Screen Shot 2013-01-02 at 5.18.08 PMPublicado en inglés en la edición del 4 de marzo del 2013 en la revista The Nation bajo el título The War on Drugs Is a War on Kids”. Traducido con autorización especial. Por Patricia J. Williams. 

En una cálida tarde de primavera en las universidades estadounidenses, el aroma embriagador de la marihuana (seguramente medicinal) estará flotando como la caricia suave de la brisa, mientras que los aplicados estudiantes se abastecerán con cócteles de anfetaminas para afilar sus agobiadas mentes jóvenes para los exámenes venideros.

En una cálida tarde de primavera en las escuelas públicas más pobres de la nación, los niños (y me refiero a niños) sufrirán la presencia policial diaria, incluyendo perros rastreadores de drogas, tanteos de cuerpo entero, registros de mochilas y casilleros, paradas en los pasillos — todo en el nombre de buscar contrabando.

Las drogas son omnipresentes en este país, y sin embargo, sabemos que algunas personas tienen el privilegio de la intoxicación bajo receta médica, mientras que otros son arrojados a las mazmorras por buscar el mismo alivio. Sabemos que la guerra contra las drogas está fuertemente modulada por racismo, la desigualdad económica, los mitos de la cultura de armas y el oportunismo político. Sabemos que la desafortunada madre de Adán Lanza no fue la única residente de Newtown en pertrecharse con armas de tipo militar; cantidades de residentes de los suburbios mantienen armas similares para proteger sus casas bien cuidadas contra sombrios e imaginarios merodeadores drogadictos que provienen de lugares como Bridgeport. Desviamos recursos de la salud mental o la rehabilitación, y asignamos millones para militarizar las escuelas.

El resultado: la guerra contra las drogas ha hecho metástasis en una guerra contra los niños.

La que más cobertura ha tenido es, tal vez, la situación de los jóvenes en Meridian, Mississippi, donde una investigación federal está indagando por qué niños hasta de sólo 10 años son rutinariamente llevados a la cárcel por ofensas como llevar los calcetines de colores equivocados o sufrir de flatulencia en clase. Bob Herbert escribió acerca de una situación en la Florida en el 2007, donde la policía tuvo que enfrentar el gran desafío de colocarle a una niña de 6 años de edad esposas que eran demasiado grandes para sus muñecas. La niña estaba siendo arrestada por lanzar una rabieta en el jardín infantil; la solución fue esposarle los biceps, tras lo cual fue arrastrada a la comisaría donde fue fotografiada y acusada de un delito grave y dos faltas menores. 

En New York, los niños que crean problemas son sistemáticamente retirados de la escuela por completo y colocados en centros para estudiantes suspendidos, celdas temporales o en facilidades de encierro de menores. En los viejos tiempos, hacer un garabato con las iniciales en un pupitre merecía una boleta de detención. Ahora, un estudiante puede recibir una citación por un oficial de policía escolar. Si el niño lo pierde o no quiere decirle a sus padres, se convierte en una orden de captura.

Según New York Civil Liberties Union, hasta el 77% de las intervenciones de la policía de New York en las escuelas trata con asuntos no criminales como tener comida fuera de la cafetería, poseer un teléfono celular o llegar tarde. Otros delitos menores, como gritar, meterse en pequeñas peleas o estar en la escuela después de horas caen en la categoría de “comportamiento disruptivo”, un delito que puede obtener la suspensión de un estudiante. Sólo el 4% de las intervenciones de la policía responden a “delitos graves contra las personas.”

Pero ¿qué es lo que un maestro de hacer? En New York, los agentes de policía superan en número a los consejeros por más de 2,000.

Sin embargo, como Newtown debería enseñarnos, amamos nuestras armas tanto como amamos a nuestras drogas. Sabemos que incluso nuestros mejores esfuerzos por el control de armas no van a deshacer una instalación simultánea y entusiasta de capataces armados en nuestras escuelas públicas. A medida que estas fuerzas crecen exponencialmente por todo el país, nos mantenemos ocupados mediante la implementación de políticas de cero tolerancia que retiran la discreción disciplinaria de las manos de los maestros y la colocan en manos de los agentes del orden público con poca o ninguna formación en psicología infantil, la mediación o la gestión de la ira. En efecto, la NYCLU recientemente presentó una denuncia después de que la policía de New York arrestara a Marcos Federman, el director de East Side Community High School, por intervenir cuando los policías de la escuela se llevaban a un estudiante de honor.

El “conducto escuela-prisión” ha surgido repentinamente. En sólo los últimos dos decenios, nos hemos asustado. Enviamos conscientemente armas y porras contra nuestras escuelas. Financiamos con dineros federales la vigilancia masiva mediante sistemas de cámaras como lo han hecho en Oakland, para supervisar cada pulgada de la vida escolar desde un centro de mando. Hemos recortado los presupuestos para libros, salarios, computadoras, psicólogos, bibliotecarios y edificios. El problema de hacinamiento en las aulas lo hemos abordado mediante la segregación de las personas con dificultades de aprendizaje, aislándolos en pistas donde no tienen ninguna posibilidad.

Además de eso, hemos burdos sistemas de medición con los que los maestros pierden salario o incluso sus puestos en función de los resultados de los estudiantes. Si los resultados no son buenos — sin importar las dificultades que pueda sufrir en su vida un estudiante, o sus desafíos en cuanto a idiomas o problemas de aprendizaje — son los docentes quienes cargan responsabilidad. Con tanto en juego, llamar a la policía escolar es una forma de eliminar a los estudiantes de menor rendimiento de las aulas en los días de exámenes en que tanto se ha apostado.

Los blancos más vulnerables pueden ser los niños de color, pero esta guerra en los niños es una guerra contra todos los niños. En última instancia, la falta de protecciones del debido proceso y de la dignidad humana en las escuelas del ghetto se filtra a las escuelas suburbanas. En realidad no importa si un lado considera su protección contra el lado oscuro el realizar registros corporales de tolerancia cero para el ibuprofeno, mientras que el otro lado lo experimenta como un anexo del complejo carcelario-industrial a su vida diaria. Criminalizar a los niños tendrá implicaciones constitucionales para las generaciones venideras. Es corrosivo y desgarra el tejido de lo que otrora fuera nuestra sociedad civil, desmiente la igualdad de oportunidades y recompensa el trastorno de personalidad autoritaria a costa de nuestra humanidad.

Artículo en inglés