En estos días he venido pensando que, sin que fuera tan extrema la situación porque no había riesgo inminente de contagio y, sobre todo, porque estaba ahí por mi voluntad, mis dos estancias en Kabul, hace un par de años, fueron en cierta forma un entrenamiento para la cuarentena. No había posibilidad de salir de la residencia sino para ir a la oficina. Los fines de semana eran tres días de encierro porque el viernes es el día sagrado de los musulmanes y el domingo seguía siendo domingo para los occidentales.  Ahora me doy cuenta de que aprendí a ocupar el tiempo y que una de las ocupaciones era la pensadera, a eso que mi papá le decía “echar globos”.

El lunes 16 de marzo fue el último día que dormí en Bogotá, la última vez que vi a mis nietos y a mi hija y a su marido.  Sesenta y tres días después aquí seguimos, y al parecer aquí seguiremos por un rato más.

Debo confesar que esas cuatro semanas que pasé en Kabul en mi segundo viaje me parecieron más pesadas que estas nueve. (Crónicas: Una semana en Kabul, Regreso a Kabul,  Una ciudad interrumpida).

¿Bomba versus virus?

Es posible.  

Juan Manuel UrrutiaEn Kabul, cada día cuando salía para la oficina, me ponía el chaleco antibalas y agarraba el casco, que confieso no me puse sino una vez en que sonó un bombazo muy cerca de la oficina y nos mandaron al refugio en alerta máxima.  Luego pasaba por el sistema de seguridad de la casa en que nos tenían resguardados, me subía a un carro blindado con un guardaespaldas armado hasta los dientes, aunque la ruta de la residencia a la oficina tardaba cinco a diez minutos, muy caminable.  Llegábamos a la oficina y la rutina se repetía, pasar el sistema de seguridad, subir a mi lugar de trabajo, quitarse el chaleco y colocarlo, con el caso, en el hombre-solo que reposaba al lado del escritorio y ahí encerrado hasta el final del día.

En Kabul el riesgo era el terrorista suicida, difícil de encontrar, casi imposible de detener.  Ante la impotencia las empresas de “seguridad” desarrollaron protocolos que las mantenían “ocupadas” protegiéndonos.  En varias ocasiones nos hacíamos la pregunta, con Tim mi compañero de trabajo, también encuarentenado por la “seguridad”, si el exceso de medidas de “protección” serían más invención de la empresa de seguridad para justificar gastos innecesarios.  

En otra conversación con un colega economista, que estaba evaluando el impacto de unos programas, le pregunté que, si al medir el costo-eficiencia de un determinado programa se incluían los gastos de seguridad, que en realidad es un costo escondido que se come un importante porcentaje del presupuesto que los países ricos asignan para tratar de sacar de la olla a un país como Afganistán.  Me contestó adusto, más de la mitad de los recursos de asistencia se van en consultores como Usted y yo, la burocracia que “maneja” los programas, el overhead de las agencias implementadoras y la seguridad. A las comunidades que se supone estamos beneficiando les llegará una tercera parte de los recursos, si acaso.

En El Rosal, Cundinamarca, cada día empieza con una caminada al amanecer respirando el aire fresco del campo de la sabana de Bogotá, pueden ser diez pasos o diez mil.  Salgo de la finca a caminar por la carretera terciaria que pasa frente a la portada en donde rara vez veo a más de dos o tres personas, a comprar pan fresco en una panadería en la vereda de al lado y al pueblo a comprar insumos para la finca.  Una vez por semana va uno a hacer mercado al pueblo y en lugar de chaleco antibalas y casco uno se tiene que poner un tapabocas, unos guantes y una botas machita que se quedan fuera de la casa y que se lavan con alcohol después de cada salida.

En 2020 el riesgo es un vicioso virus extremadamente contagioso, poco letal, pero que ha causado situaciones terroríficas.  En la comunidad médica, como las empresas de seguridad en Afganistán, no saben como detenerlo, eliminarlo.  Recomiendan chaleco antibalas y casco protector en forma de tapabocas y guantes y alcohol.  Recomiendan el encierro, el aislamiento, la cuarentena obligatoria.  Los gobiernos rápidamente imponen las medidas que los “expertos” aconsejan.  Es lo lógico, lo sensato.

¿Será?

