo, suspendiendo su protesta sólo para las fiestas rusas y en espera de una apelación a Putin. Si la protesta se extiende a otras universidades, Rusia podría experimentar su primera huelga estudiantil a gran escala en muchas décadas, con importantes consecuencias políticas.

¿Por qué los medios de comunicación estadounidenses no informaron este desarrollo? ¿Se debe ello a que los estudiantes universitarios y profesores, a diferencia de varios de los manifestantes callejeros más importantes, no tienen vínculos personales con la prensa de EUA y los funcionarios de Washington? ¿O porque, también a diferencia de muchos de los manifestantes callejeros del año pasado, no son abiertamente pro-occidentales, sino con una orientación nacionalista? ¿O porque la rebelión universitaria no se dirige contra Putin (su consigna es “Putin, creemos en ti. Putin, salva a RGTEU”), sino contra el gobierno del primer ministro, Dmitri Medvedev, que una vez fue uno de los favoritos de la Casa Blanca? ¿O simplemente porque tal complejidad es demasiado para la narrativa ortodoxa de los medios de comunicación después de la Rusia comunista?

Hace casi treinta años, una cobertura por los medios estadounidenses más pluralista sobre la Rusia Soviética ayudó al presidente Ronald Reagan a alcanzar a mitad de camino al líder Mikhail Gorbachev en un esfuerzo conjunto por abolir para siempre la Guerra Fría. (Ellos pensaron que habían tenido éxito).  Ambos líderes encontraron fuerte oposición en sus respectivos partidos y medios de comunicación, pero también encontraron un apoyo sustancial. Demasiado puede haber cambiado — en la calidad del liderazgo, en las élites políticas de Washington y Moscú, y en las prácticas mediáticas estadounidenses — para que ello suceda de nuevo.

Stephen F. Cohen es profesor emeritus de New York University y Princeton University. Su libro más Soviet Fates and Lost Alternatives: From Stalinism to the New Cold War, está disponible en edición rústica de Columbia.

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