En el cansancio de las diez semanas de cuarentena que nos propusieron primero y nos impusieron después, como en Kabul, se ocurren preguntas u ocurrencias, de pronto.

El Covid-19 lleva, por lo menos, 5 largos meses recorriendo el mundo y asolando comunidades enteras.  Algo tenemos que haber aprendido, pero parece que no.  La respuesta más frecuente de los científicos es “ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario” como diría Cantinflas.

¿Los que ya tuvieron el virus y sobrevivieron quedan inmunes? De pronto, tal vez.  O sea, el cuento de la inmunidad de la manada todavía no es absolutamente seguro.  Por ahí no está la solución.

¿Existe algún tratamiento que haya probado su eficacia?  Quién sabe, tal vez.

Una noticia de la Universidad de Cornell se refiere a un estudio sobre la eficacia del aislamiento social y su conclusión es que no es concluyente.  Me explico.  Una conclusión dice que el estudio muestra que el aislamiento social disminuyó la tasa de crecimiento de los nuevos contagios, es decir aplanó la curva, pero no pudo demostrar que el aislamiento social hubiese disminuido el número de nuevos contagios.  Y concluye que no hay evidencia que permita decir que se debe relajar el aislamiento social.

Entonces, el aislamiento social, en el caso de Colombia obligatorio, no va a mitigar el impacto de la pandemia, sino que en el mejor de los casos va a demorarlo.  La idea de demorar el impacto de la pandemia es darle tiempo a los Estados para prepararse para atender sus efectos cuando se llegue al pico de contagios, que va a llegar.  Hay que establecer una infraestructura que permita hacer pruebas masivas para crear cercos epidemiológicos, es indispensable preparar el sistema hospitalario para atender pacientes con casos extremos de neumonía y dotar al personal con todas las precauciones necesarias para evitar su contagio masivo.  

Desde que se inició la pandemia el gobierno del presidente Duque nos dio la casa por cárcel y se ha dedicado a explicar las medias en un programa de televisión de una hora todos los días y a prometer que van a hacer lo que se supone debían hacer durante el aislamiento preventivo obligatorio.  No han hecho ni lo uno, sino todo lo contrario.  No se hicieron, ni se están haciendo las pruebas, hasta el 20 de mayo, en Colombia se han hecho 214,538 lo que equivale a 4,221 por millón de habitantes.  En Chile han hecho 442,093 lo que equivale a 23,149 por millón de habitantes, es decir Chile ha hecho cinco y media veces pruebas más que Colombia, y estoy seguro que el presidente de Chile tiene mejor que hacer que pasar el día preparando la telenovela de las seis.  La mayoría de los municipios no cuentan con los ventiladores ni con las UCIs que se van a necesitar cuando lleguemos al pico.  Algunas capitales han mejorado su capacidad de respuesta, más gracias a las gestiones de los mandatarios locales que a una gestión coordinada del gobierno nacional.

Ante la falta de información certera, los gobiernos especulan y gobiernan en muchos casos usando las especulaciones de los epidemiólogos como bases científicas para tomar decisiones.

A todas estas lo único certero es que el tal aislamiento preventivo obligatorio, el bruto o sea total y absoluto o el inteligente, han tenido consecuencias desastrosas sobre las economías y exponencialmente más desastrosas sobre los pobres que están y seguirán pagando los platos rotos. 

Aún así, seguimos encerrados.

Se me ocurre que unos de los efectos del Covid-19 es el síndrome del gobernante que quiere gobernar.  Inicialmente uno veía una cierta homogeneidad en las decisiones de los gobernantes.  Básicamente la respuesta era el aislamiento social.  Los que se demoraron pagaron las consecuencias, como la ciudad de Nueva York, España, Italia, el Reino Unido y por encima de todos Brasil cuyo presidente resolvió que el Covid-19 era “uma gripinha”.  El síndrome de gobernante que quiere gobernar se acentúa a medida que los efectos de la pandemia en todas las esferas se acentúan.  

Las decisiones se hacen erráticas y las explicaciones eternas, y en muchos casos incomprensibles.  Los demás asuntos de los Estados se descuidan.

Y ante este galimatías, los gobernantes, como las empresas de seguridad de Afganistán, tienen una sola respuesta, “los estamos protegiendo”.

¿De qué? me pregunto yo.